Sergio Seche falleció en 1975, dos años antes que Pedro Navaja y mucho, mucho tiempo después que Camilo Manrique. No murió plantación adentro, sino en un clóset, víctima de varios disparos. El sonido de la descarga seguramente fue estridente, igual que las melodías que marcaron su vida. Ni Juanito Alimaña tuvo un final tan triste. La historia de Sergio, que a veces parece un cuento, abunda en fantasía y escasea en datos ciertos, como si fuera un mito.
En Cali, algunos testigos lo recuerdan conduciendo un lujoso automóvil, siempre acompañado de su pareja, Rosa Mélida Espinosa, una cucuteña de familia tolimense que conoció en Estados Unidos. Su relato empieza con lo que sería para muchos el primer caso de piratería en Colombia. Se trata de una seguidilla de sucesos que, al mejor estilo de Maestra vida, de Rubén Blades, relata cómo Sergio Seche, un puertoriqueño de ascendencia italojudía, se coló en la industria nacional para piratear «oficialmente» discos de vinilo y acetato. En el gremio se le conoció siempre como Useche.
En medio del apogeo que rodeaba la llegada de la salsa a Colombia, Seche, fundador y dueño del emblemático sello discográfico Discos Melser, se convirtió en un mito viviente, rodeado de historias fantasiosas que aún perduran en la memoria de muchos salseros de Cali y Bogotá. Su imagen se alejaba de la rectitud y la legalidad, y sus discos, escasos y perdidos en el tiempo, son como joyas de la melomanía, piezas por las que los coleccionistas son capaces de pagar entre cien y ciento cincuenta dólares, el equivalente a cinco o seis discos originales de la misma referencia.
Sergio Seche fue una especie de Carlito Brigante (el personaje de la película Carlito’s Way, que protagonizó Al Pacino) de la salsa. Solía frecuentar los bares de la capital, ataviado de traje y gabardina, siempre preparado para enfrentar cualquier problema y desaparecer sin dejar rastro. Se dice que abandonaba las fiestas en el mejor momento, pagando la cuenta y desvaneciéndose en el silencio. «Era una leyenda de la noche salsera bogotana», asegura la periodista Carol Ann Figueroa, quien durante mucho tiempo estuvo detrás de su pista.
Según el periodista y coleccionista caleño Benhur Lozada, a finales de los años sesenta, Seche trabajaba como bombero en una estación de gasolina en Nueva York. Allí se cruzó con Tito Ávila, un cantante colombiano que buscaba un traductor para impulsar su música. Su amistad se selló inmediatamente, pues Ávila, al notar las habilidades y la desenvoltura de Seche, le propuso explorar el incipiente mercado de la música latina en Suramérica, un universo hasta entonces desconocido para él.
En 1970, la salsa en Nueva York se hallaba en una acalorada disputa. El imperio de la Fania, liderado por Jerry Masucci y Johnny Pacheco, resonaba sin cesar en las emisoras latinas con canciones como Che che colé, Anacaona y Sonido bestial. Sin embargo, este monopolio empezaba a causar molestias. Los músicos que no formaban parte de ese sello discográfico solían ser ignorados. Esto precipitó la llegada de la salsa underground, una respuesta callejera y cruda a la música predominante de aquel momento. Orquestas modestas, desprovistas de recursos, luchaban por abrirse camino a la sombra de figuras como Ray Barretto, Willie Colón y Ricardo Ray.
Los nuevos grupos tenían un sonido áspero que emergía de las calles y hablaba de estas al tiempo que abordaba el desamor, la miseria y el destierro de los latinos que sentían la ciudad como un gigante frío y esquivo. En medio de esa oleada de bandas emergentes de las barriadas de Harlem, Bronx y Brooklyn, surgieron Tony Pabón y La Protesta, la Narváez, La Conquistadora y el pianista Markolino Dimond, acompañado por Ángel Canales. Labraban su camino desde la rebeldía de no sentirse representados por la superficialidad comercial, forjando con rudeza un producto distinto que contrastaba con la corriente comercial del momento.
Quizás ese fue el primer señuelo que llamó la atención de Seche en Suramérica. Lejos de Estados Unidos, tenía la posibilidad de ser el mensajero de un sonido que lo representaba y hablaba de su lugar de origen: Nueva York, «donde perro come perro y por un peso te matan», como canta Henry Fiol. Una ciudad implacable.
Al llegar a Colombia, Seche supo aprovechar las relaciones que Tito Ávila y otros amigos habían establecido a lo largo de su trayectoria. En poco tiempo se convirtió en una suerte de embajador de los sonidos que resonaban en las ondas radiales y carecían de una representación oficial en nuestro país. En Cali, se encontró con Lisímaco Paz, propietario de la tienda Paz Hermanos, una especie de santuario de la salsa que contaba entre sus distinguidos clientes a personalidades como Andrés Caicedo y Jairo Varela. Paz, dotado de olfato y buen gusto, tenía la habilidad de anticipar los éxitos de la salsa, que en aquel entonces emitía en su programa de radio. También mostraba un particular interés por el incipiente movimiento underground. Seche vio una oportunidad de promover esos sonidos y captar un público al cual ofrecerle discos. Era un negocio redondo para el puertorriqueño: la emisora promovía, Melser, con Seche a la cabeza, prensaba, y Paz Hermanos vendía los discos, como menciona el investigador Rafael Quintero en su libro Cali Salsa Forever.
En 1971, Seche empezó a piratear en Colombia a un puñado de desconocidos provenientes de Nueva York, que se hallaban a tres mil kilómetros. Se rumoraba que los discos se prensaban en Panamá o en un viejo sello colombiano que había quebrado. Lo que con el tiempo se convertiría en la prensadora de Melser. En un principio, se trató de un acontecimiento insignificante. A nadie en la industria parecía importarle que los diversos álbumes que Seche prensaba para su sello Melser salieran del programa radial de Paz, Salsa, ritmo y sabor. Promover la salsa, un género considerado por muchos como marginal y distante, no despertaba tampoco mayor interés en su catálogo «rebelde». Los «refritos» o recopilaciones lanzados por Discos Melser, la discográfica de Seche, estaban compuestos por una selección de artistas desconocidos en Medellín o Bogotá, donde estaban las oficinas de las grandes discográficas.
En 1972, con el fin de fortalecer sus negocios, Seche estableció su negocio y oficializó Discos Melser —por MÉLida, su esposa, y SERgio— en una oficina en el centro de Bogotá después de registrarse en Cámara de Comercio con el número de matrícula 0000028197. El documento revela que contó con la representación legal de Jesús Espinosa, su suegro. En esa época, y ya formalmente, comenzó la distribución que llenó las calles de Cali, Bogotá, Medellín y Barranquilla con sus discos: vinilos gruesos con carátulas brillantes que, según los coleccionistas, eran más baratos y tenían una calidad de sonido superior, según el periodista y escritor Mario Jursich.
No se sabe con certeza en qué momento cruzó la delgada línea de la legalidad para desafiar abiertamente a la industria y proclamarse como representante de Fania y Vaya en Colombia. A muchos les decía que, al igual que Masucci, el dueño de Fania, él también era judío y que todo estaba supuestamente acordado. Por lo demás, en Colombia la piratería de discos no se consideraba un delito, algo que Seche aprovechó para prensar estrellas de la talla de Willie Colón, Ricardo Ray, Cheo Feliciano y muchos otros del catálogo de Fania y su subsidiaria Vaya. Según cuenta el investigador Felipe Sepúlveda, existen registros discográficos del sello Melser de El Gran Combo de Puerto Rico e, incluso, se llegó a prensar una edición del himno de Panamá.
Las alarmas comenzaron a sonar en Fuentes y Phillips, las industrias discográficas que habían establecido una relación directa con Fania, no mucho después. Sus ingresos se veían afectados por un hombre desconocido en el negocio de la música, cuyo origen nadie conocía, pero que, de cualquier manera, estaba abriendo un hueco en sus bolsillos.
La confrontación con Seche resultó ser una batalla ardua y violenta. Las tácticas del puertorriqueño evocaban a los mafiosos italianos de la década de los cincuenta en Nueva York. Según el periodista musical Edgar Hozzman, que también trabajó en Phillips, quienes se atrevieron a demandar o denunciar públicamente las prácticas de Seche recibieron arreglos florales, coronas mortuorias y sufragios de funerarias, tanto en sus oficinas como en sus hogares.
Esta situación llevó a Seche a abrir una puerta más peligrosa: la piratería de baladas, un género respaldado por sellos discográficos más grandes y una industria internacional consolidada. En un arrebato de ambición, Seche copió la música de Sergio y Estíbaliz, Elio Roca y Nelson Ned, de Discos Fuentes, sello que alzó su voz enérgicamente en los medios de comunicación denunciando la afrenta. Se dice, incluso, que se atrevió a prensar discos de Julio Iglesias, un paso desmedido que para muchos marcó el inicio de su propia condena.
A medida que los discos de balada empezaban a inundar las calles de Bogotá y otras ciudades, los procesos legales se acumularon en su contra y su negocio ilícito empezó a perjudicar los intereses de poderosas disqueras. En 1973, la ley colombiana decretó la piratería musical como delito. En ese mismo año se creó Asincol, una asociación formada por las disqueras para defenderse legalmente. Poco después de su creación, Asincol denunció oficialmente a Seche. En 1974, el periódico El Tiempo informaba sobre las múltiples órdenes de captura emitidas por diversos juzgados penales y civiles en su contra. Seche, entre tanto, soñaba con adquirir una prensadora más grande y ampliar sus horizontes aplicando la misma fórmula.
No se sabe muy bien qué ocurrió después. Se cuenta que Seche se unió con un hombre conocido como el Conejo, quien tenía un extenso historial delictivo y poseía una finca en las afueras de Bogotá. Una noche en que Seche lo visitaba, las autoridades se presentaron para capturar al delincuente. En medio de la confusión, el Conejo logró escapar, dejando a Seche solo y desprotegido. Desesperado, se ocultó en un armario. Las autoridades, creyendo haber encontrado su objetivo, abrieron fuego y lo mataron.
Investigaciones posteriores, lideradas por el coleccionista Felipe Sepulveda, obsesionado con el personaje, confirman el posible final del personaje. Según los registros de seguridad social hallados en Estados Unidos, en noviembre de 1975, se informó del fallecimiento de una persona con el nombre Sergio Seche, nacido en Puerto Rico en 1930. Esta información coincidiría con la edad aproximada de Sergio en ese momento, alrededor de cuarenta y cinco años, tal como lo confirma el locutor del programa Salsa, ritmo y sabor, Edgar Arce. Curiosamente, fue en ese mismo año y mes cuando sus discos dejaron de lanzarse al mercado.
Es muy probable que canciones como El ratón, de Cheo Feliciano, o Timbalero, de Willie Colón, hayan llegado a la radio en la versión pirata de Discos Melser, impulsadas por Seche, quien durante muchos años fue recordado en varias emisoras de Bogotá. Para los disyoqueis era un hombre generoso que aparecía con un disco y un fajo de dinero para «engrasar la maquinaria» del camino del artista hacia la programación musical. Esta práctica, conocida como payola, al parecer fue importada de la radio estadounidense. Edgar Hozzman dice que Seche fue el pionero.
Quedan muchas dudas, señalan escritores y periodistas musicales como Mario Jursich y Jaime Andrés Monsalve: ¿dónde prensaba sus discos Sergio Seche?, ¿qué sellos discográficos lo respaldaron al principio sin conocer su verdadera historia?.
Hace pocos días, un coleccionista en Bogotá ofreció el disco Brujería, de Markolino Dimond, por casi setecientos mil pesos. Es un «melserazo», como lo llaman los vendedores que parecen encontrar oro en polvo cada vez que se encuentran con un disco Melser olvidado en el armario de algún melómano. Hoy, los discos de Seche se siguen promoviendo a precios desorbitados. Su historia, que no es periódico de ayer, parece la letra de una canción que sigue sonando a pesar de los años.
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