En este documental, el director de cine Iván Guarnizo y su hermano buscan al guerrillero que vigiló a su madre mientras estuvo secuestrada por las FARC. Además de grabar el encuentro, ambos se plantean el reto de ver la humanidad de quien está en el lugar del victimario.
Puede resultar una perogrullada afirmar el valor social y político de un grupo grande de películas dedicadas a excavar en las huellas del largo conflicto armado colombiano. En esa indagación, hemos podido darles rostros y relatos a muchas experiencias atrapadas en la frialdad de las estadísticas o en la aplanadora de las ideologías. Este cine, mucho del cual espera turno para estrenarse, está creando un espacio afectivo nuevo, formas de comunidad que como sociedad aún no hemos alcanzado. Y una convicción: nos pasó a todos. Sí, la guerra nos pasó a todos —y nos sigue pasando—. Hay que decirlo como un mantra y al momento siguiente reconocer también la individualidad de cada relato, su acento particular.
Del otro lado, el documental de Iván Guarnizo, se arrima a uno de los flancos más dolorosos de la de por sí terrible historia de disolución social que hemos vivido: el secuestro. El director es hijo de Beatriz, secuestrada por las FARC en Guainía entre 2003 y 2004. Eran, para quienes no lo recuerdan, los años del proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y en los que el reclamo de un acuerdo humanitario, que permitiera darle algún tipo de solución a la catástrofe del secuestro, se enfrentaba a una doctrina oficial que negaba el conflicto armado, con el fin de que la guerra y su encadenamiento de causas y consecuencias históricas quedara reducida a la aleatoriedad del terrorismo.
Supongo —bueno, eso es lo que muestra el documental— que el trauma de ese acontecimiento, que Iván vivió como hijo, pudo buscar el camino hacia volverse una narración como resultado lateral de otro proceso de paz: el acuerdo del Gobierno Santos con las FARC. Con la guerrilla ya desmovilizada, y tras la muerte de su madre —lo que ocurrió pocos años después de su liberación—, Iván pudo reparar en «el daño hecho y los tesoros que se han conservado», tal como se lee, al comienzo del documental, en una cita de un poema de Adrienne Rich.
El daño es innegable y el documental lo expone, sin cargar demasiado las tintas al respecto. Su evidencia surge de manera natural en las conversaciones familiares. Pero en este mismo espacio íntimo queda claro que la familia Guarnizo logró no ser deshumanizada por lo que le pasó. Lo monstruoso del secuestro no la desfiguró. No puedo imaginar un tesoro más grande que ese. Gracias a esa entereza, Iván y su hermano reúnen la fuerza para emprender un viaje de búsqueda y reconocimiento de Güérima, el guerrillero que vigiló a su madre, y quien aparece con frecuencia en el diario que ella escribió en cautiverio, otro tesoro cuyo valor sus hijos solo iban a entender más adelante.
La sola descripción da una idea de cuán vulnerable o riesgosa era la apuesta de los Guarnizo. Cómo acercarse a ese hombre, a Güérima, para sacarlo de su condición de verdugo y mirar en él la humanidad que las FARC también quisieron quitarle, sin que tampoco lo hayan conseguido. Del otro lado hace equilibrismo entre la necesaria cercanía y la prudente distancia, y creo que consigue salir victorioso en su desafío de no manipular emocionalmente, pero al mismo tiempo ir al centro de la herida, sus secuelas y su posible cura, atada esta última al proceso y la existencia del documental.
Antes hablé del nuevo espacio afectivo que estas películas están creando. También es un espacio narrativo que empieza a hacer reconocibles estructuras retóricas como la búsqueda o el claroscuro moral. Del otro lado es un documental que adquiere la forma de una road movie, pero también —como muchos otros trabajos recientes que exploran la porosidad de la memoria— de una pesquisa detectivesca. El cine de detectives nos educó en la aceptación de la ambigüedad ética, nos enseñó que el mundo de las motivaciones humanas es más complejo de lo que quisiéramos aceptar, que no hay buenos y malos rotundos sino zonas intermedias y posiciones inciertas en el entramado de los hechos.
Hay una imagen recurrente en este documental. Una luz de linterna, como esas que se usan para orientarse en lo tupido u oscuro de un bosque —o de una selva— que ilumina fragmentos de la imagen. Es imposible pues arrojar una luz completa o definitiva sobre las personas y sus acciones. Hay que aceptar los silencios, las sombras, los cortes (como aquel que un personaje, a punto de ser sobrepasado por su propia emoción, le pide al director), el fundido a negro que dará pie a la siguiente imagen. Y así mismo es este cine que se está haciendo con tanta urgencia (aunque los procesos de su emergencia y visibilidad sean largos): es necesario, vital, si queremos pasar a la siguiente imagen que tendremos de nosotros. Sí, inevitablemente en plural.
Puedes ver Del otro lado en RTVCPlay: https://rtvcplay.co/peliculas-documentales/del-otro-lado
*Una primera edición de esta reseña apareció inicialmente en Diario Criterio, un medio de comunicación colombiano que dejó de ofrecer contenidos en 2023.
También te puede interesar: Alis: ¿laboratorio para otra mirada social?
CasaMacondo es un medio de comunicación colombiano que narra la diversidad de territorios y personas que conforman este país. Tenemos una oferta de contenidos abierta y gratuita que incluye relatos sobre política, derechos humanos, arte, cultura y riqueza biológica. Para mantener nuestra independencia recurrimos a la generosidad de lectores como tú. Si te gusta el trabajo que hacemos y quieres apoyar un periodismo hecho con cuidado y sin afán, haz clic aquí. ¡Gracias!