Una cantante soprano de ópera que imita pájaros y un asistente con el corazón inquieto se adentran en una región montañosa para realizar una gira de futuro incierto. Un cuento de Julio Paredes.
A Patricia por su amor
Estoy casi aterrorizada —dijo la princesa— de comenzar un viaje del que no puedo ver el final.
Samuel Johnson
La historia de Rasselas, príncipe de Abisinia
Cuando bajé del taxi colectivo me sentí aplastado. El viaje había resultado incómodo, el estrecho automóvil guiado, durante más de cinco horas, por un malencarado chofer de osadía estúpida y temeraria, a quien lo tenían sin cuidado las curvas cerradas y los abismos y, sobre todo, la imprudencia repetida de los que pasaban zumbando a su lado en sentido contrario. A lo largo de la última hora de trayecto no creí que llegaríamos sanos y salvos hasta las laderas de ese lugar llamado Las Margaritas y concluí que esa falta de razón práctica, padecida por todos como una invalidez ancestral, encajaba y se correspondía con el desafortunado incidente que había cerrado el último día de nuestro largo itinerario por la cordillera. Miré a Sonia y sonreí sin ganas.
Dejé las maletas sobre el andén y pensé que me estallaba la cabeza. Quise encender un cigarrillo pero solo la idea me dio náuseas. Necesitaba comer algo antes, y pronto. No podía recordar otra oportunidad en la que hubiera estado tan fatigado. El dolor en el costado aumentaba como una fiebre. Estiré los brazos y moví la cabeza en círculos. El esfuerzo también me despertó un viejo dolor a la altura del cuello.
—¿Y ahora? —preguntó Sonia.
Eché una rápida mirada alrededor y, como si acabara de bajar a una alucinación, me estremecí con la altura excesiva de las lomas que rodeaban, como un muro desigual, las calles del sitio. Sabía que Sonia guardaba una aversión particular e intensa por las ciudades de montaña. En los últimos días del recorrido su sospecha de estar avanzando por un territorio duro y brutal se había intensificado. El silencioso presentimiento parecía confirmarse con la agresión que habíamos sufrido la tarde anterior. La conclusión, después de cinco años de un viaje constante, no era alegre. A pesar del aspecto apacible y sano de la geografía por la que avanzábamos, no había sido difícil descubrir que todo se guiaba por una inercia enrarecida y peligrosa.
Sonia repitió la pregunta, molesta.
—Comamos algo —propuse y empezamos a caminar.
No alcancé a entender lo que Sonia balbuceó mientras terminaba de arreglarse los mechones de la frente, componiéndose el perdido maquillaje frente a un espejito rectangular y rojo. Después de un par de calles entramos a una cafetería. Ordené un caldo de costilla, una arepa y un plato de arroz con tomate. Sonia apenas probó el sándwich que le sirvieron. Después cada uno bebió, en silencio, dos tazas de un café que resultó dulce y espeso.
La tarde estaba por acabarse y el débil viento que soplaba era casi frío. En la plaza que había al otro lado de la calle pude ver, por entre las primeras sombras, varios grupos de hombres, casi todos con sombrero blanco y machete al cinto. Muchos fumaban tabaco y conversaban en calma. Algunos simplemente miraban hacia los lados, sentados y con las manos entrelazadas, las piernas abiertas y firmes sobre el piso.
—Bárbaros —soltó de pronto Sonia.
No supe si se refería a los habitantes del sitio, a los hombres que teníamos al frente o a los tipos que nos habían atacado. Moví la cabeza para secundar el comentario y pasé la punta de los dedos por el pómulo derecho, donde aún sentía un bulto doloroso y caliente a pesar del hielo que me había aplicado durante toda la noche. Sospechaba, además, que tenía una costilla rota.
Aunque la comida me dejó un efecto reconfortante, no pude evitar la idea de que, con todo lo sucedido el día anterior, regresaba una vez más a la pobre y muda sumisión con la que decidí seguir al lado de Sonia. Ninguno calificaría mis condiciones en ese arreglo, unilateral por parte de Sonia, como satisfactorias o por lo menos tentadoras. Tuve ganas de tomar una de sus manos pero no quise molestarla. Miré su perfil, el pronunciado hueso de la mandíbula, el pecho redondo y vigoroso bajo el buzo verde claro, la ceja gruesa y oscura, el arco acentuado por la línea del lápiz. En esos momentos parecía una mujer despreocupada, sin tristezas notorias en la mirada o en los gestos de la boca. Con seguridad un testigo casual solo alcanzaría a pensar que miraba a una mujer cansada.
—Ojalá la gente de por aquí sea un poco más civilizada —comentó Sonia mirando hacia la calle.
—Trata de pensar en otra cosa —propuse y tomé aire con fuerza.
El dolor me obligó a doblar el cuerpo sobre la mesa pero cuando Sonia propuso que buscáramos un médico alegué de inmediato que no era nada grave. Sin embargo, solo conseguí dar dos chupadas débiles al cigarrillo que acaba de encender, acosado de nuevo, como en el carro, por una tos seca.
Antes de salir preguntamos a la mujer que nos atendió por la Pensión Fortuna, recomendada por el dueño del último hotel donde dormimos. Encontramos poca gente afuera. No era difícil adivinar que todo el mundo se acostaría antes de las ocho. Madrugarían al día siguiente. Dudé que yo pudiera por fin dormir bien esa noche. Tal vez, pensé, de nuevo tendría que esperar, sentado contra la cabecera de la cama, a que amaneciera. Caminamos despacio. Sonia se había echado sobre los hombros un suéter de lana. Yo avanzaba unos pasos más atrás, cargando con dificultad las maletas. El esfuerzo me recordó las noches en las que tenía que espantar gente de las puertas del camerino o cuando después, tarde en la noche, tenía que soportar fatigosas reuniones rodeado de imbéciles con poses eruditas y comentarios siempre interesantes. Tipos que podían llegar a ser aburridos hasta la irritación, pero, aún así, con ninguno había tenido que entenderme a golpes.
El sitio quedaba a unas cuatro calles de la plaza central. Era una construcción blanca que hacía esquina, con una puerta altísima y un balcón de madera pintado de azul pálido bordeando todo el segundo piso. Ingresamos por un largo zaguán que nos llevó hasta un pequeño patio rectangular iluminado por varios bombillos y adornado con helechos y plantas de hojas grandes.
Sonia decidió esperar en uno de los dos sillones que formaban la reducida sala de visitas mientras yo llenaba el registro. Me atendió un tipo flaco, con una sonrisa que no cambió y que dejaba ver una dentadura simétrica. Una línea delgada y negra sobre el labio superior formaba un bigotico arreglado con diligencia. Tenía la cara macilenta, las manos largas y huesudas. Inventé los nombres sin pensarlo mucho y pedí habitaciones separadas.
El hombre nos acomodó en el primer piso, dos cuartos contiguos y con ventana hacia la calle.
—Aquí es tranquilo y silencioso —aseguró con voz gruesa.
Me entregó el par de llaves y se retiró por el corredor.
Al entrar, Sonia se echó de inmediato sobre la cama y empezó a jadear, la cara enterrada en una almohada apenas rellena de un algodón ya endeble. Me acerqué despacio y traté de no respirar demasiado profundo, cuidando de no despertar el espasmo sobre el pulmón presionado. Sin embargo cuando estuve a su lado el corazón me latió con fuerza, como si me asomara al borde de un abismo resbaloso. Tragué saliva y pasé con suavidad la palma de la mano sobre el cabello grueso y ondulado. Creí entonces, con un terror que aumentaba rápidamente, que si bajaba la mano con decisión y acariciaba su pecho se iniciaría por fin la esperada noche en la que, sin recurrir a grandes palabras, podría confirmar mi amor y besar con felicidad sus brazos desnudos. Creí, también, que Sonia se dejaría llevar por un entusiasmo idéntico y tal vez aceptaría mi deseo como algo verdadero y valioso para compartir después de varios años juntos. Parecía fácil empezar aunque el plan sonara confuso. Alcancé a imaginar, el pulso cada vez más acelerado, que, después del combate amoroso, contento como nunca, le contaría al oído alguna historia inocente, un recuerdo infantil o algo así.
Sin embargo una breve pero aguda punzada sobre el costado me detuvo. Levanté los ojos y eché una rápida mirada por el cuarto. Todo parecía llevar mucho tiempo inmóvil, dispuesto para siempre con un afán moderado y elemental. La silla de mimbre contra un rincón, el pequeño tocador, el armario de dos puertas, los inevitables cuadros con paisajes bajo un cielo azul y un sol brillante. Escuché el murmullo lento y acompasado que salía de Sonia y traté entonces de construir una frase oportuna para ofrecerle. Una afirmación cariñosa que le restituyera la confianza en recuperar de nuevo el esplendor pasado de su voz intacta. No habían transcurrido más de tres años desde la infeliz noche en que, en mitad de un circuito por algunas ciudades de la costa, una inadmisible nota hiciera estallar su voz, la hermosa vibración que, por años, se había abandonado a cualquier repertorio y que, a pesar de las breves giras, despertara alabanzas de críticos en lugares como Río y Buenos Aires. Desde la primera vez que la escuché, supe con certeza que Sonia conseguía desplegar una especie de milagro que nunca antes había incursionado en el mundo, con el tenaz desafío de reproducir sin aparente esfuerzo y sin desalientos cualquier aria de La sonnambula o interpretar algún pequeño papel como el de Sofía en El caballero de la rosa.
Observé de nuevo y durante un rato largo ese perfil donde se habían encarnado tantas miserias e ímpetus amorosos. A veces creía escuchar, como en un sueño, su voz de nuevo viva, sin cortes; el recuperado temperamento de soprano dramática, elaborando con decisión y fogosidad temerarios portamentos, apoyando como pocas sus desconcertantes agudos en el fondo del diafragma. Con un candor asumido sin vergüenza, yo aún sospechaba que la resolución de mi amor resucitaría los últimos residuos de ese don infalsificable. Quise insinuar, con un repentino calor a la altura del pómulo herido, que acabáramos de inmediato con ese viaje en círculos, con la especie de expiación sorda a la que se había lanzado Sonia, arrastrándome. Sería un alivio iniciar una nueva vida desde cero, se me ocurrió pensar como frase propicia para proponer un diálogo, pero sabía que antes de que terminara de hablar Sonia me interrumpiría y pediría, sin mostrarse molesta, que no me apropiara de sus padecimientos. El precio de mi silenciosa devoción era, como la de todo fiel, un poco vil e indigno y, sobre todo, insensato.
De pronto Sonia volteó la cara y me mostró, bajo la luz de la lámpara de la mesita de noche, los párpados húmedos y los ojos brillantes, entrecerrados. Sus personificaciones habían sido tan conmovedoras que creí verla de nuevo en el escenario.
—Quiero dormir un rato —dijo besándome la mano.
—Claro —contesté y le ayudé a taparse con las cobijas. Puse sus zapatos a un lado de la cama, apagué la luz y salí.
Entré al otro cuarto. Dejé la maleta sobre la cama, sin abrir, y pasé al baño. Oriné sin muchas ganas y durante unos segundos revisé el pómulo en el espejo. Seguía hinchado, levemente azul, la piel tensa y a punto de cerrarme el ojo. No pude recordar cuál de los tipos había lanzado el golpe. Tal vez, pensé, cada uno contribuyó, a pesar de la borrachera que llevaban encima, con un puñetazo. Me había defendido en desorden, sin nada en la cabeza, y pude confirmar, antes de que alguien nos separara, que uno de los otros quedaba con la nariz ensangrentada. No podía recordar si Sonia había gritado o no, como tampoco sabía si en realidad había vislumbrado la sombra fugaz de un revólver en la mitad del forcejeo.
Mientras me cambiaba de camisa volví a sorprenderme, aunque no se tratara de un episodio insólito, de la violencia con la que cualquiera respondía a la menor estupidez. Todo se había convertido en un acto peligroso, casi mortal. No resultaba difícil convencerse, sin mucho desconcierto, de que en este territorio la razón empezaba a escasear, resecándose como lodo bajo un sol implacable. Faltaba poco para que a todos nos quedara solo una sustancia mezquina y fofa como cerebro. Me reí con la exageración y salí.
Me detuve un par de segundos frente a la puerta de Sonia. No escuché sollozos. Me separé sin hacer ruido y busqué el comedor.
El salón era rectangular, con unas cinco o seis mesas dispuestas en dos líneas paralelas, cubiertas con manteles idénticos de cuadros rojos y blancos. Si me aburría y no me llegaba el sueño fácil, pensé, podría inventar una partida de ajedrez. Busqué una silla contra la pared. Había un fuerte olor a comida, carne asada y algún guiso con cebolla y ajo. Segundos después apareció, por la puerta que conducía a la cocina, el mismo tipo de la recepción. Supuse que se trataba del dueño de la casa. Le pedí un tinto doble.
Esperaba que Sonia pudiera dormir sin interrupciones. Después, en la mañana, tendríamos tiempo de buscar al tipo del que me había hablado Sánchez por teléfono desde Bogotá dos días atrás. Según Sánchez, el hombre, con apellido de prócer, era una especie de reconocido empresario dedicado a organizar espectáculos en las ciudades intermedias de la región. Circos, recitales, conciertos, obras de teatro, concursos de baile, cualquier cosa. Sin embargo temí, aunque Sánchez aseguró una paga más o menos decente, que Sonia no estuviera en disposición de hacer de nuevo y con verdadero entusiasmo el número.
Nadie hasta ese día había rechazado su delicada y enigmática imitación de pájaros. Todos absortos ante las simulaciones. Cantos que habían alcanzado una asombrosa precisión, como si el particular sacrificio que Sonia se había impuesto de olvidar para siempre los grandes escenarios contemplara además, al estilo de los trabajos de algún protagonista mítico, la búsqueda de la matriz de todas las parodias. La prodigiosa garganta de Sonia, perdida definitivamente para la ópera, había adquirido con esa nueva práctica una textura que a pesar de todo me conmovía como ninguno de sus papeles anteriores.
El número nunca era el mismo. Algunas noches Sonia pasaba, sin avisos previos, de gimoteos nerviosos y frágiles a complicados y agotadores trinos que parecían reproducir fugas, contrapuntos y réplicas de una música compuesta por un artista de origen fantasmal. Desde jilgueros a oropéndolas, su voz giraba en el aire llenando cualquier recinto, desplegándose como un afortunado manto de plomo sobre los estragos del pasado. Entonces era fácil percibir la dicha renovada de Sonia, entregada a un público que nunca escucharía hablar de Monteverdi o Rossini, pero siempre capaz de responder, a pesar de algunas burlas esporádicas y malignas como las del día anterior, a su canto con una especie de agradecido estupor. Tal vez muchos, como yo, ya no imaginarían el mundo sin ella y sus cantos.
Ojalá Sonia durmiera profundamente y soñara algo feliz, rogué en silencio.
—¿El caballero es boxeador? —preguntó el tipo mientras recogía el pocillo.
Me dolió el costado con la risa y no supe si la pregunta del otro llevaba una burla escondida. Negué con la cabeza y conté sin mucha emoción que tres borrachos nos habían atacado la noche anterior. El tipo movió la cabeza y quiso saber si me importaría que se sentara conmigo un rato.
—No. Para nada —contesté y me puse de pie.
—Norberto Gutiérrez —se presentó y me tendió la mano.
No pude recordar el nombre que había inventado en la recepción y simplemente sonreí.
—Me gusta conversar con los clientes cuando llegan —explicó y cruzó las manos sobre la mesa.
Agradecí su amabilidad con otra sonrisa y busqué los cigarrillos. Como no vi ceniceros pregunté si podía fumar.
—Claro —contestó y enseguida añadió—: Aquí no hay ese tipo de restricciones. Lo que pasa es que ustedes son los únicos esta noche. Un momento le consigo el cenicero.
Se levantó solícito y salió.
Cuando regresó traía además del cenicero una botella de aguardiente empezada y dos copitas. No me negué al trago y le ofrecí un cigarrillo.
—Está bien —dijo después de dudarlo por unos segundos—. Fumo muy poco —aclaró mientras botaba el humo—. Tampoco bebo mucho. Solo un par de copitas para acompañarme un rato cuando hace frío o me da la pensadera.
—Lo entiendo —comenté con esfuerzo.
Siguió una pausa y bebimos, después de brindar, con sorbos cortos.
—¿Cómo supieron del lugar? —preguntó de repente.
Expliqué que la dirección nos la había facilitado el dueño del último sitio donde dormimos.
—¿Cuál hotel?
—Las Cuatro Estaciones.
—Claro. No solo conozco al dueño sino que somos muy buenos amigos. Colegas desde hace mucho en este ingrato negocio —dijo emocionado y apagó el cigarrillo.
Yo también apagué el mío y observé durante un rato la copita. No sabía cómo continuar con el diálogo. Por fortuna mi acompañante tenía otra pregunta:
—¿Y a la señora también la atacaron?
—No pudieron —contesté y sonreí.
—¿Cuántos eran?
Escuchó la respuesta con el brazo un poco levantado, la copita sostenida en el aire como si brindara ante un auditorio invisible. Entonces alzó los ojos y sacudió levemente la cabeza, incrédulo. Bebió otro sorbo y coincidió conmigo en que esta era una tierra de nadie, sin rumbo. No era difícil perder el entusiasmo, comentó. Veía, además, en toda la parafernalia política una historia con protagonistas de temperamento viciado, casi todos aburridos y bastante ridículos. Le parecía inaudito, añadió sin separar los ojos de mi pómulo hinchado, que la vida de cualquiera se viera sometida por tanto miserable armado, sin descontar el fanatismo injustificado y la impunidad vergonzosa que regían como leyes. Y aunque, concluyó levantando la voz, amaba la vida y el lugar donde vivía, de unos años para acá reflexionaba en todo eso con bastante rabia.
Aunque me divertía, me sorprendí con la repentina euforia del otro y como no la esperaba sentí que perdía la orientación de sus palabras. Supuse que el tipo llevaba mucho tiempo sin hablar, incubando su prolongado disgusto para, ya casi fermentado, compartirlo con el primer huésped dispuesto a escuchar. Me mostré de acuerdo con todo y entonces, tal vez espoleado por los tres aguardientes que llevábamos, relaté lo sucedido. Empecé por describir rápidamente el número de Sonia. Por la mirada atenta y seria del otro descubrí que mis palabras iniciales lo impresionaron.
—¿Oropéndolas? —preguntó extrañado cuando hice una pausa y levantó los ojos como si buscara un invisible ejemplar revoloteando en algún rincón del comedor.
—Ayer —continué—, cuando regresamos al tal café-teatro para la presentación, descubrimos un ambiente cargado y sospeché un desenlace fatídico. Quise prestarles poca atención a los gritos y silbidos de los borrachos y en el improvisado camerino le insistí a Sonia para que saliera al escenario. No era la primera vez que enfrentábamos un público hostil, intolerable en su desorden o ignorancia. Tampoco sería la última, le dije a Sonia tratando de mostrarme tranquilo. Era un consuelo tonto y aunque, en silencio, estaba de acuerdo en que nos largáramos, alegué que cualquier malestar sería pasajero.
Me detuve y bebí un sorbo. Encendí otro cigarrillo, que apagué casi de inmediato después de dos largas chupadas. Volví a sentir la punzada en el costado y tomé aire para continuar. El tipo me observaba con cierta gravedad, los rasgos de la cara totalmente inmóviles.
—No pudo ni siquiera empezar. Tres tipos, probablemente los más borrachos de todo el sitio, quisieron, con sus burlas ignorantes, imitar la delicada voz de Sonia. No pasaron más de dos minutos para que exigieran, de pie y gritando, un strip-tease. Fue un disturbio contagioso y cuando descubrí la sonrisa amarga de Sonia como su única defensa me coloqué de inmediato a su lado e intenté conducirla a la parte de atrás. Siguió un forcejeo con los otros y me sentí arrastrado hacia un lado. Ahí empezaron los golpes…
Iba a contar algo más pero no se me ocurrió nada. El desenlace me pareció evidente.
—Eso fue todo —concluí.
—Lo dice como si no fuera gran cosa, pero mire cómo lo dejaron —comentó el otro después de una nueva pausa.
—Solo necesito un poco más de hielo —dije.
—Recuérdeme de darle una bolsa —ofreció el hombre y añadió, sirviendo otra copa—: Y la señora no se siente muy bien, ¿cierto?
—Está cansada, un poco aterrada —contesté hablando despacio. Agregué, consciente de que en realidad se trataba de un deseo mío, que Sonia necesitaba un lugar donde pudiera moldear, sin muchos afanes, los registros que aún le podía otorgar a su voz. Un lugar a salvo del peligro y las burlas.
—Por lo que me contó todavía tiene una voz extraordinaria —comentó el tipo con tono amable.
—Ma non troppo —dije sin proponérmelo, como si la expresión me hubiera salido en la charla de un sueño.
—¿Cómo? —preguntó el hombre, el rostro confundido y sosteniendo como antes y casi la misma cantidad de segundos la copa en el aire.
—No se imagina lo que fue esa voz. Amplia, encendida como un extraño sopor en la sangre que parecía hacer tambalear el corazón… —dejé la frase sin terminar y lo miré. El otro movió el bigotico y me ofreció una sonrisa tímida.
Entonces sentí que la confesión que estaba por hacer terminaría siendo apresurada y, como algunas infelicidades secretas, aburrida.
El tipo pareció acompañarme en la decisión y propuso:
—Dígale a su mujer que aquí va a tener un sitio donde cantar sin peligros. Además, usted también necesita que alguien le palpe esa costilla. Agradecí no solo su interés sino que me hubiera otorgado, como natural, una posesión conyugal sobre Sonia. Le pregunté entonces si conocía a un tipo de apellido Ricaurte.
—Se trata de un empresario —aclaré.
—No —dijo el tipo después de una corta reflexión—, pero sé dónde está la casa cultural. No tengo mucho tiempo para salir y divertirme, pero también sé que allá declaman poemas por las noches y a veces presentan películas. Mi mujer ha visto unas cuantas —concluyó y soltó una risita.
Descubrí que disfrutaba con la compañía cordial del otro. Hacía mucho tiempo que no me sentaba a conversar con un tipo amable y reservado. Alcancé a creer que con un par de días más podría revelar, sin pudor y totalmente relajado, mis secretos más preciosos, dejando que creciera y avanzara la camaradería entre los dos. Tal vez, pensé ante la mirada atenta del amigo recién nacido, podría mentir un poco, adicionar una falsa pasión de Sonia por mí, inventar la noche, años atrás, cuando ella revelaba por fin que el mío era el único afecto por el que daría la vida, o recurrir a la descripción del particular rito amoroso al que nos habíamos aficionado y que propiciaría, en ese sueño, una rara y hermosa combinación de notas en la voz de Sonia, una escala reservada solo para la intimidad de nuestros encuentros.
Fumamos otro cigarrillo en silencio y cuando desocupamos la última copa comprendí que la breve entrevista había terminado.
—¿Quiere comer algo? —preguntó el hombre, poniéndose de pie. Confesé no tener hambre y le agradecí otro tinto.
Miré el reloj y esperé. Me sentí repentinamente contento y un desconocido calor me recorrió el pecho. Creí poder darle buenas noticias a Sonia cuando despertara. Recibí el tinto con una sonrisa amable. El aroma del café me reconfortó y entonces, después de responder tímidamente a la despedida del otro, volví a entender que, a pesar de cargar durante años con un corazón oculto y dominado a la fuerza, semejante al espectro de otra voz perdida, la dicha que hasta ese día había conseguido resultaba consoladora, suficiente para mi enamoramiento sin esperanza. Era un abandono que aún merecía la pena. Ninguna paliza importaba. Además, no podía ser de otro modo. Sabía, con una claridad temprana y serena, desde cuando renuncié a la orquesta, a la casa en Bogotá, al violín, a todo para enlazarme definitivamente a Sonia, que el mundo no me prometía demasiado, ni más ni menos de lo que sería capaz de recibir en cualquier tiempo futuro.
Dejé pasar otra hora sin moverme, apenas atento a los ruidos de la cocina y el corredor. Apagué el último cigarrillo y regresé al cuarto. No me crucé con nadie y decidí no molestar con lo de la bolsa de hielo.
En la cama, con una línea de dirección que imaginariamente caería perpendicular a la de Sonia al otro lado de la pared, no supe si lamentar que haber descubierto como propias todas esas certezas explícitas y contundentes no era ni mucho menos una labor extraordinaria. Se trataba de un orgullo pueril, concluí palpando con suavidad la piel hinchada del pómulo. Como la osadía irrisoria de creer que, con mi aturdido combate de la noche pasada, no solo había roto la nariz de un borracho sino que liberaba por fin a Sonia de la tiniebla de un viaje que no prometía final.

Julio Paredes (Bogotá, 1 de julio de 1957-Bogotá, 31 de agosto de 2021). Filósofo y maestro en Literatura Medieval, escritor, poeta, novelista, profesor, traductor y editor. Su prolífica obra incluye cinco colecciones de cuentos, cuatro novelas y una biografía. En 2020 gana el Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura con Aves inmóviles (Alfaguara, 2019).
La publicación del cuento «Soprano» hace parte de una alianza entre CasaMacondo y el Fondo de Cultura Económica (FCE). A lo largo de 2025, este medio publicará una docena de relatos de ficción que aparecen en las antologías de cuento colombiano que ha publicado el FCE y que tienen como antologista a la profesora y poeta Luz Mary Giraldo.
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