Durante mucho tiempo, me levanté temprano. A veces, la oscuridad inundaba la habitación y el frío se adhería a los vidrios mientras me levantaba para ir al colegio. Afuera, los bombillos naranja de las farolas iluminaban las esquinas amortajadas de neblina donde debía esperar el bus. En mis recuerdos, bastaban un saco de lana y un pantalón de paño para desafiar la madrugada bogotana. No había abrigos ni bufandas. El sol nunca subía por el horizonte. Los cerros derramaban su luz plomiza sobre las calles y un parche de kikuyo revestido de rocío. Tampoco había silencio. Cuando escucho hacia atrás, no tengo presente el ruido de los carros, las motos o las personas que hoy parecen inescapables, sino el staccato de los colibríes, las llamadas de algunas mirlas y el canto ansioso de los copetones que me acompañaba desde el momento en que abría los ojos.
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Desde el 2000, los cantos de decenas de aves en las selvas de Tiputini, un centro de investigación en la Amazonía ecuatoriana, despertaban a John G. Blake, un ornitólogo estadounidense. Blake visitaba la zona al menos una vez al año. El coro era único. Tiputini se encuentra a cientos de kilómetros de la población más cercana, en medio de la reserva de la biósfera Yasuní, uno de los lugares más biodiversos del planeta. No hay industrias ni ciudades ni contaminación lumínica o de cualquier otro tipo en los alrededores. Entre los árboles, vuelan casi seiscientas especies de aves, más de las que existen en países como Japón, Botswana o Chile. Y muchas clamaban la llegada del día o las vicisitudes de la soledad.
Pero con el paso de los años, los cantos cambiaron. Ni el volumen ni los tonos eran los mismos. Tampoco se veían tantos como antes. Durante las temporadas que estaba allí, además de escuchar las aves, Blake colgaba una red de niebla y atrapaba, contaba y liberaba a los pájaros que se enredaban entre los hilos. Entre 2001 y 2014, los números de varias de las especies se redujeron de manera dramática. En general, las capturas durante esa década y media disminuyeron casi un 40 % y las observaciones fueron aproximadamente la mitad.
La caída, sin embargo, no era del todo sorprendente. Al igual que ocurre con la mayoría de los anfibios, mamíferos, insectos y casi cualquier taxón animal, el número de aves en todo el mundo venía descendiendo desde hacía años. En Norteamérica, se estima que la población de aves se ha reducido en casi tres mil millones de individuos desde 1970. Algo similar ha ocurrido en el resto del planeta debido a algunos de los sospechosos de siempre —destrucción de hábitat, agricultura extensiva, tráfico ilegal de especies— y un par de culpables insospechados —los gatos domésticos, tendidos eléctricos, rascacielos, entre otros—.
No obstante, ninguno de esos sospechosos o culpables tenía presencia en Tiputini. La base estaba aislada de la civilización. Se trataba de un reducto de bosque protegido, fuera del alcance de las miserias humanas. Si en algún lugar del mundo la población de aves debía permanecer estable, era en Tiputini y otros lugares semejantes. Pero parecía estar ocurriendo lo contrario. Estudios similares en zonas protegidas de Panamá y Brasil también mostraban resultados preocupantes. Una posible respuesta al misterio, de acuerdo con Blake, era otro de los culpables de siempre: el cambio climático. Quizás la falta de éxito reproductivo causado por las variaciones en la temperatura había derivado en la pérdida de las aves de la Amazonía. O tal vez el declive en las poblaciones de insectos, uno de los principales alimentos de muchas especies, era la verdadera causa detrás del silencio en la selva.
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En el libro VI de La Eneida, el héroe troyano desciende al Averno como parte de sus viajes por Italia. El nombre del inframundo se refería a un lago de agua dulce en un cráter de un volcán, ubicado no muy lejos de donde hoy se levanta Nápoles. La palabra Averno proviene del griego αορνος aoronos ‘sin aves’. Se cree que los gases del lago espantaban o mataban a los pájaros, como menciona Virgilio. El efecto fue tan aciago para los griegos y los romanos que allí imaginaron una de las entradas al mundo de los muertos.
Tiene sentido imaginar un infierno sin aves. La presencia de una soledad, un tucán o incluso un cuervo bastaría para destruir la atmósfera de dolor y destrucción que usualmente asociamos con el inframundo. Lo mismo sucedería con el canto o el chirrido de cualquier pájaro.
La muerte necesita del silencio de las aves. Vasco Pimentel, el célebre director de sonido portugués, lo resumió de una forma inmejorable en un perfil de Sabrina Duque: «Había un gorrión herido, caído en el suelo blanco y helado, gritando solo, echado en la nieve que seguía cayendo… El silencio es todo lo que sigue sonando alrededor de un gorrión que se muere».
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Un estudio reciente confirmó las intuiciones de Blake: el aumento de la temperatura en lugares como Tiputini causaba una reducción en la supervivencia de las aves. Según el modelo desarrollado por los científicos, el incremento de 1 °C en la temporada seca llevaría a una caída del 63 % en las poblaciones de aves del sotobosque. En un sentido, los bosques primigenios como el estudiado por Blake habían resguardado a los pájaros del mundo humano. Pero, en otro, los habían expuesto: las aves de la zona se habían adaptado tan perfectamente a esos ambientes intactos que cualquier cambio, por pequeño que fuera, los afectaba sobremanera. (Otro estudio muestra esa fragilidad: al menos 77 especies de aves amazónicas al parecer se están encogiendo debido al cambio climático).
Siglos atrás, otro hombre de apellido Blake describió en cuatro versos aquello que estamos perdiendo:
¿Cómo no sabes que cada ave
que corta el aéreo camino
Es un inmenso mundo de goce,
cerrado por tus cinco sentidos?
En Bogotá, cada vez se ven y se escuchan menos los pájaros. El volumen y la frecuencia de su canto ha disminuido. Lo noto cuando salgo de la ciudad y me despierta el feliz estruendo de las guacharacas, los turpiales y los tiránidos: bienteveo, bichofué, pitojuán, pitohué. Por eso, llevo años intentando replicar un bosque en el jardín de mi terraza. Hoy, después de mucho tiempo, llegan copetones, carboneros, mirlas, palomas y colibríes. A veces no están allí, pero creo escucharlos.
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