Nació con el último pujo que echó su madre en medio de la oscuridad, cuando dieron las doce de la noche en el hospital. Era el 10 de enero de 1989 y el pueblo entero se había quedado sin luz. Solo se oían los llantos de Luis Alfonso Valencia entre las luces de las velas y los pasillos de paredes amarillentas y camillas angostas del único puesto de salud del municipio de María La Baja, Bolívar, a hora y media de Cartagena.

Ahora, entre las calles polvorientas, sus vecinas y los forasteros lo escuchan en el patio de su casa en el barrio Bella Vista tocando el tambor, bajo las sombras y el fresco que traen los palos de mango y el cayo de las matas de plátano. Se escucha el repique del tambor batá, el mismo tambor hembra o alegre; resuenan las pautas y el ritmo que lleva el tambor llamador, cuando Luis Alfonso practica sus entonaciones y canta las canciones que él mismo escribe. 

Creció en el barrio Chumbún rodeado de música, de cantos y bailes que formaron su pasión por la tradiciones negras de su territorio cimarrón y que lo hicieron convertirse en gestor cultural del municipio y fundador de la Asociación Socio-Cultural Afro Tambó. Ha ganado muchos premios como tamborero: «Uf, ya no sé ni cuántos, porque han sido muchos», y ha representado la cultura afrocolombiana y los cantos de bullerengue, esa música que llamaban «bulla», pero que resonaba a voces las alegrías y tristezas, las nostalgias del destierro y la injusticia en tierra negra. Hoy lo escuchan en las tarimas de los festivales de bullerengue de Necoclí, Puerto Escondido, María La Baja, en el festival del folclor de Carmen de Bolívar y en presentaciones culturales a las que ha ido a tocar el tambor y cantar sus sentires. 

Lo escuchó por primera vez su papá, Félix Valencia Perez, quien le enseñó a los cuatro años a tocar el tambor, la tambora y los timbales. Pronto le llegaría el turno a todo el pueblo: en 1993, en la madrugada del último día del Festival de Bullerengue de María La Baja, el presentador anunció: «Mejor tamborero: Luis Alfonso Valencia», y su papá, que todavía estaba despierto cuando los gallos empezaron a recitar sus cantos, subió a la tarima a recibir el premio que su hijo de cinco años se había ganado, y que no pudo recibir porque a esa hora estaba dormido. Fue entonces cuando Luis Valencia, el Buda, como lo conocen en su municipio, se convenció a sí mismo de que sabía tocar el tambor, y hoy, a sus treinta y cinco años, no ha roto esa relación que llena su negritud y sus sentimientos más profundos. 

«Cuando toco el tambor o bailo bullerengue, yo de una vez me transporto. El sentir me viene de adentro: o me da tristeza o me da alegría; por eso, cuando escucho un tambor, escucho también un lamento», me dice al tiempo que mira el tambor hembra y el llamador que están en la esquina de la sala; del otro lado un picó con letras amarillas, negras y verdes que dicen: El Buda.

En sus inicios, al bullerengue le llamaban algarabía porque sonaba a lo que saliera. Era un cruce de voces negras, de recitales y lamentos que los africanos esclavizados cantaban en las haciendas del colonizador para aliviar el dolor; era un conjunto de voces que resonaban, más allá de la corriente, por los caminos cimarrones de trochas largas y cortas, del otro lado de la montaña en los palenques donde a la orilla del río, en el cañaduzal, de día o de noche, una voz negra descargaba su peso lleno de dolor y otra le contestaba con alegría o tristeza; era el sonido de las despedidas fúnebres, de los coqueteos y de los gozos en medio del dolor y la búsqueda por recuperar la libertad en el cimarronaje dentro de la rueda colectiva de bullerengue, que sigue resonando en los cantares de Pabla Flores, María Hidalgo, Petrona Martínez, Magdalena Moreno (cantautora afrotravesti), Esmith Rivera (persona no binaria conocida como La Poderosa) y de las maestras que ya no están de forma física, como Etelvina Maldonado, Ceferina Banquez y Eulalia Gonzales, «la Yaya».

Todas estás voces bullerengueras se cuelan en el repique del tambor del Buda y de su voz, que a más de una persona ha puesto alegre o triste. «Si tú te das cuenta, las entonaciones y voces del bullerengue sentao son de lamento, entonces el tambor hembra hace esto…», me dice al tiempo que se para de la silla, agarra el instrumento, se sienta y lo entrelaza con sus piernas. Entonces empiezan los repiques, las tonadas, el sonido seco, corto, que va subiendo en el toque seguido y precipitado que entre segundos van ejecutando sus manos. 

Mientras toca, la mirada viva de Luis Alfonso se pierde en su tambó. No deja de hablar, sube la mano, la baja, se escucha el fondeo corto. «El tambor hembra siempre se mantiene haciendo acompañamiento en este bullerengue. Los repiques son muy cortos y llevan mucha variedad cuando son muy tristes, porque muestran la fertilidad y el dolor en el vientre de las mujeres negras cuando se ponen las manos en los senos y la parte baja de su barriga»… Sigue tocando. 

Se detiene con un toque seco que da con la mano derecha. Pone el tambor hembra a su lado izquierdo y coge el llamador. Empieza a sobar el tambor y, sin apartar la vista del instrumento, me explica: «El llamador es importante. Además de ser el que inicia, lleva el tiempo y contratiempo». Empieza a tocar, y el ritmo habla. Si la persona escucha los toques, se da cuenta de que no es el desarrollo ni el final de un cantar acompañado de un baile, es solo el inicio. «En el bullerengue llevamos las palmas para acompañar el tambor y marcar los tiempos». Pero si es en una canción de chalupa, que es un bullerengue alegre, los repiques son más largos, y se diferencia con el fandango de lengua, que es más cantao, y el fandango de viento, que que va acompañado de instrumentos de pitos, clarinetes o trompetas.

Luis Alfonso se para de la silla de plástico roja, coge los dos tambores, los guarda y se hunde en sus recuerdos. Se queda ido con la mirada enterrada en el suelo enchapado por baldosas verdes con blanco. Lleva chancletas plásticas grises, un pantalón rasgado sobre sus piernas y un suéter gris de cuello redondo. Tiene sobre su cabeza una gorra beis que no le deja ver su corte de pelo, solo las patillas largas a lado y lado. De un momento a otro se quita la gorra, dejando al descubierto su cabeza sin pelo, y hace un chasquido con la boca. Me dice: «Tú no alcanzaste a conocer las fiestas de salón, donde se tocaba puro bullerengue. Es que las fiestas antes eran así, no sonaba otra música sino puro bullerengue». 

Se pone la gorra que reposaba sobre su rodilla izquierda y sigue relatando. Yo lo voy escuchando sentada en la sala de su casa en el barrio Bella Vista, en esa calle larga y polvorienta por donde pasan a las tres de la tarde en este Caribe negro y rural colombiano las pescadoras con carretillas gritando: «Pescado fresco. Llevo la peña, la currulá, el moncholo». Alguien toca la reja. Es una mujer que pregunta si hay hielo. El Buda se pone de pie, camina a la cocina, abre la nevera y carga la cubeta hasta la terraza y recibe quinientos pesos de pago.

Luis Alfonso continúa su relato desde la cocina. Me cuenta de las ollas de sancocho donde lo único que sonaba era bullerengue y de la gente de los caseríos y corregimientos que se iban uniendo a la Yaya Eulalia Gonzales, que iba de vereda en vereda cantando. En el camino recolectaban bastimento, liga, ajo, verduras, limón, ñame para el sancocho, pasaban varios días de baile y canto en los que la garganta a viva voz desplegaba el dolor y la alegría en sus letras. Noches en las que el tamborero no descansaba y solo se escuchaba el repique al lado de la olla puesta sobre el fogón de cuatro piedras. Horas en las que los tamboreros tocaban, y las mujeres y los hombres que escuchaban se iban siguiendo los andares, y tocando, tocando. 

Ahora Luis Alfonso recuerda sus voces, cuando decían: «Upajé, toca tamborero», y el sonido resonaba con más fuerza y sequedad. Pero esos tiempos se acabaron, concluye. Ahora la juventud no está conectada con nuestra identidad negra y bullerenguera. Por esa razón, desde Afro Tambó, fundada hace ocho años, quiere trabajar para que los jovenes en María La Baja se autorreconozcan desde su negritud y preserven este legado musical que hace parte de la memoria ancestral del pueblo negro. Su idea es ofrecer talleres de historia e identidad, que enseñen a las personas del territorio el significado del bullerengue.

«Yo nací rodeado de música, de tambores y de instrumentos —me dice—. Mi papá era músico, y tenía la agrupación: Inéditos María. Ahí fue donde comencé a tocar cuando tenía cuatro años». Una década después, a los quince, Luis Alfonso dejó atrás la agrupación de su padre y entró a hacer parte de Chumbum Gale Compae, después a Juventud Bullerenguera, Son de Tambó y Herederos de Bullerengue. A sus veinte ya había compuesto canciones como La rosa, Wanamile y El gallo, que cantaba en los festivales y que escribía con el sentimiento que le transmitía el bullerengue. La inspiración a veces lo visitaba en la tarima, y entonces corría al baño a garabatear los ritmos y sentires en letras. Así compuso la canción El canto del gallo, en la que dice: «Despertando yo vengo y el gallo canta en la madrugada, me voy pa’l monte corriendo para mi labor iniciar».

Así también nació la canción El canto del guacabo, que compuso en coautoría con Gregorio Pedroza, y que ganó mejor canción inédita en el Festival Nacional de Bullerengue de María La Baja en su trigésima edición en 2023.

Ya no cantes, guacabo, vete de nuestra tierra. 
Estaba yo aquí sentao cuando vino la sorpresa. 
De tanto cantá y cantá que me dió doló e cabeza. 
Ya no cantes, guacabo, vete de nuestra tierra.
Ya no cantes, guacabo, vete de nuestra tierra. 

«Después que yo tenga mi música, lo tengo todo», dice Luis y mira a la derecha, donde se encuentran los tambores, y mira a la izquierda, donde está el picó apagado que a menudo pone a resonar el barrio con los sones y ritmos del afrodance, el bullerengue, el reggae, la champeta y la salsa. Se queda de nuevo mirando el piso, alza la cabeza y sonríe, y de una vez, sin decirle, responde la pregunta que he querido hacerle…: «A mí me dicen el Buda porque una vez le estaba llorando a mi abuela que me diera el tete, yo estaba tirado en el suelo, jugando con tierra, y llegó un tío que me vio llorando y me dijo: “Mírale la cara, parece un Buda”, y desde ahí me llamaron el Buda».

Hoy, a cualquier persona que llegue a María La Baja y pregunte por el Buda, le darán razón con seguridad, pero si dicen Luis Alfonso Valencia hasta los vecinos dudarán, así lo tengan al lado. Y él lo sabe. Le gusta que lo conozcan como el Buda y su tambó, que más que un gustar, es una pasión y sentir por el bullerengue y sus raíces negras más profundas de la africanidad. Por eso, cuando canta, cierra sus ojos y la voz siempre le sale de adentro; por eso, cuando baila, su cuerpo es música que se mueve y acompaña los repiques de tambor, y por eso, cuando piensa en bullerengue, piensa en la necesidad de salvaguardarlo en la memoria colectiva del territorio, porque es nuestro legado ancestral y nuestra identidad como personas negras, y por eso lo enseña desde Afro Tambó, para que la juventud se identifique y preserve la tradición bullerenguera del «pueblo mío, pueblo amañador», dice, y sonríe.

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