La Amazonía arde y el responsable es un pirómano voraz, mostrenco, mastuerzo. Habría que ser de madera para no verlo. Las espesuras que hace cincuenta años cubrían miles de hectáreas —por ejemplo en las planicies interandinas, en las riberas de los ríos Cauca y Magdalena—, ahora son montes que perduran donde nadie los alcanza, al borde de precipicios, sobre cerros apartados, en cañones distantes. Los bosques que aún nos quedan son sobrevivientes de un exterminio. Pero su pérdida, y la de los animales y las plantas que los habitaban, es solo una parte de la tragedia.

Muchos parecen no saberlo: las selvas tropicales almacenan casi quinientos mil millones de toneladas de dióxido de carbono atrapadas en los tallos de los árboles. Arrasar los bosques equivale a liberar a la atmósfera toda esa suciedad tóxica. Y sin embargo cada año se vierten hasta once mil millones de toneladas por culpa de la tala indiscriminada. ¿Cómo descifrar esas cifras para que nos digan algo? Leonardo Muñoz Bautista, abuelo sabio del resguardo indígena Jirí Jirí, me mira desconcertado, él que lo sabe casi todo sobre el relato de la vida allá, en el corazón de la Amazonía, en el límite fronterizo entre Perú y Colombia. 

No entendemos lo más importante porque se nos olvidó lo más importante, dice él mientras desenhebra listones de hoja de palma con los que, a continuación, tejerá faldas de danza para la veintena de niños que estudian allí, en la escuelita del resguardo, a orillas del río Caquetá. En estos días de finales de julio, tras la época de las lluvias, el aire está plagado de mariposas verdes, amarillas, azules, lilas. Adentro se oye a los niños repitiendo las partes del cuerpo y del salón de clase: nariz, pupitre, ojos, puerta, orejas, ventana. La profesora se llama Janeidy y les está enseñando la diferencia entre lo mío, lo tuyo y lo de todos. 

¿Cómo diferenciar lo propio y lo común en la Amazonía, abuelo?
Lo propio es lo que se puede tomar sin dañar. Lo de todos es lo que se logra conservar.

Y cuando ustedes cazan, ¿no dañan?
Solo cazamos lo que comemos. No se caza por cazar. Lo que se caza va al estómago, no se queda en los ojos. Los ojos son ambiciosos. Nosotros siempre le pedimos permiso a la madre tierra. Y solo tomamos lo que ella nos regala. Nosotros no le arrebatamos. Tenemos prohibido arrebatarle. Eso es grosería con la madre.

¿Qué son los mineros, los cocaleros, los madereros, los ganaderos que talan bosques? 
Malos hijos. Hijos odiosos de la madre que todo les da. Ellos arrebatan.

Un hijo de Leonardo acaba de llegar con un venado a cuestas. Se había ido al monte el día anterior, muy temprano en la mañana. Llegó con el animal tasajeado y en un fardo de hojas tejidas allí donde lo cazó de un escopetazo. El abuelo me contó que antes de adentrarse en el bosque, el muchacho debió ir a la maloca para orar y pedirles permiso a los espíritus. Ningún hombre de la comunidad puede cazar por su sola voluntad. Antes debe ser autorizado por el consejo de los mayores. 

¿Cómo se pide ese permiso?
Nosotros tenemos nuestras tradiciones. El pueblo Muina Murui pasa todo por la palabra. Para nosotros la palabra es lo primero. Nosotros tenemos nuestra hoja de coca y el tabaco y la palabra. Mi hijo habló con los espíritus y les explicó que necesitábamos la comida y pidió permiso. Solo se caza lo justo. Lo poco es justo. Lo mucho es injusto. Lo que se caza se come. Nada se bota. Los cuernitos del venado son para un collar. Nosotros agradecemos con la alegría. Por eso cantamos y danzamos, para agradecer.

Los niños indígenas de la escuela ya lo saben, aunque de otros modos. Conforme los bosques desaparecen, el planeta pierde su capacidad para mantener el aire respirable. Las tierras que antes fueron de los bosques —transformadas en campos de cultivo, pastizales para el ganado, explotaciones mineras y centros urbanos— se convierten en nuevos emisores de dióxido de carbono. La agricultura, la actividad que produce más deforestación tropical, deposita millones de toneladas de gases contaminantes a la atmósfera. Ahora los científicos intentan medir el efecto de la deforestación en el cambio climático. 

Sus cálculos, que algunos insisten en oír como un sermón y no como una advertencia, revelan que en treinta años las cumbres de los Andes perderán sus glaciares por el aumento de la temperatura global, cuya principal causa son los gases de efecto invernadero. Los fenómenos climáticos son ramas del mismo árbol. La extinción de los bosques también se mide por la pérdida sin remedio de sus funciones biológicas, la más conspicua: inhalar dióxido de carbono y exhalar oxígeno. Y en el caso de los bosques tropicales, algo más: su capacidad para transpirar agua y alimentar los ríos voladores, esos torrentes que recorren miles de kilómetros y llueven sobre las junglas amazónicas.

Se trata de un prodigio documentado. Los árboles de nuestras selvas sorben la humedad del suelo, la evaporan y la transpiran a la atmósfera. La cifra total resulta inimaginable: veinte mil millones de toneladas de agua dulce cada día. El secreto se esconde al reverso de las hojas y se lee como un cuento. Para que las gotas que forman las nubes puedan sostenerse en el aire hace falta una superficie que las aglutine. Los árboles de la selva también proveen esa semilla inmaterial y la brotan en forma de fragancias que se oxidan en contacto con el aire, entonces producen un aserrín que los científicos llaman sin timidez «polvo de hadas». 

¿Cómo podemos salvar la selva, detener su destrucción, abuelo? 
Hay que ser hijos. La destrucción es culpa de la ambición. Los que dañan lo hacen porque la mayoría lo permite. Hay que proteger a la madre. Correr por ella. Correr, no esperar. Hay que amar a la madre. 

¿Y cómo?
Cambiando. Hay que renunciar. 

¿Ustedes renunciaron?
Nosotros renunciamos. No fue fácil. Mire el techo de nuestra maloca. Antes era de palma. Nuestros padres y sus padres nos enseñaron que el techo de nuestra casa más importante solo podía ser de palma. Pero palmas ya no hay. De una palma podíamos sacar treinta hojas y se usaban ciento cincuenta palmas o más. Eran palmas que debían cortarse y morían. Y esos techos duraban seis años. Y otra vez más palmas. Nosotros dijimos no. Eso no puede ser. Tenemos que cambiar la tradición, aprender lo nuevo.

Lo nuevo, cuenta el abuelo mientras teje las primeras faldas de danza de los listones desenhebrados, fueron tejas de calamina, ruidosas, endebles, que resuenan bajo la lluvia y no proveen frescor en los días más calurosos del verano. Mire, dice él, ¿usted cree que así nos gusta? No, no nos gusta, responde el abuelo con mariposas revoloteándole en la cara. Pero es lo correcto, sentencia, y para decir lo siguiente detiene los dedos que tejen: las personas deben preguntarse qué harán por la madre. A todos nos toca. La madre es una. No hay otra.  

La idea de la unicidad no es retórica de los indígenas amazónicos. Los vientos alisios les dan la razón. Ellos, que empujaron las carabelas de Colón desde la Europa ya desarbolada del siglo XV hasta las junglas portentosas de las Indias, deberían convertirse en huracanes sobre los Andes. Pero la floresta amazónica los disipa. Sin importar su tamaño, pone de cabeza las corrientes y transforma su frenesí hasta hacerlas necesarias y benignas, dispersoras de semillas y de nubes. Los bosques hacen tanto que parece que lo hacen todo. Justo por eso su pérdida resulta catastrófica. La falta de agua en Bogotá es un reloj de arena, una advertencia definitiva. 

¿Cómo se dice reloj en lengua muina murui, abuelo? 
No existe esa palabra. Siempre hubo tiempo pero no relojes. Tampoco tenemos una palabra para decir avión.

¿Cómo medir el tiempo que nos queda antes de que las selvas desaparezcan?
El tiempo anda en las cosas, las plantas, los animales, las aguas. Menos árboles es menos tiempo. Menos jaguares es menos tiempo. Menos tortugas es menos tiempo. Menos ríos es menos tiempo. El tiempo se agota porque se agotan las cosas donde vive.

La metáfora que propone el abuelo sabio es luminosa. La Amazonía está sembrada de tiempo. Así que los árboles son como horas, y el follaje —los animales grandes y pequeños que hospeda— como segundos. De manera que, cuando una retroexcavadora minera asola un bosque, devasta el tiempo que atesora. ¿Cuánto nos queda? Leonardo no lo sabe. Imagina que menos que hace décadas. En cientos de lugares en el Putumayo, los antiguos bosque son una montaña de piedras lavadas que huelen a lodo y a combustible. Son tiempo dilapidado. El tamaño de lo que se pierde en la Amazonía colombiana no admite indiferencia: más de cincuenta mil hectáreas al año. 

Las raíces de ese drama son profundas y numerosas, pero uno de sus tallos más visibles es este: el valor económico de los bosques a salvo es muy pobre. La mayor parte de los beneficios que nos brindan —como la polinización, el control de la erosión o la provisión de agua limpia— tienen un valor casi nulo. Se entienden gratis. En semejantes condiciones, los bosques no pueden competir con otros usos alternativos de la tierra, como la ganadería, la agricultura o la minería, y por eso es muy difícil impedirlas, talar el lucro que proveen.

Otra de las raíces de la deforestación es la asignación incompleta de derechos a las comunidades sobre los bosques que habitan. Se han documentado tasas de deforestación hasta veinte veces mayor fuera de los territorios indígenas que dentro de ellos, es decir, las comunidades protegen lo que se les reconoce suyo. La verdad lapidaria, tan alta como un árbol de castaño, es que la riqueza forestal de la Amazonía debe blindarse con recursos y con seguridad jurídica. Lo demás es sembrar en el viento y Leonardo Muñoz Bautista, el abuelo sabio y máxima autoridad del resguardo Jirí Jirí, asiente convencido.

Esta mañana, su gesto de amor por la madre son estas faldas de danza que en un rato les regalará a los niños para enseñarles un canto que habla de sus corazones atados a las ramas del bosque, las colas de los monos, las aletas de los delfines, los estambres de las flores, las alas de las mariposas… 

***

Nota: José Alejandro Castaño escribió el libro Perú, reino de bosques para la XX Conferencia Internacional sobre Cambio Climático, celebrada en Lima, en 2014. Una parte de la extensa reportería y escritura de ese texto —editado por Etiqueta Negra— ha sido incluida en el presente relato. Acá, si lo desea, puede descargar el libro gratis.

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