La cadena de gimnasios le negó el ingreso a un hombre invidente que había ido acompañado de su perro lazarillo. Un año después, la Corte Constitucional intervino y tomó una decisión que muy pocos esperaban.
Uno de los primeros registros que se tienen de una persona invidente acompañada de un perro lazarillo apareció en Pompeya, por allá en el año 79 después de Cristo. En el fresco se ve al can con la mirada atenta para que su amo, tal vez, no tropiece con una piedra, no se estrelle contra un muro o no se vaya por un precipicio. La sugerencia de la imagen es simple: un perro lazarillo, además de ser compañía, es una ayuda.
Sin embargo, todo indica que en una de las sedes de la cadena de gimnasios Smart Fit, sus empleados no lo vieron de esa manera.
Néstor Leyva Farfán padece de ceguera total. Desde hace ocho años, por recomendación médica, le sugirieron que, junto al bastón guía, debía andar con un lazarillo. En la antigüedad, quienes tenían cierta comodidad y poder, echaban mano de los niños —nos lo recuerda la novela La vida de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades—, pero eso eran otras épocas. Lo más sensato hoy es acudir a las fieles maneras e inteligencia de los perros. Así lo hizo Leyva Farfán.
Es probable que el lazarillo de Leyva Farfán lo acompañara al levantarse, en el baño al ducharse, al pie de la mesa al desayunar, en el trabajo, en las noches frías y también en las templadas. No era una excentricidad suya, entonces, que lo quisiera llevar a sus prácticas de ejercicio.
Así lo hizo el 3 de abril de 2024, tras inscribirse en el gimnasio Smart Fit del centro comercial Unicentro de Occidente. A pesar de su ceguera, el hombre pudo realizar su primera rutina de ejercicios sin inconveniente alguno.
Pero en la tarde recibió un correo en el que se le negaba el ingreso con el perro. El argumento: «preservar su integridad y la de los demás». La compañía de gimnasios no se detuvo ahí. Si Leyva Farfán quería volver, debía contratar los servicios de un entrenador personalizado, o ir acompañado de un adulto y pagar la tarifa mensual de su acompañante. A ello le sumaron otro argumento: el gimnasio «no está diseñado para animales» y tampoco se acepta el ingreso de ninguna mascota.
Leyva Farfán, con razón, se sintió atropellado. Un mes después interpuso una tutela alegando la vulneración de los derechos fundamentales a la igualdad y al deporte. Este ciego no iba al gimnasio a hacerse selfies con su perro, ni siquiera a hacer amigos; iba a ejercitar el resto de su cuerpo.
El caso llegó al Juzgado 36 Civil Municipal de Bogotá. Allí el juez argumentó que no había una evidencia real de un trato desigual porque, de hecho, no se había probado que otro afiliado con «discapacidad visual» hubiera sido admitido anteriormente. Además, se argumentó que el caso podía resolverse por vía civil ordinaria, de manera que se le negó el amparo.
Ante una justicia ciega a su reclamo, Leyva Farfán impugnó. Su caso estaba más allá de un tema contractual: aquellas vulneraciones caminaban por la orilla de lo legal en tanto que su dignidad estaba siendo menoscabada. Por suerte otro lazarillo salió a su paso: la Corte Constitucional decidió revisar el caso.
La justicia, entonces, pareció ser imparcial. En el estudio, la Corte encontró lo evidente: los gimnasios, en su mayoría, carecen de señalizaciones en braille, entrenadores capacitados, demarcación de zonas y elementos auditivos. En lo fáctico, para la Corte, los ciegos sí pueden entrenar, ejercitarse en un lugar de estos sin necesidad de depender de otros y de gastar más dinero.
La Corte Constitucional, en la Sentencia T-006/25, reconoció la discriminación. Ordenó a la cadena de gimnasios Smart Fit reformar su reglamento para permitir el ingreso de perros guía, adecuar las instalaciones, capacitar a su personal, garantizar el acompañamiento en máquinas sin señalización, promover una cultura de inclusión, firmar un nuevo contrato con Leyva Farfán y, ante el agravio, ofrecer unas disculpas públicas al afectado.
Esta sentencia coincide un poco con el fondo de la novela sobre el Lazarillo de Tormes: las sociedades casi siempre son injustas, sobre todo cuando no se ve más allá de sus propias narices.
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