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«No le digas a nadie para evitarle un escándalo a la Iglesia»

Publicado en Denuncia, Archivo Secreto, Edición 91
«No le digas a nadie para evitarle un escándalo a la Iglesia»
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Estos son los testimonios en primera persona de un joven que fue abusado sexualmente por tres sacerdotes, y de su madre, que sospechó durante años que algo grave le había ocurrido a su hijo. Uno de los curas trató de quitarse la vida en noviembre de 2024.

I

Lo que voy a contarles es el relato de los abusos sexuales, psicológicos y sistemáticos de los que fui víctima por parte de tres sacerdotes de las Arquidiócesis de Manizales y Bogotá, y de otros miembros de la Iglesia que en nombre del secreto de confesión se hicieron cómplices y verdugos. 

Nací en el municipio de Aguadas, en Caldas, en mayo de 1994. Tengo veintinueve años. Soy médico cirujano, especialista en Gerencia de la Salud, y acabo de terminar mi residencia en Medicina Interna. Actualmente vivo en Barranquilla. Mi familia es profundamente católica. Toda celebración, alegría o dolor giran en torno a la iglesia: el nacimiento, el bautizo, el cumpleaños, el grado, la primera comunión, la enfermedad, la muerte. Criado en ese ambiente no era difícil pensar que iba a ser sacerdote. Desde niño estaba encaminado hacia ese destino: jugaba con santos y a decir misa, y los regalos que recibía no eran como los de los otros niños, sino biblias, albas1, cíngulos2.

Desde los cinco años manifesté mi deseo de ser monaguillo. Me recibieron en la parroquia de la Inmaculada Concepción, la más antigua del municipio. En ese entonces el párroco era Jairo Salazar Gómez, un sacerdote muy apreciado y respetado en la comunidad por su actividad pastoral. Por lo general, el grupo de monaguillos lo manejan vicarios parroquiales, pero en este caso Salazar se ocupaba personalmente de nosotros. Fue él quien me acogió. Así comenzó nuestra cercanía. 

El padre Jairo me convirtió en su monaguillo preferido, objeto de un particular interés y atención que llegó a generar molestias entre los compañeros. Incluso me puso un título. Todavía no entiendo a qué se refería, pero me llamaba «mi héroe», y así me saludaba. Durante ese tiempo comenzó a invitarme a viajar con él a las veredas de la parroquia y a las eucaristías; me hacía regalos, me dio la Primera Comunión y se volvió tan cercano, que fue invitado a esa celebración en mi casa. Cuando echo la vista atrás y repaso lo que ha sido mi proceso terapéutico entiendo que siempre vi en los sacerdotes a una figura paterna. Mi papá es un hombre campesino, analfabeta, una persona poco expresiva. Estuvo presente en el hogar, pero no representó una fuente de afecto porque no aprendió eso en su familia, entonces le costaba mucho mostrarse cariñoso conmigo.

Ese papel vinieron a ocuparlo los sacerdotes, Salazar primero. En él yo encontraba el amor, el respeto, la seguridad, la protección y la ayuda que un niño necesita de un papá. Cuando lo trasladaron me sentí desvalido. En esa primera etapa, al menos desde lo que recuerdo, no hubo una circunstancia clara de abuso. Eso vendría años después, y el sacerdote supo aprovechar muy bien el vínculo que se había generado entre nosotros. 

Pasó un tiempo desde la partida de Jairo Salazar —no recuerdo cuánto—, y a la parroquia de la Inmaculada Concepción llegó un nuevo vicario. Se llamaba Jorge Danilo Sánchez López y lo encargaron del grupo de monaguillos. Hay un hecho que en su momento me pasó desapercibido, pero que no es menor: la casa cural de la iglesia tiene dos pisos y un patio interior grande. La habitación que siempre ha ocupado el párroco es la que tiene balcón hacia el parque principal. En ese segundo piso se ubicaban también los dos vicarios que tenía la parroquia. Cuando Jorge Danilo llegó, pidió hospedarse en una de las habitaciones del primer piso, más descuidadas y solitarias. Nadie vivía allá, solo se utilizaban para las visitas. 

Él escogió una de las peores habitaciones y comenzó a invitar a los monaguillos. ¿Con qué pretexto? Resulta que en ese patio grande había una fuente de agua. Jorge Danilo puso allí peces y también llevó aves. Ese era el señuelo, porque cuando salíamos de las misas nos invitaba a cuidar las aves y los peces. Todo se facilitaba porque la casa cural estaba conectada con el templo a través de unos pasillos que prácticamente iban de la sacristía a las habitaciones.

Nosotros frecuentábamos esos espacios en la casa cural y su habitación, y Jorge Danilo también se fue convirtiendo en una figura tan importante para mí que en algún momento recuerdo haberlo llamado papá. Su cuarto tenía dos áreas: en la parte frontal había un escritorio con un computador y un mueble donde nos sentábamos varios monaguillos en las mañanas y en las tardes para conversar con él y compartir las golosinas que nos regalaba. Atrás estaba su cama, un clóset y el baño.

Un día pasó lo que no tenía que pasar. Jorge Danilo me invitó a la parte trasera de su habitación, me dijo que me acostara en la cama, él también se acostó, me abrazó por detrás, me dijo que me bajara los pantalones y me violentó. Pero lo más terrible vendría después, yo calculo que debía tener entre once y doce años, tengo en mi mente que ese episodio ocurrió un sábado por la tarde. Lo digo porque luego Jorge Danilo me pidió que me levantara, que debíamos irnos. 

Mientras, se escuchó el tañer de las campanas que anunciaban la misa de las seis y debía presidir el sacerdote que acababa de abusar de mí. En ese momento no comprendía lo que estaba pasando. Jorge Danilo me llevó a la eucaristía, yo era el monaguillo. Hay un rito en la misa que nunca olvido y es cuando antes de consagrar el pan y el vino se hace un lavado de manos. Cuando me acerco con la jofaina3 el padre me dice: «Écheme bastante agua, que estoy sucio con lo que usted hizo». Esa fue su frase. Y ahí nació la culpa. He cargado por años con una cruz pesada que no me correspondía. 

A partir de aquel momento algo cambió en mí y mi mamá lo notó en mi comportamiento, que comenzó a ser distinto. Por esos días yo escribí un cuento en tercera persona que narraba lo sucedido. Mi mamá lo encontró y lo leyó. Cuando me preguntó si eso me había pasado no fui capaz de decirle que sí. Lo oculté. Pero ella no dejó de sospechar y buscó la manera de limitar mis encuentros con Jorge Danilo y a presentarse en la iglesia para esperarme a la salida.

Una vez que el padre me volvió a invitar a la casa cural, mi mamá estaba afuera de la parroquia esperando, y como no salía tocó las puertas en la casa cural y no le abrieron. Gritó mi nombre y dijo que sabía que yo estaba ahí. Jorge Danilo hizo que saliera por la parte trasera, corrí y corrí y llegué antes que mi mamá. Cuando me encontró, le dije que estaba estudiando y negué que estuviera en la casa cural. 

Sus sospechas no hicieron más que aumentar y la llevaron a sacar todos mis papeles de la Inmaculada y a trasladarme a la otra parroquia del pueblo, Nuestra Señora del Rosario de Chiquinquirá, donde, debo reconocer, nunca me pasó nada y donde finalmente recibí la confirmación. A Jorge Danilo lo trasladaron luego a la parroquia María Reina, del barrio Cervantes, en Manizales. Hasta ahí llegó ese capítulo. La vergüenza, el miedo y la confusión hicieron que callara por muchísimo tiempo. Oculté lo ocurrido en lo más profundo de mi ser. Hasta que volvió a aparecer Jairo Salazar. 

A Salazar yo lo recordaba con cariño por la relación que forjamos desde mis comienzos de monaguillo, con apenas cinco o seis años de edad. En una de sus visitas a Aguadas nos volvimos a encontrar y empezamos una intensa relación telefónica con largas conversaciones hasta altas horas de la noche, en las que me decía que me quería y volvía a llamarme «mi héroe». De esa manera se fue ganando mi confianza nuevamente, por lo que un día decidí contarle lo que me había pasado con el padre Jorge Danilo. 

Pensé que quería ayudarme cuando me dijo que había que decirle al arzobispo. Yo estaba temeroso, porque los monaguillos vemos al sacerdote y al arzobispo con mucho respeto, para nosotros son una autoridad. Nos adoctrinan en la obediencia, nos inculcan que estamos debajo de la pirámide jerárquica y hay que obedecer, porque así se cumple la voluntad de Dios. 

Más o menos a finales de 2010 —para entonces yo tenía dieciséis años— coincidieron en Aguadas Jairo Salazar y monseñor Gonzalo Restrepo, en ese momento arzobispo de Manizales. Salazar me citó en la casa cural. Se hospedó en una de las habitaciones del primer piso, contigua a la que utilizaba Jorge Danilo. Allí me recibió e hizo que le practicara sexo oral. Otra vez salí de allí confundido. Desde el primer suceso había creído que afecto y abuso eran lo mismo. Que era normal que quien te daba afecto, también te abusara. 

Salimos hacia el salón parroquial, donde nos esperaba monseñor Gonzalo Restrepo. Primero habló Salazar. Me presentó y le dijo que yo tenía algo grave que contarle. Cuando nos quedamos solos, el arzobispo escuchó mi denuncia y, para mi sorpresa, me preguntó si eso también me había pasado con Salazar. Otra vez me ganaron la culpa y la vergüenza: le dije que no. Acto seguido me pidió que no le contara a nadie. Cito sus palabras textuales: «Para que le evitemos un escándalo a la Iglesia». Prometió ayudarme, pero jamás hizo nada. 

¿Por qué confié en el arzobispo que no conocía? Porque él era la máxima autoridad, le debíamos obediencia, respeto y admiración. Cuando se anunciaba su llegada nos preparaban varios días antes y era un honor para un monaguillo estar cerca de él y llevar en las manos su mitra o su báculo, el báculo que debió reconocerme, atenderme y sanarme, aunque lo que hizo fue silenciarme y mantenerme sumiso dentro del rebaño. 

Nada de lo que me había pasado hasta ese momento, sin embargo, hizo que desistiera de mi propósito de ser sacerdote. De hecho, cuando anuncié que iría al seminario hubo un conflicto muy grande en mi familia porque mi mamá me pidió que hiciera otra cosa. No lo olvido: «Te lavaron el cerebro, no te vayas», me dijo. Le contesté que no era así, que estaba consciente, que sabía lo que hacía. Como ella se oponía, hice una carta pública dirigida a los fieles de la Iglesia para pedir apoyo económico para la matrícula y para mi sostenimiento. Ante la buena acogida mi mamá cambió de idea y decidió ayudarme.

En 2011 ingresé al Seminario Mayor Arquidiocesano Nuestra Señora del Rosario para cumplir lo que yo creía era mi gran sueño. Pero otra vez Jairo Salazar volvió a cruzarse en mi camino. Un día, de paso por Villamaría, el municipio donde vivía su familia, me llamó para saludarme. Dijo que quería verme. Le propuse que me visitara en el seminario, pero me respondió que tenía la entrada prohibida porque supuestamente había rumores de que iba a buscar novio. Con los años he ido ordenando los cabos sueltos hasta darme cuenta de que sobre Salazar recaían no solo sospechas, sino varias acusaciones. Y nadie hizo nada. 

Acudí a la reunión familiar de Salazar, más que nada por un formalismo y porque no sabía decir que no. Estando ahí, entre su madre y sus hermanos, me presentó al sacerdote Julián Andrés Uribe. Después de ese encuentro Julián comenzó a llamarme con la excusa de que quería ayudarme frente a la oposición de mi familia para que me convirtiera en sacerdote. Me citó en su parroquia, el Sagrado Corazón de María, en el barrio Palermo, de Manizales. Fui con otro seminarista que me esperó afuera. Debía entregarle un libro a Julián o él debía darme algo, no lo recuerdo, el caso es que el sacerdote me besó por sorpresa. Yo hui despavorido.

Unos días después me volvió a llamar para que fuera a la parroquia. En una de las habitaciones de la casa cural abusó de mí. Yo tenía diecisiete años, él pasaba de los treinta y cinco. Otra vez, afecto y abuso como si fueran inseparables, sentimiento de culpa, manipulación, promesa de ayuda, vulnerabilidad, figura de autoridad y compromiso de obediencia absoluta por cuenta del respeto a la jerarquía. En ese contexto vivía yo, atrapado, condenado.

El colmo de la incoherencia, de la aberración, de la insensatez, ocurrió días después, cuando, no sé cómo —intuyo que por el seminarista que me acompañó a la parroquia de Julián Uribe—, llegó a oídos del arzobispo lo sucedido con este sacerdote. En realidad, no tengo claro de qué manera se enteró, pero Gonzalo Restrepo Restrepo, el mismo arzobispo que tiempo atrás me había prometido ayuda después de haber recibido la denuncia contra Jorge Danilo, el mismo que probablemente sospechaba de Salazar y que era incapaz de admitir un nuevo abuso, me echó del seminario. 

Según Restrepo, yo «me había tirado», así dijo, la vida de Julián, al que ya no iba a poder enviar a Roma, como tenía previsto. Con el peso de la culpa otra vez sobre mí, desesperado, angustiado, con ganas de morirme, me arrodillé a los pies del señor arzobispo, le pedí perdón, yo, el abusado, le dije que me dejara quedar en el seminario. No se conmovió ni un segundo. Nada se dijo de Jorge Danilo, o de Salazar. Hicieron que me largara esa misma mañana.

Ahora me he enterado de que hubo una votación para decidir mi salida del seminario. El resultado fue que «no ofrecía el perfil requerido para el sacerdocio». Me llama la atención que tres meses antes, en mi primera evaluación, el resultado fue que yo era una persona con sentido de responsabilidad, dócil y comprometida con el sacerdocio. Nada que ver con la explicación que dieron para mi salida: «no idoneidad». ¿Y los curas que me abusaron sí eran idóneos? Me pregunto. 

Con todo y las denuncias que en su momento le presenté al arzobispo Restrepo, a Jorge Danilo lo nombraron párroco de la iglesia San Antonio de Arma. La prueba de que mi denuncia nunca fue tenida en cuenta es que lo volvieron a nombrar vicario parroquial de la Inmaculada Concepción. Una vez me lo encontré en Aguadas. Me dijo: «¿Usted por qué no me volvió a hablar? Yo nunca le hice nada malo». Ahí estaba él, queriendo manipularme para que no reconociera el abuso. Al padre Julián lo vi después, trabajando en la parroquia San José de Pácora. Y en cuanto a Salazar, incardinado a Bogotá, siguió en contacto conmigo hasta no hace mucho. Me costó darme cuenta de la gran estrategia de manipulación y abuso a la cual había sido sometido.

II

A los seis años mi hijo me dijo que sentía el llamado de Dios y que quería ser monaguillo. Yo pensé que no podía estar en mejores manos. Él era un niño muy alegre, pero esa alegría se fue opacando. Menos mal que se refugió en el estudio, pero se convirtió en un muchacho bastante solitario que no nos tenía confianza ni a su papá ni a mí. Yo no sé si algún día va a recuperar esa alegría, porque siempre lo veo triste. Algunas veces me ha dicho que es de malas en el amor, que sufrió matoneo en la universidad… Del colegio no supimos, porque siempre que regresaba a la casa, se encerraba.

Apenas hace poco menos de un año fue que se destapó y nos contó lo que le había pasado. Fue el peor de los golpes. Yo ya venía sospechando algo, pero cuando trataba de hablar con él, me decía que no le tocara el tema, que estaba estudiando. Me da miedo haber cometido algún error.

Después de que nos contó estuvimos un tiempo largo en una noche eterna, horas y horas sentados en la cama llorando. Esta casa parecía un funeral. Nadie se imagina la angustia, la tristeza, las lágrimas que hemos derramado. Qué pena de mi muchacho, cómo era de feliz; y esos sacerdotes… tan queridos en este pueblo.

Cuando mi hijo tenía doce años empecé a sentir que algo maluco estaba pasando, uno como madre les lee el pensamiento, pero él todo me lo negaba. Si le comentaba a alguna de mis hermanas, me decían que estaba blasfemando, que no se podía hablar mal de un cura, que me iba a condenar. Mis sospechas se debieron a que encontré un relato que él había escrito: era la historia de un niño que quería ser monaguillo y de un sacerdote que le decía que fuera por la tarde a la iglesia, y cuando llegaba a la casa cural el sacerdote lo tiraba en la cama. Le pregunté si eso le había pasado a él, me dijo que no. 

El relato me dejó intranquila, muy preocupada, además, a mí no me gustaba ese cura, Jorge Danilo Sánchez. Imagínese, él y el padre Jairo Salazar habían ido a la primera comunión del niño, y ese señor, Danilo, hasta quería pedirme permiso para llevárselo de vacaciones. 

Algún día que sentí una corazonada me fui a la misa a buscar a mi hijo, pero no lo encontré. Llegué a la casa, me devolví, fui, toqué la puerta de la casa cural, hasta le di patadas, grité bien fuerte su nombre. Estaba desesperada. Cuando llegué a mi casa otra vez, lo encontré estudiando. A los catorce años me dijo que quería que Jorge Danilo fuera su padrino de confirmación. Por supuesto que le dije que no. Y ya estando un poco más grande, pero aun siendo niño, me di cuenta de que hablaba por celular hasta altas horas de la noche. Me puse a revisarle el teléfono y encontré un mensaje que decía: «Llegué a Bogotá y ni siquiera me has llamado». Marqué desde mi teléfono y me contestó Salazar. Ahí se me fue el mundo.

Le dije que no se fuera al seminario, que no se hiciera cura, que buscara otra cosa, es que yo seguía notando algo maluco, pero ¿cómo podía saber? Cuando llegó contando que se había salido, eso me contó, que se había salido, tal vez tendría dieciséis o diecisiete años, traté de investigar con el rector, pero no hallé nada. Yo sabía muy bien que esa versión no era cierta, era muy extraño que él hubiera decidido abandonar por decisión propia. El muchacho lloraba y lloraba, se encerraba, no comía, vivíamos con miedo, le cerrábamos la ventana, pensábamos lo peor. Lo que tenía era una tristeza profunda. 

Yo soy profesora de primaria en una vereda de Aguadas, en Caldas, y mi esposo trabaja la agricultura, él venía cada ocho días a la casa y la relación no es que fuera muy fluida con el hijo, que es el menor de dos hermanos. La mayor es una mujer de treinta y seis años. Yo voy a cumplir sesenta y cinco y aquí seguimos luchando para pagar los estudios de este muchacho que escogió Medicina cuando salió del seminario. Lo único que quiero es que salga adelante. 

Un hermano mío lo recibió en Medellín, fue él quien lo sacó de una depresión muy terrible. Allí hizo el pregrado, pero estuvo muy encerrado siempre. Yo llegaba a visitarlo y me quedaba sola en la pieza porque él no quería hacer nada. Después supe que en Medellín vivió muchas tristezas, mucha soledad, momentos en los que pensó en quitarse la vida, aunque algo lo detuvo. Si eso hubiera sido así, nunca habríamos sabido la verdad. Y en Barranquilla, donde siguió sus estudios, tenía pesadillas horribles. ¡Se levantaba gritando! 

Con la decisión de contarnos lo que pasó y de buscar justicia se armó un escándalo miedoso en la familia, una tormenta y una guerra entre los doce hermanos que somos. Nosotros venimos de un hogar católico, de mucha oración, con familiares sacerdotes. A mi sobrino, que es monseñor, intenté acercármele para contarle la historia, pero luego no le toqué el tema. 

Uno de mis hermanos decía que las denuncias no podían ser verdad, se convirtió en una especie de guardián del silencio y me dijo que me olvidara del caso, que él metía las manos en el fuego por el padre Jairo Salazar, como mucha gente en el pueblo. Eso ha generado un distanciamiento, porque él va a aparecer como testigo en contra de mi hijo. 

En la Arquidiócesis de Manizales me interrogaron, los noté muy a favor de Jorge Danilo. Sacerdotes solapados. Me dijeron que procurara que el muchacho no fuera a tomar venganza y que el caso estaba siendo analizado, que el expediente del padre Jairo ya estaba en Roma. Lo que nos tiene muy preocupados es que ese sacerdote lo denunció por calumnia. 

No podemos condenarlos a todos, pero es bueno que haya freno, que no se sigan cometiendo estas atrocidades. No sabe lo que siento cuando veo a esos niños de monaguillos…Yo todavía rezo el rosario con mi esposo todas las noches, pero cuando voy a misa me hago en la última banca, es que la oración me levanta, pero la tristeza siempre está con nosotros. 

A mi muchacho lo he visto crecer con mucho pesar, y así sigue. Es como si no hubiera superado lo que le pasó. No le conozco amigos cercanos, es tan callado, no me pregunta nada. Fíjese, hoy cumple veintinueve años y solo quiero que vuelva a ser el niño alegre que fue, como yo lo recuerdo.

III

Cuando salí del seminario todo mi mundo se destruyó, la vida se me volvió añicos y me quedé hundido, desorientado, devastado. Después de que el arzobispo Gonzalo Restrepo me echó, a la primera persona que llamé fue a Jairo Salazar. Su única preocupación era si yo le había contado algo al arzobispo. A mi familia le expliqué que había sido mi decisión abandonar la idea de ser sacerdote, me daba vergüenza confesarles lo sucedido. Solo hasta hace poco mi mamá supo la verdad. 

Continué con mi maltrecha existencia como pude y empecé a estudiar Medicina. El pregrado lo hice en Medellín, cargando con ese gran secreto que me pesaba y me pesaba. Me dediqué, entonces, a ponerme capas y más capas, a centrarme solo en el estudio y a sostener sobre mis hombros esa pesada cruz. El arzobispo ya me había dado la orden: «No le digas a nadie para evitarle un escándalo a la Iglesia». Y eso hice.

Al finalizar el pregrado hice mi año rural, trabajé como médico y después arranqué la especialización. El año pasado [2022], cuando pude bajar la actividad académica, empecé a centrarme en mí mismo e inicié un proceso psicoterapéutico porque sentía que había cosas sin resolver, dificultades que tienen que ver con abusos en otras esferas y crisis de ansiedad. Me dije: tengo que descubrir qué es lo que está pasando, necesito invertir en mi crecimiento personal y enfrentarme a mi pasado.

Con la terapia pude ver el abuso y darme cuenta del entramado, de las huellas psicológicas, del adoctrinamiento sobre la pobreza, la castidad, la jerarquía y la obediencia, que me llevaron a guardar silencio tanto tiempo. Ahora lo entiendo: ese adoctrinamiento no es más que la negación de uno mismo en todos los sentidos.

El proceso que emprendí me ayudó a romper las ideas que me habían inculcado, como que el afecto y el abuso son inseparables. Empiezo a darme cuenta de que no era crítico con lo que ordenaba la Iglesia porque había sido criado en la obediencia absoluta, no hacerlo era la excomunión.

Todas esas creencias en mi cabeza se rompieron por fin. Y pude haberme quedado tranquilo con el resultado, pero con el pasar de los meses sentí que faltaba algo. Yo necesitaba la verdad, quiero la verdad. Y empecé, desde mediados de 2022, a buscar verdad, pero también justicia. Quiero ser reparado en mi dignidad, porque fui violentado y humillado por una institución que debía protegerme. Pero sobre todo quiero que esto no se repita, porque las dinámicas y las personas siguen siendo las mismas, como lo comprobé cuando me tomaron la declaración en la arquidiócesis. La consigna es: hay que evitarle el escándalo a la Iglesia.

Entendí que tenía que dar un paso al frente porque la estructura está intacta, el adoctrinamiento sigue y el abuso de menores se ve como un pecado, entonces la Iglesia absuelve a los sacerdotes y no trata esto como lo que es: un delito.

En la Fiscalía reposan desde el año pasado las denuncias contra Jairo Salazar, Jorge Danilo Sánchez, Julián Andrés Uribe y Gonzalo Restrepo Restrepo, este último por encubridor. Lo siguiente que hice fue denunciar ante las arquidiócesis de Manizales y de Bogotá, en esta fue incardinado Jairo Salazar desde julio de 2013.

Salazar fue separado de sus actividades eclesiásticas. Según el derecho de petición que contestó la Arquidiócesis de Bogotá, en agosto de 2022 se inició una investigación por presunto abuso sexual de menor de edad. El expediente ha sido remitido al Dicasterio para la Doctrina de la Fe y en espera de iniciar un proceso penal administrativo. Antes de ser suspendido, Salazar era párroco en la Iglesia Santa María de la Esperanza.

Por lo que he podido saber, cuando Salazar salió de Aguadas fue destinado para una misión en Chile. De allí llegó con un dictamen pericial psicológico que recomendaba mantenerlo alejado de las tareas pastorales con personas. También hay un antecedente con un seminarista, ocurrido en San José del Guaviare entre 2006 y 2009. A Salazar supuestamente le llamaron la atención por ser «demasiado cariñoso con el joven».

En una ocasión un sacerdote con el que me confesé me dijo que había conocido la versión de un monaguillo que afirmaba que Salazar lo había besado en el cuello de manera inapropiada y le había dejado un moretón. Todos estos elementos los he ido sumando hasta convencerme de que mucha gente en la Iglesia sospechaba de Salazar, pero nadie hizo nada. 

Sobre Jorge Danilo Sánchez López la Arquidiócesis de Manizales asegura que se está llevando a cabo la investigación por presunto abuso sexual de menores. El expediente ya ha sido remitido a la Santa Sede. Sánchez está suspendido del ministerio sacerdotal desde el 3 de agosto de 2022. Lo último que supe de él fue que intentó suicidarse.

El Dicasterio para la Doctrina de la Fe ordenó la expulsión del sacerdocio de Julián Andrés Uribe el 21 de marzo de 2019. Según la Arquidiócesis de Manizales, antes de la denuncia que yo presenté, en julio de 2022, había otra, también por abuso sexual de menores, presentada el 2 de marzo de 2017. Es decir, después de abusarme, Julián Andrés encontró otra víctima. El padre fue expulsado de la Iglesia, pero aún no responde ante la justicia ordinaria, al menos en lo que respecta a mi caso.

El arzobispo Gonzalo Restrepo Restrepo presentó su renuncia a la Arquidiócesis de Manizales en 2020. Nadie ha actuado en contra de él a pesar de mis reclamos y de que en su momento Salazar declaró que el arzobispo sabía de la denuncia contra Jorge Danilo Sánchez. Monseñor no ha dicho por qué ocultó esa denuncia ni por qué impulsó el traslado de Salazar a pesar de las sospechas que recaían sobre él. En dos ocasiones trasladé la denuncia contra Restrepo, el principal encubridor de esta historia, al nuncio apostólico, pero sigo sin recibir respuesta. 

En este momento de mi vida ya puedo decir que estoy tranquilo, contento, fortalecido. Gozo de buena salud física y mental. En los próximos meses haré una pausa en mis actividades y me dedicaré de lleno a impulsar este caso para cerrarlo. Afortunadamente ya soy consciente del daño que me fue causado. Ya no quiero ser el héroe del padre Jairo Salazar Gómez, sino mi propio héroe. La verdad busca salida, como el agua, y ese será mi triunfo, que se sepa lo que pasó. 

Nota de la periodista 

Contacté al padre Jairo Salazar para conocer su versión, pero me remitió a la Arquidiócesis de Bogotá. En respuesta a un derecho de petición la arquidiócesis reconoció los cargos que pesan sobre Salazar, su suspensión y la investigación en curso. La Arquidiócesis de Manizales confirmó que Jorge Danilo Sánchez López está apartado desde 2022 y que está a la espera de lo que decida la Santa Sede. No fue posible contactarlo, ni tampoco al excura Julián Andrés Uribe. El nuncio apostólico no hizo ningún pronunciamiento frente a las acusaciones contra el arzobispo Gonzalo Restrepo Restrepo.

Nota de CasaMacondo

Esta denuncia señala al arzobispo emérito de Manizales, Gonzalo Restrepo Restrepo, quien protegió a los tres sacerdotes acusados de abuso sexual. Además, se le acusa de revictimizar al sobreviviente al expulsarlo del seminario tras su denuncia. A pesar de estas acusaciones, Restrepo no ha sido investigado por las autoridades civiles ni eclesiásticas y actualmente reside en el departamento de Antioquia.

Por otro lado, Jorge Danilo Sánchez está encarcelado y enfrenta un juicio penal por el abuso sexual de la víctima denunciante. Según informes de La Patria de Manizales, recientemente intentó suicidarse. Aunque la Fiscalía inicialmente quiso cerrar el caso, el Tribunal Superior de Manizales lo impidió, y el juicio continúa en los juzgados de Aguadas, Caldas.

Asimismo, el sacerdote Jairo Salazar Gómez, quien actualmente reside en la Arquidiócesis de Bogotá bajo la protección del cardenal Luis José Rueda Aparicio, aún no ha enfrentado cargos por los abusos sexuales denunciados por el autor de esta historia. De igual manera, Julián Andrés Uribe tampoco ha sido judicializado.

  1. Alba: vestidura o túnica de lienzo blanco que los sacerdotes o monaguillos se ponen para celebrar los oficios. ↩︎
  2. Cíngulo: cordón o cinta de seda o de lino, con una borla en cada extremo, que sirve para ceñirse el alba a la cintura. ↩︎
  3. Vasija en forma de taza que sirve principalmente para lavarse la cara y las manos. ↩︎

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