En las pinturas rupestres de Chiribiquete, doscientos kilómetros al sur de San José del Guaviare —en las planicies amazónicas del oriente de Colombia—, hay jaguares rugiendo. Según los arqueólogos, están ahí hace unos doce mil años, desde la prehistoria. El felino más grande del continente aparece acechando animales que ahora solo pueden imaginarse: perezosos gigantes, mastodontes, caballos enanos y unos casi como camellos, de trompas cortas, similares a las probóscides de los tapires. El hombre y el jaguar han vencido el tiempo, aunque no del mismo modo. 

Un censo sugiere que en Colombia sobreviven dieciséis mil de ellos, una fracción de los que merodeaban los Llanos Orientales, los bosques andinos, las selvas del Chocó y las planicies de la costa Caribe, desde el golfo de Urabá hasta las estribaciones de la Sierra Nevada de Santa Marta, donde parecen estar desapareciendo a la misma velocidad que los glaciares del pico Colón, el más alto del mundo frente al mar. No es especulación: en treinta años se habrá extinguido allí la nieve, y es posible que también los tigres. Con ellos sucumbirá una parte del universo narrativo de Macondo. ¿Qué anticipa esa certeza sobre nosotros mismos?

La palabra jaguar proviene de la Amazonía oriental de Brasil, de la lengua tupí-guaraní, y significa ‘fiera verdadera’. En la lengua del Imperio maya, jaguar se dice balam; en mapuche, la lengua de uno de los pueblos amerindios de Chile y Argentina, se dice nawel; en bribri, la lengua de los indígenas originarios de Costa Rica, se dice nampu; en quechua, la lengua del Imperio inca, se dice uturunku, que significa ‘el que mata de un salto’. Ningún otro gran depredador —salvo el puma— se extiende de tal modo por el continente, desde el sur de Norteamérica hasta más allá del norte de Suramérica, habitando el territorio de sus paisajes y de sus palabras. En las llanuras del oriente de Colombia lo llaman «tigre mariposa», una metáfora que lo nombra y lo describe. Pero el jaguar es un rey desheredado. 

En el Putumayo, los campesinos vierten azufre en los estacones de sus corrales para espantarlo y los ganaderos, que talan miles de hectáreas de bosque para sembrar vacas, lo persiguen a balazos. El jaguar devora terneros, pero no porque los prefiera, sino porque en sus dominios ahora escasean los ciervos de los que se alimenta. En los bosques contiguos a los sembradíos de carne, los ganaderos y los campesinos han menguado las poblaciones de zaínos, monos, acutíes, pacas, nutrias, zorros, armadillos. Los asesinos de jaguares pueden ser aún más impíos. Algunos, por ejemplo, los tasajean y se los comen, mastican su corazón, ruñen sus huesos, sorben sus ojos. Lo hacen, gurdos, sandios, porque creen que les da poder. 

En septiembre del 2010, a orillas del río Ele, en el extremo oriental del Arauca, un hombre de la guerra admitió la fiereza de su pecado. ¿A qué sabe?, le pregunté. Él se pasó la lengua por los dientes, carraspeó un salivazo y respondió con asco, de malagana. Dijo que era una carne dura, rabiosa. Y dijo que se había indigestado, que durmió mal dos noches, con las tripas asustadas. Se lo merecía. A falta de remordimiento, quizá el miedo alcance como penitencia.

En mayo del 2016, la policía ambiental ofreció una recompensa de cinco millones de pesos a quien delatara a los matarifes de un jaguar en Yondó, en el Magdalena Medio. Al parecer, uno de los que participó en la fechoría, seguro de que no iría a la cárcel y de que una eventual multa sería inferior al monto de la gratificación, dispuso que un hermano lo denunciara para cobrar la recompensa. El episodio se saldó sin capturas y con la devolución de una de las patas cercenadas del animal, que magos, santeros y adivinos pagan bien porque las cobran mejor. Con ellas, los cazadores de ingenuos consuman ritos de protección. La policía suele capturar sicarios con colmillos de jaguares en el cuello, y narcotraficantes con zarpas disecadas en sus maletines repletos de dinero. Ninguna ignorancia es más temible que la crueldad.

En abril del 2009 supe de un sanatorio psiquiátrico para fieras en las afueras de Montería. Era un manicomio de animales, algo así. Allí visité a una cría de jaguar al que un mafioso le había cortado los colmillos y cercenado las garras. Después, satisfecho, la liberó en el jardín de su mansión, para que sus manchas en forma de mariposa hicieran juego con los muebles. No parece que hayamos aprendido algo. La agresión más reciente ocurrió en un bosque de Ituango, a unos doscientos kilómetros al norte de Medellín.

La escena fue grabada en video: un jaguar yace panza arriba, el hocico retraído, las patas agitadas. Se ve sometido, muy asustado. Cualquiera creería que se levantará de un salto y correrá, pero entonces suena un disparo a quemarropa y abaten su cabeza. El Ministerio de Ambiente ofrece una recompensa de hasta veinte millones de pesos a cambio de la identidad del matón. Pagar las buenas obras con dinero parece la ley de la jungla. 

La pregunta es: ¿a dónde iremos sin los jaguares? Las pinturas rupestres de Chiribiquete sugieren que a ninguna parte. Los jaguares influyen en el crecimiento de las ceibas, los castaños, las bromelias, las orquídeas, las victorias regias, las tortugas, las hormigas, las escolopendras, las nubes, los ríos, los renacuajos. La ciencia sabe que los hilos que zurcen todo ese relato biológico están cosidos a sus garras. Ellas parten y reparten. Atan, desatan, precipitan, jerarquizan. Con cada muerte de un jaguar, la diversidad que los exalta desaparece un poco y de un modo irremediable. Deberíamos saberlo: tras las huellas de su extinción seguirán las nuestras.

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Fotos: Olber Llanos
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