En la reciente edición de la Feria del Libro de Bogotá, Luis Fayad presentó Salir de casa, la historia de dos niñas contada en dos relatos: «La carta del futuro» y «El regreso de los ecos». El autor compartió con CasaMacondo un fragmento del libro.
Todavía le costaba leer y aun después de descifrar la palabra no supo su significado, porque al pronunciarla acentuó todas las sílabas. Volvió a seguir los trazos de la caligrafía ajena, los trasladó a la olvidada idea que guardaba de los suyos, formó las sílabas y la palabra, la dijo con mejor suerte, descubriendo el acento en la á, y la repitió como traduciéndola de otro idioma y por fin la vio.
—Bogotá —dijo—, es la capital, de allí viene la carta.
No leyó más, y pese a que en la mujer quedó la duda del conocimiento de Acacia, accedió a prestarle la carta de Julia, recomendándole todo su cuidado. Acacia se la llevó a su casa e incumplió su palabra de retornarla a los dos días, pero a los tres cumplió con leérsela completa a la madre de Julia. La mujer oyó la voz tarda de Acacia, llena de interrupciones, deletreando desde el saludo hasta la despedida. Las frases abandonadas, las palabras sin concluir a tiempo y las sílabas unidas sin intención le hicieron incomprensible el texto, y la mayoría de lo que entendió fue porque ya lo conocía. Acacia se llevó otra carta para la casa y en los ratos libres de dos días y de dos noches obró igual que con la primera. Distinguió las sílabas y las palabras y las escribió en un papel aparte. Copió los renglones de una a otra hoja, repitiendo en voz alta y sin enterarse del mensaje. Pasó la carta completa a sus propios signos y entonces la leyó en voz alta, y volvió sobre ella en las pausas de sus faenas, y antes de encaminarse adonde la madre de Julia tomó la precaución de repasarla en el original. Aunque todavía no la leyó de corrido ante la mujer ni le proporcionó sentido más que a la mitad, se notó la diferencia con la prueba anterior y la mujer se esperanzó con poder escucharlas todas de nuevo.
—¿De verdad sabes leer? —le preguntó y le entregó la tercera carta.
Acacia no la abrió en presencia de la mujer. La llevó a su casa y avanzó como en las anteriores, la copió y acostumbró la mano y la vista a los trazos, la abandonó por otras obligaciones y las dos noches siguientes la tomó de nuevo, y pese al daño en la renta de la familia, consumió cuatro velas para alumbrarse. En las dos cartas siguientes persistía aún una voz llana y lenta, interrumpida por la repetición de las sílabas que todavía pasaban con dificultad de una a otra, y sin embargo comparada con la de los primeros ensayos, convenció a la mujer del conocimiento de Acacia. La sexta carta fue leída tan pronto cambió de mano. Acacia la recibió y la extrajo del sobre. Al final la mujer le dijo:
—Es verdad, Acacia, tú sabes leer —y le rogó que viniera una mañana más temprano, antes de que su esposo y sus hijos salieran. Acacia cumplió al día siguiente y todos reunidos oyeron de nuevo las cartas de Julia, y pudieron apreciar a Acacia mientras leía.
Salir de casa, Luis Fayad. Himpar editores, pp. 19-21
***
Doña Graciela pensó en enviar a Inmaculada de vuelta para su casa pero no encontró la manera, y escribió una carta para que vinieran por ella, con el presentimiento de que no iban a responderle. Como también Julia lo presintió así, empezó a enseñarle a Inmaculada a hacer las compras en la tienda, a cocinar con fuego de gas, a barrer pisos de madera, a poner la mesa con mantel, a contestar el teléfono a nombre de doña Graciela viuda de Álvarez, a tender camas con sobresábana y edredón, a lavar ropa que necesitaba agua caliente y a no abrirle a todo el que llamara a la puerta de la calle. En las noches Inmaculada empezó a salir de su silencio y le contó a Julia lo que deseaba saber de su casa en la montaña. No sabía casi nada, pero Julia la oía y la hacía repetir mientras reconocía un modo de hablar que en ella había perdido muchos de sus acentos. Oyendo a Inmaculada sintió que ella, en los tres años que llevaba al lado de doña Graciela, había aprendido otro idioma y un nuevo modo de comprender, otras palabras que le hicieron olvidar las suyas, y otras que eran suyas pero que al oírlas de otra manera parecían desconocidas. Deseó que a Inmaculada no la contrataran en otra casa y que doña Graciela, como un milagro, dijera que la necesitaba en la suya. En realidad, a los pocos días, doña Graciela no mostraba prisa por deshacerse de Inmaculada, aunque le advirtió que por mucho que ayudara en los oficios, no podía pagarle. Le daba la comida y el techo sin más compromiso, y cuando llegaban personas de visita a su casa la llamaba para presentárselas y contarles de ella y de su hermana Acacia.
—Venían de alpargatas y muertas de cansancio —decía—, pero es verdad que se veía que eran aseadas, traían cepillo de dientes y yo las acogí lo mejor que pude.
Y les contaba cómo iba Inmaculada aprendiendo la vida diaria de la casa. Una tarde se encontraba entre los visitantes la joven señora Morelos, encinta de varios meses y con necesidad de quien le ayudara en la casa. Inmaculada estaba con Julia en la tienda, y cuando regresó, doña Graciela la hizo venir a la sala. La señora Morelos la vio tal como doña Graciela se la había descrito, y después de observarla la llamó a un lado. Le examinó atenta la ruana y comprobó con sus dedos la calidad que se notaba a la vista, y le preguntó si se la había hecho su mamá. Inmaculada no supo responder y tuvo que venir Julia y explicar que antes hacían las ruanas en sus casas, pero que ahora una mujer tenía un telar en el pueblo y se encargaba de surtir a la gente de la región.
—De todas maneras no es un trabajo industrializado —dijo la señora Morelos—. Se ve en la cardada de la lana y en los remates a mano.
—Quítate la ruana, Inmaculada —le dijo doña Graciela—, ten la amabilidad de enseñársela a esta señora.
Ella obedeció, pero la señora Morelos dejó la ruana en el regazo, contempló a Inmaculada y sin apartarle la mirada dijo:
—Qué niña tan decente, y con su trenza más grande que ella.
Doña Graciela adivinó la intención de la señora Morelos y creyó descubrir de pronto que Inmaculada podía tener inclusive más méritos que los que ella mencionaba, y pensó en que todavía era posible sacarle algún provecho. Vaciló en entregarla y pese a que ella misma ponderó minutos antes los adelantos de la muchacha, dijo:
—Lástima que todavía no me atrevo a dejarla ir sola a hacer el mercado.
La señora Morelos la oyó y se levantó con suavidad.
—No importa, me la llevo.
Salir de casa, Luis Fayad. Himpar editores, pp. 40-42
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