Esta es la primera entrega de ‘El precio de la alegría’, un especial de Cerosetenta, CasaMacondo y Revista Gaceta que explora los impactos de la megaindustria de conciertos en Bogotá.
En el comedor de su casa, en el barrio Salitre El Greco, Nancy Vargas apoya la mejilla en el puño de la mano con una quietud resignada. Afuera, a 170 metros de su casa, en el centro de eventos Vive Claro, treinta mil personas corean himnos del rock de la década del 2000. Adentro, rodeada de su familia, ella escucha.
Viste una piyama de cuerpo entero, una levantadora y un gorro de lana, pero no va a la cama porque siente que la voz rasgada de Emily Armstrong, la vocalista de Linkin Park, cimbronea su pecho como un zarpazo eléctrico. El sonómetro marca 78 decibeles, cuando la norma solo permite 45 en zonas residenciales. Son las 10:30 de la noche y, para esta odontóloga de 66 años con cáncer de ovario avanzado, el día aún no termina. Luego vendrán las oleadas de asistentes al concierto buscando salida por su cuadra, los motores encendidos de los carros que esperan pasajeros y las voces de quienes se quedan en el parque del barrio.
Sus desvelos comenzaron el 27 de julio de este año, cuando se inauguró el Vive Claro, un escenario modular con capacidad para cuarenta mil personas construido sobre la avenida La Esmeralda, entre la calle 26 y el Parque Simón Bolívar, y financiado por la empresa de telecomunicaciones Claro y la promotora de conciertos Ocesa Colombia. El terreno, de 24 hectáreas, pertenece a la Beneficencia de Cundinamarca, una entidad pública adscrita a la Gobernación que gestiona proyectos para la asistencia de poblaciones vulnerables. Tras décadas sin uso definido, el predio fue arrendado en noviembre de 2023 a Ocesa por un período de cinco años, con autorización para realizar espectáculos masivos.
Ese permiso fue el que dio origen al Vive Claro, uno de los recintos de espectáculos más grandes del país. Desde su apertura, el llamado distrito cultural transformó la rutina del barrio: trajo consigo noches de estruendo, desvíos de tráfico y una tensa convivencia que ha fisurado el tejido comunal. Mientras algunos residentes mantienen cercanía con Ocesa, otros rechazan cualquier vínculo con la promotora. Hoy el barrio se divide entre quienes aceptan la boletería gratuita para los conciertos en el Vive Claro y vecinos, como Nancy, que están emprendiendo acciones populares para que su barrio recupere la calma habitual.
Ríos de gente deambulan por el barrio
El día de la inauguración del Vive Claro, cientos de desconocidos que iban al concierto de Paola Jara y Jessi Uribe pasaron por la cuadra del edificio de Nancy. Orinaron en las zonas verdes, parquearon frente a su edificio, dejaron tiradas botellas de licor. Desde entonces, Nancy dejó de frecuentar el parque del barrio los fines de semana. Antes caminaba descalza por la hierba fresca, se sentaba al sol, abrazaba árboles, meditaba. Ahora prefiere encerrarse a tejer crochet. La rutina que la ayudaba a recuperarse se trastocó.
«Venía con una línea de quimioterapia que ya no me está sirviendo», dice sentada en la sala del apartamento donde ha vivido cincuenta años. «La próxima semana empiezo la última opción. Si el nuevo químico no funciona, me mandan para la casa a que me consientan y a que haga lo que nunca hice».
El 27 de septiembre, la presencia de la multitud se sintió con especial intensidad en el barrio. Era el día del concierto de Kendrick Lamar, el tercer evento programado en el Vive Claro tras los de Paola Jara y Green Day, organizado por las productoras Páramo Presenta y Ocesa, la filial mexicana por medio de la que Live Nation, la mayor promotora de conciertos del mundo, obtuvo el 51% de Páramo. Desde la mañana, cientos de personas caminaban por las calles y conversaban en los andenes, esperando conseguir un buen puesto para ver al rapero californiano. Las puertas debían abrir a las cuatro de la tarde, pero pasaban las horas y el público seguía deambulando por el barrio. Nancy miraba desde su ventana cómo las filas se estiraban y el cotilleo crecía hasta el anochecer. Como el Vive Claro no permitía el ingreso de los asistentes, las cuadras de Salitre El Greco se volvieron una sala de espera.
De acuerdo con el horario previsto, Kendrick Lamar debía empezar su presentación a las 9:00 de la noche, pero a las 8:20, con miles de personas aún sin poder ingresar, los ánimos se caldearon. Fue entonces cuando un hombre del equipo de logística salió con un megáfono e informó que el concierto se había cancelado por «problemas técnicos de producción». Solo una pequeña fracción del público alcanzó a escuchar el anuncio. No hubo voceros visibles de Ocesa ni de Páramo para ofrecer explicaciones en terreno. Minutos después, el ESMAD dispersó a los asistentes inconformes. Solo a las 9:13 Páramo emitió un comunicado en Instagram: «Lamentamos informar que, debido a dificultades logísticas del promotor y del recinto, la presentación del Grand National Tour ha sido pospuesta».
Para Nancy y algunos vecinos, aquella noche no fue la anécdota de un concierto fallido: fue la confirmación de que la vida del barrio había cambiado. No estaban acostumbrados a ver escuadrones policiales patrullando sus calles ni fans embravecidos.
Boletas para apaciguar al barrio
Casi un mes después, el 25 de octubre, cuando tocó Linkin Park, los residentes sabían que sería una noche de malestar. Pero algo les rebasó el límite de la paciencia. Cinco horas antes de que los californianos aparecieran en la tarima, algunos vecinos notaron que habían instalado cuatro baños portátiles en las esquinas del parque principal. «¡Esto no es un orinal para cuarenta mil personas!», protestó furioso un hombre. En medio de la lluvia, dos residentes, ambos de unos sesenta años, caminaron raudos y los tumbaron uno a uno. Una joven de logística los cuestionó. Ellos, que minutos antes habían estado hablando con amabilidad, manotearon, gritaron, increparon. «¡Lárguense de aquí! ¡Estamos mamados!».
Esa tarde, frente al parque, un vecino detuvo a Jorge Humberto Vargas, presidente de la Junta de Acción Comunal de Salitre El Greco, para pedirle explicaciones por los baños portátiles. Vargas lo escuchó unos segundos, alzó las manos y se marchó sin responder. Ocesa, por su lado, afirmó que el Vive Claro no «ha instalado ningún baño portátil en zonas externas al recinto».
Por norma, la Junta de Acción Comunal debe ser el puente entre la comunidad y los actores externos. Pero muchos vecinos sienten que ese puente colapsó desde hace años. Vargas, arquitecto con formación en derecho urbanístico y exedil de Teusaquillo, llegó a la presidencia alzando como bandera política la atención integral para adultos mayores. Sin embargo, según varios testimonios de habitantes del barrio, en los últimos meses él ha respaldado las decisiones operativas del Vive Claro sin someterlas a debate público, ni convocar a las asambleas ordinarias que exige la ley comunal. Lo contactamos para escuchar su posición al respecto y prefirió no responder.
Para muchos vecinos, un gesto terminó de marcar la distancia entre el presidente de la junta y el barrio: Jorge Humberto Vargas ha sido visto repartiendo boletas de cortesía para los espectáculos del Vive Claro. Según múltiples residentes, las entradas —entregadas por Ocesa— se regalan en el salón comunal, en porterías de conjuntos residenciales y directamente en la calle. En una grabación en poder de esta investigación, se escucha a Vargas ofreciendo boletas para un evento. También tuvimos acceso a unas fotos de la fiesta de Halloween organizada por la Junta, en las que un grupo de personas hace fila para recibir entradas para el concierto de Shakira, programado al día siguiente. Meses antes, en la inauguración del recinto, la orquesta del barrio llamada Greco Latino, que Vargas ayudó a fundar, fue la telonera del concierto de Paola Jara y Jessi Uribe.
«Repartir boletas es una forma de silenciar a la gente, de acallar su conciencia», dice Roxana Sarmiento, una contadora de 39 años que ha liderado las causas de los vecinos inconformes. «Pero muchos no nos hemos vendido. La Junta de Acción Comunal no es la comunidad: apenas representa al 10% del barrio, con 278 afiliados entre más de 3.000 residentes que tiene El Greco. El 28 de octubre dimos el primer paso jurídico para remover al presidente y a toda la mesa directiva».
Con el propósito de esclarecer el vínculo entre Ocesa y Jorge Humberto Vargas, le preguntamos a la promotora qué permisos ha gestionado el presidente de la JAC en nombre del barrio, cuál ha sido el objetivo de la entrega de boletas de cortesía y qué saben del amplio grupo de vecinos que no se siente representado por la Junta actual. Ocesa optó por no responder ninguna de estas preguntas.
En su lugar, nos envió un comunicado en el que afirma: «Vive Claro mantiene una comunicación constante con los presidentes de la Junta de Acción Comunal de los tres barrios vecinos (Salitre El Greco, Quirinal y La Esmeralda), quienes son los representantes autorizados de la comunidad. Este canal oficial nos permite mantener un diálogo activo y ordenado con los residentes […]. Cada acción que se adelanta busca fortalecer el tejido social».
Pero ese día del concierto de Linkin Park no se fortaleció el tejido social de Salitre El Greco.
Adentro del Vive Claro, la sensación predominante fue la euforia. Los cantantes de la banda californiana bajaban de la tarima para estrechar las manos de sus fans. Lucían ponchos tricolores lanzados desde el público y las luces láser iluminaban una nave central oscura, donde miles de cuerpos saltaban y se arrojaban al delirio. En las redes se habló de una comunión perfecta, de uno de los mejores conciertos de rock del año en Bogotá.
Mientras tanto, a menos de 50 metros, los vecinos patrullaban las calles en busca de evidencias: manoteaban documentos para reclamarle al personal de logística por los cierres viales no acordados y alzaban los celulares para registrar los decibeles disparados. Aunque Ocesa nos aseguró que esa noche el sonido se mantuvo dentro de los estándares de la Organización Mundial de la Salud (OMS), en campo pudimos corroborar que en la carrera 66A, calle principal de Salitre El Greco, alcanzó los 85 decibeles, casi el doble de lo que se recomienda para zonas residenciales. Según este organismo, la exposición continua a este nivel de decibeles puede provocar daño auditivo.
Dos realidades coexistieron en esa noche lluviosa: la del espectáculo que prometía unión y la del vecindario que pagó el precio de esa promesa. Una parte de Bogotá está celebrando sin medir el eco de su propia alegría.
La ansiedad del ruido
Salitre El Greco se consolidó en los años noventa como parte del proyecto urbano de Ciudad Salitre. Es un sector residencial de casas amplias, parques bien cuidados y calles arborizadas, habitado en su mayoría por adultos mayores que heredaron las viviendas de sus padres. Hay jardines infantiles, hogares geriátricos, perros con sus dueños paseando lento. Hoy, ese ritmo contemplativo se ve perturbado en una ciudad que cada vez guarda menos silencio. Según un estudio reciente de la Universidad Nacional de Colombia, Bogotá suena como una discoteca encendida a toda hora: el ochenta por ciento de la capital sobrepasa los decibeles recomendados por la OMS.
Por su parte, la Secretaría Distrital de Ambiente asegura que ha realizado mediciones y monitoreos en cada uno de los conciertos realizados en el Vive Claro para calcular su impacto acústico. Sin embargo, pese a que ya había redactado informes técnicos, la entidad no accedió a compartirlos con nosotros. «Las mediciones tienen que cumplir unos tiempos, protocolos y evaluaciones técnicas para llegar a obtener unos resultados», explicó un funcionario. Aun así, la Secretaría reconoció que los conciertos del Vive Claro han transformado el paisaje sonoro de los barrios vecinos, al punto de convertirse —en sus propias palabras— en un «reto de ciudad».
Mientras Bogotá debatía polémicas relacionadas con el Vive Claro, como la cancelación del concierto de Kendrick Lamar, Nancy sentía que, con cada evento que se realizaba, la ansiedad se alojaba en su psique. Octubre trajo conciertos cada ocho días en dicho recinto —Guns N’ Roses, Imagine Dragons y Linkin Park— y, con ellos, síntomas nuevos: taquicardias, temblores y ataques de pánico. El eco del sistema de sonido se filtró por las paredes como un huésped intrusivo. En ese mes, fue internada tres veces en el Hospital San Ignacio. Algunos fines de semana huía a la casa de una tía, en otro barrio, en busca de unas horas de sueño. Había aprendido a domar el estrés con ejercicios de respiración consciente y meditación, pero volvió a las pastillas.
Para algunos, el Vive Claro es el recinto de grandes conciertos que Bogotá necesitaba. Para otros, como Nancy, es una forma del despojo.
«No pido medidas de mitigación. Pido que los organizadores busquen un lugar adecuado para hacer grandes conciertos. Que no esté encima de un barrio de vocación contemplativa. Ha sido una lucha de David contra Goliat: protestar ante alguien que no escucha», dice Nancy.
La Secretaría de Movilidad también ha estado al tanto del malestar de la comunidad, provocado por los cierres viales y las noches sin descanso cuando hay conciertos. En un oficio publicado cuatro días antes del concierto de Linkin Park, la entidad reconoció que los flujos de asistentes debían dirigirse por las avenidas principales —la calle 26 y la avenida carrera 68— para evitar que la multitud invada las calles residenciales de Salitre El Greco. Era, en apariencia, una señal de escucha institucional, un intento de ajustar el rumbo después de la caótica evacuación que hubo en conciertos anteriores.
Pero el 25 de octubre, durante el show de Linkin Park, lo previsto en el papel no se cumplió: aunque el Plan de Manejo de Tránsito estipulaba que la evacuación se haría por la carrera 66A, la vía que conecta la calle 53 con la 26, y solo autorizó cerrar la calzada oriental, toda la vía fue bloqueada por la misma logística del evento. Desde su ventana, Nancy vio cómo el flujo humano se desviaba hacia las calles internas del barrio para poder salir. Voces eufóricas, risas, movimiento a la medianoche. Su hermana Ingrid, la mujer que la acompaña a las quimios y quien le recuerda que respire profundo cuando el pecho se le cierra, y su sobrino Nicolás, el que le consiguió unos tapones para los oídos, salieron a revirar por ella. Pusieron señalizadores naranjas e intentaron cerrar la cuadra, pero la marea los sobrepasó.
Por una capital latinoamericana del espectáculo
«Con el riesgo de parecer exagerada, somos la industria que más felicidad le lleva a la gente», dijo la CEO de Ocesa, Luz Ángela Castro, en una entrevista reciente. La frase condensa una aspiración: convertir la felicidad en infraestructura, en confort urbano. Su promesa es atractiva y ambiciosa: modernizar escenarios hasta encumbrar a Colombia, sobre todo a Bogotá, en el podio regional del entretenimiento, a la altura de Brasil, Argentina o Chile, y jalonar el crecimiento económico del país desde la industria cultural.
Esa alegría planificada responde a una pulsión contemporánea: la de convertir la intensidad en redención, la experiencia multisensorial en recuerdo memorable. Durante unas horas, el desorden urbano se disuelve en un espectáculo sincronizado de luces, frecuencias y cuerpos. En el caso del Vive Claro, la apuesta viene potenciada con graderías ajustables para cualquier tipo de evento, 12.000 metros de fibra óptica y un sistema de sonido de última generación.
«Bogotá necesitaba un recinto moderno, seguro y sostenible que estuviera a la altura del crecimiento artístico del país», nos respondió Ocesa. «Durante años, la ciudad soñó con un espacio al aire libre pensado y hecho para conciertos, que integrara gran capacidad, gestión ambiental y tecnología de vanguardia. Hoy, Vive Claro hace realidad esa visión».
Esa necesidad responde a la creciente realización de conciertos en la capital, un auge inédito comandado por productoras como Páramo Presenta, la misma Ocesa, Move Concerts o Breakfast Live. Según cifras del DANE, en 2024 el sector cultural y creativo generó un valor de 20,8 billones de pesos y presentó un aumentó del 8,6% frente a 2023, lo que significó 235.313 empleos. Ese monto representa el 4,8% del PIB de la ciudad y concentra el 61,1% de la economía cultural y creativa a nivel nacional. Por dar un ejemplo, la última edición del Festival Estéreo Picnic, el evento musical privado más grande del país, generó una inyección económica en Bogotá de 150.000 millones de pesos, según datos de la Alcaldía.
Parte de este auge está relacionado con la adecuación o la creación de nuevos recintos, como el Movistar Arena, el Coliseo MedPlus y, más recientemente, el Vive Claro, que tiene un aforo mayor al del Estadio El Campín. Al preguntarles por el balance de estos tres meses y medio de operación del recinto, Ocesa lo calificó como «muy positivo». Cada evento, asegura la promotora, deja tras de sí un impacto que trasciende la euforia: genera ingresos por más de 2.300 millones de pesos en impuestos, unos 7.000 millones en impacto turístico y alrededor de 4.800 empleos. Solo el espectáculo de Shakira, realizado el primero de noviembre, representó un beneficio total estimado de 66.000 millones de pesos, distribuidos entre transporte, alojamiento, alimentación y consumo general de los asistentes.
«Estos resultados evidencian cómo Vive Claro no solo impulsa el entretenimiento, sino que se consolida como un actor clave en la economía urbana y el turismo cultural de Bogotá», concluye Ocesa.
Pero toda apuesta de desarrollo tiene riesgos. Bajo el esquema actual, con decibeles que casi duplican los permitidos por la ley y una logística de evacuación que genera alteraciones de movilidad y que extiende el bullicio hasta pasada la medianoche, la alegría que promueve este espacio de conciertos está llevando al deterioro gradual del bienestar, la habitabilidad y la salud mental del barrio Salitre El Greco.
Mientras tanto, Nancy se enfoca en guardar parte de su energía diezmada para defender su barrio. Aunque la quimio la obliga a evitar multitudes, ha estado presente desde el comienzo de los plantones. En julio de 2025 protestó para defender la vocación ambiental del terreno donde hoy se alza el escenario y donde antes iba a ver búhos y ardillas. Asistió a las primeras asambleas vecinales, siempre con gorro, tapabocas y una silla para descansar. Ayudó a cerrar simbólicamente la calle 26 con carteles hechos a mano. Nadie se lo contó. Nancy lo ha vivido, tramo a tramo, al tiempo que crecía el espíritu combativo de un barrio que no se ha destacado precisamente por su compromiso político.
Ese día de Linkin Park, como tantos otros durante los últimos meses, Nancy seguía dando vueltas en la cama a las tres de la mañana. Las máquinas de reparcheo del Distrito trabajaban sobre la calle 53, añadiendo un nuevo ruido a la madrugada. Cuando cesó el golpe del pavimento, Nancy no se durmió. Cerró los ojos pensando en cómo ella, su familia y los cientos de vecinos insatisfechos iban a rehacer la armonía del lugar donde se hicieron viejos.