El pasado martes, el mayor general (r) Henry William Torres Escalante aceptó, por fin, lo que por más de quince años trató de ocultar. Lo hizo en una audiencia de reconocimiento ante los magistrados de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP). Torres Escalante fue comandante de la XVI Brigada del Ejército en Casanare entre diciembre de 2005 y junio de 2007. La JEP le imputó a él, y a veintiún militares más, cargos por crímenes de guerra y de lesa humanidad en el caso de las ejecuciones extrajudiciales conocidas como «falsos positivos». En la audiencia, que se llevó a cabo en Yopal, estaban algunos familiares de las personas que el general y sus hombres asesinaron y presentaron después como bajas en combate. Entre los asistentes se escuchó el testimonio de Johana Torres, hija de Daniel y hermana de Roque Torres, ajusticiados en 2007. Por considerarla de interés público, CasaMacondo reproduce esta historia, escrita en 2022, en la que se reconstruye el asesinato de la familia Torres. 

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Una orden

El alto mando militar ya había dado la orden. Sus soldados tenían que matar a los campesinos Daniel Torres y a su hijo Roque Torres. Si su esposa y su hija se interponían, también había que reventarlas a balazos. Más tarde los debían hacer pasar como guerrilleros abatidos en combate. Después llegarían los permisos, las medallas, los premios, las recompensas, las felicitaciones, las menciones de honor. Quizá la satisfacción. Quizá la culpa eterna.

El grupo especial Delta Seis, inscrito a la Brigada XVI, arribó a esa casa de adobe y barro de la familia Torres, ubicada en la vereda El Triunfo, en Aguazul (Casanare). Iban armados con fusiles, granadas, pistolas, miras telescópicas, chalecos, binoculares y aquella orden perentoria de matar. Parecía que iban a combatir a todo un frente guerrillero. Los militares sabían que no. Aún así llegaron de manera sigilosa en la madrugada del 16 de marzo de 2007.

El teniente Marco Fabián García Céspedes hizo dividir al convoy en dos grupos. Cuatro soldados se quedaron en la retaguardia y los otros cuatro, «los punteros», como les llaman en el ejército, rodearon la casa. Roque es un nombre que suena a hombre adulto, pero el Roque que los sintió llegar iba a cumplir diecisiete años. A la puerta se acercaron el teniente García y el soldado Julio César Arteaga Vásquez. Ante la petición de que abrieran, Daniel Torres, el patriarca de ese hogar, les dijo que para poder entrar tenían que matarlo. El teniente García, con voz gélida y lenta, lentísima, lanzó una respuesta premonitoria:

—Es que lo vamos a matar, no se preocupe… lo vamos a matar.

Gritos de miedo salían de la casa y gritos del supuesto honor que brindan las armas se escupían desde afuera. Es probable que las dos mujeres hayan convencido a Daniel y a Roque de abrir la puerta antes de que se las tumbaran a patadas, antes de que se las demolieran a tiros, y también de que Torres la abriera con la tranquilidad del que nada debe.

Los soldados Arteaga y Herrera comenzaron a tirar por los aires camisas, camisetas, pantalones, faldas, calzones, calzoncillos, medias. Buscaban lo que sabían que no iban a encontrar. Entonces Daniel le solicitó al teniente García que respetara sus derechos porque, tiempo atrás, había asistido a un curso dictado por una oenegé en el que le enseñaron que sin un documento judicial nadie podía entrar a esculcarle su casa y ponerla patas arriba.

Al verse con las manos vacías, el teniente García empuñó el fusil y sacó a Daniel de su casa empujándolo con el cañón del arma. Lo mismo hizo el soldado Arteaga con un Roque enmudecido por la humillación, por la impotencia. Con el corazón aleteándole como un alcaraván dentro del pecho, Ángela abrazó a su hija, rogándole a su Dios que aquellos hombres no fueran a obedecer la orden.

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Una valentía

Roque Torres denunció lo que muy pocos se atrevieron a hacer. Ocurrió dos años antes, el 10 de octubre de 2005. Tenía quince años pero la valentía de un hombre de noventa. Acudió como testigo ante Óscar Guerra, juez de instrucción penal militar en la Brigada XVI, para declarar que el campesino Hugo Araque no había sido abatido en combate, sino que soldados de esa brigada primero lo habían retenido, después lo habían golpeado y, más tarde, lo mataron para presentarlo como guerrillero. «Si me pasa algo, al único que le hecho la culpa es al Ejercito, porque de pronto quieren vengarse, porque yo declaré la verdad», fue una de las frases que quedaron consignadas en la declaración del joven ante el juez Guerra.

Diez meses más tarde, Roque de nuevo presenció lo que tal vez no tenía que presenciar. O la muerte lo perseguía o la muerte se había vestido de camuflado para quitarle la vida a cuanto campesino inerme había en El Triunfo, adonde más bien había llegado la desgracia. El 13 de agosto de 2006, Roque se encontraba en sus jornadas como agricultor y vio cómo, al otro lado de la finca, integrantes del Grupo Especial Delta se llevaban por la fuerza al campesino Fredy Sanabria, quien después fue reportado como guerrillero muerto en combate, baja de la que hizo alarde, de nuevo, la Brigada XVI.

La situación era tan caótica que la comunidad recibió formación y capacitación en derechos humanos por parte de una organización no gubernamental. Campesinos como Ligia Patarroyo, Édgar Chaparro y Víctor Cárdenas, junto a Daniel Torres y su hijo Roque, expusieron sus temores denunciando el asedio y la estigmatización que sufrían por parte de los integrantes del Ejército.

Tres meses después del asesinato del campesino Fredy Sanabria, efectivos de la Fuerza de Tarea Oro Negro, bajo la dirección de Henry Torres Escalante, el más alto mando de la Brigada XVI, arribaron a la casa de la familia Torres, con el supuesto objetivo de realizar un censo. Los militares entraron por la fuerza y encerraron en una habitación a la madre de Daniel Torres, a su esposa, a su hija Johana, a Roque el valiente y a un sobrino. ¿Qué quería Torres Escalante?, ¿ni siquiera el hecho de compartir los mismos apellidos de las personas a las que estaba hostigando lo hacía renunciar a su ebriedad de poder? Aquel día, una vez Daniel Torres se identificó, efectivos del ejército le dijeron que debía acompañarlos. Daniel se negó, les exigió mostrar la orden de captura y el denuedo del campesino obligó a los militares a marcharse con las manos limpias, sin sangre.

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Unas ejecuciones

Aquel dieciséis de marzo de dos mil siete, el teniente García le dijo al soldado Arteaga que tenían que matar a los dos campesinos. Julio César Arteaga Vásquez, en su testimonio, asegura que en principió creyó que su jefe lo decía en voz alta para intimidar a Daniel y a Roque. Pero el teniente García lo decía con la frialdad de quien piensa que su uniforme lo camuflará por siempre de la justicia; de quien cree que el equilibrio del universo solo tira la balanza hacia su lado. Los dos militares apuntaban sus armas contra los dos campesinos. Quién creería, la cobardía del más temerario lo hizo aproximarse a su subordinado para instarlo a accionar su arma contra el menor de edad. Arteaga seguía pensando que García solo buscaba asustar, sin embargo, el teniente de nuevo se acercó al soldado para sentenciar, con esa voz cansina, lenta y fría, la muerte de los dos campesinos:

—Estoy esperando, cuando usted dispare, yo le disparo a este man.

Presionado, el primero en apretar el gatillo de su fusil fue Arteaga. Frente a él cayó el cuerpo de Roque Julio Torres Torres. Es probable que Daniel Torres en ese instante haya vivido los segundos más dolorosos de su vida al ver caer a su hijo impactado por una bala de fusil, asesinado sin ningún motivo, asesinado por las motivaciones más ignominiosas de cualquier guerra: los permisos, las medallas, los premios, las recompensas, las felicitaciones, las menciones de honor. Quizá la satisfacción. Quizá la culpa eterna.

Como si estuviera representando una obra de teatro de la cual ya se sabía de memoria todos los actos, las escenas, los diálogos y las acciones que debía interpretar, el teniente García dio la instrucción a los soldados de disparar sus fusiles y ametralladoras hacia la nada, hacia enemigos imaginarios que los miraban desde una montaña. En seguida le pidió al soldado Herrera pedirle el arma hechiza con la que andaba el cabo Ildelfonso Chavarro, ponerla en las manos de uno de los campesinos asesinados y accionarla para que le quedaran rastros de pólvora. La misma maniobra la realizaron con el otro cuerpo, al que le pusieron un ajado revólver Smith and Wesson. Además, contaminaron la escena con cartuchos calibre 7.62, cartuchos 9 mm, una granada, un tarro con pólvora negra y un tarro de balines.

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Unos cuerpos

Los asesinatos fueron reportados por el cabo Chavarro como «bajas en combate». La Brigada XVI le informó al Grupo Delta Seis que no podían ir hasta la vereda El Triunfo a realizar la inspección de cadáveres por condiciones meteorológicas. Cual si se tratara de objetos y no de los cuerpos de dos ciudadanos, también les pidieron que sacaran a los «occisos» hasta la carretera para enviarles un transporte terrestre y poderlos conducir hasta la brigada. La guerra hiela sentimientos, sobre todo de los que creen caminar por la orilla del bien.

Vecinos de la vereda El Triunfo presenciaron la forma en que los militares, tras asesinar a Daniel y a Roque, manipularon el teatro de operaciones, la escena del crimen. Para bajar los cuerpos, esta vez el Grupo Delta Seis le pidió ayuda a un convoy de soldados regulares quienes tenían un retén militar cerca a la vereda. Los uniformados llegaron con dos mulas. En sus lomos subieron los cuerpos de Daniel y Roque, los amarraron como si fueran pedazos de leña, troncos incinerados que quizá para ellos no merecían dignidad alguna. Echaron a andar las bestias cuesta abajo, tal vez con las almas de padre e hijo aún abrazadas a sus cuerpos, aún sin saber por qué los habían matado.

Los mataron a las seis de la mañana, los echaron en mulas a las ocho, a las nueve los bajaron como bultos de leña, los pusieron en la orilla de la carretera que de Cupiagua conduce a Plan Brisas y los dejaron durante tres horas ahí tirados, mientras el calcinante sol secaba la sangre en la piel de Daniel y de Roque. No hubo misericordia. No hubo conmiseración. El oficial Henry Úsuga llegó en un camión, los llevó a la Brigada y allá procedieron a realizar, aunque suene absurdo, «la inspección y levantamiento de cadáveres». Todo en la guerra es absurdo.

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Un tal Torres Escalante y un tal Rivas Tovar

Ocho días antes de que los mataran, Orlando Rivas Tovar, director del Departamento Administrativo de Seguridad (DAS) en el Casanare, le envió a Henry Torres Escalante, comandante de la Brigada XVI, un informe de inteligencia en el que acusaban a Daniel Torres de ser un terrorista urbano del ELN, puntualmente del frente José David Suárez. En el falaz documento se agregaba, además, que Torres era conocido en esa guerrilla con el alias de Roque Julio, justo el nombre de su hijo, y que el grupo de subversivos hacía presencia en la casa de los Torres; aquí una segunda imprecisión, el informe decía que la casa quedaba ubicada en la vereda Cunamá, de Aguazul.

Cuatro días después de matarlos, Rivas Tovar también le envió un oficio a Torres Escalante en el que le advertía que Rafael Blanco, alias «Almeida», segundo al mando del frente José David Suárez, había ordenado planear atentados terroristas contra el ejército, en respuesta a la muerte de Daniel Torres y Roque Torres. Rivas Tovar argumentó en su defensa que esos informes se los pasaban sus agentes de inteligencia del DAS.

Quince años después, la Sala de Reconocimiento de la JEP pudo establecer que Orlando Rivas Tovar, actuando como director del DAS en el Casanare, participó en catorce hechos en los que fueron asesinadas veinte personas, y emitió informes de inteligencia viciados con los cuales la Brigada XVI pudo soportar muchas de sus operaciones que terminaron en ejecuciones extrajudiciales.

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¿Quién dio la orden?

Un día después del asesinato de los campesinos, el coronel Henry Torres Escalante lo primero que hizo fue felicitar a los efectivos del Grupo Especial Delta Seis. Lo hizo a las siete y treinta de la mañana por radioteléfono:

—Se exalta el buen trabajo del Grupo Especial, al abatir a dos bandidos.

Más tarde, el teniente García le asignó a su escuadra la misión de levantar versiones falsas sobre lo sucedido en la vereda El Triunfo y de acreditar el gasto de munición del supuesto combate. El soldado Juan Pablo Bravo aseguró en su testimonio que la presión fue inflexible. Dijo que sus superiores veían con buenos ojos la invención de montar falsos combates: «[Decían] que es bueno simular un combate porque eran hechos legales según ellos y que ahí no pasaba nada», confesó el soldado.

Pero los militares de menor rango no fueron los únicos que encubrieron la infamia. El comandante Henry Torres Escalante y los oficiales Fabián Sarmiento Valbuena, Jairo Raúl López Colunge y Carlos Alirio Buitrago Bedoya, los más altos mandos de la Brigada XVI, suscribieron documentos en los que reportaron el pago de una recompensa a Lilia Lombana. Ella, al ser interrogada durante la investigación de los hechos, aseguró cuatro cosas: primero, que no conocía la vereda El Triunfo; segundo, que no había dado información de inteligencia de ninguna índole; tercero, que nunca había recibido recompensa alguna, y cuarto, que la firma que aparecía en el informe no era la suya. Más tarde se supo que Lilia Lombana era la madre de un soldado raso al que solía visitar en la Brigada, una mujer a la que le hacían dejar su cédula en la entrada.

Una vez se comenzó a desmoronar aquel oprobioso castillo hecho con balas y cuerpos de campesinos inocentes, los militares tuvieron que contar la verdad. Julio César Arteaga aseguró que un abogado llegó a la Brigada con el encargo de defenderlo, pero con la condición de que no podía acogerse a sentencia anticipada. El abogado le dijo a Arteaga que sus honorarios los pagaba el coronel Torres Escalante, quien tiempo después fue ascendido a general.

Marco Fabián García Céspedes aseguró que Torres Escalante le envió a la abogada Ingrid Clarena Yache, con el objeto de que cambiara su versión. Declaró que recibió, en diferentes pagos, la suma de cuarenta y cinco millones de pesos por parte de Torres Escalante. El general, en su defensa, reconoció los pagos, pero no en las mismas proporciones ni bajo la dinámica que argumentó el teniente García.

Torres Escalante, ya descubierto, dijo: «Lo que realmente sucedió fue una presión por parte de este oficial [García]. Dijo que él ya no tenía nada que perder, eso es lo que él manifestaba. Y que, en cambio, yo tenía mucho que perder. Yo pequé».

«Yo pequé», así dijo el general Henry William Torres Escalante en aquella indagatoria.  

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Unas pruebas

Estos son apenas dos de los trescientos tres asesinatos que ha podido determinar la Sala de Reconocimiento de la Jurisdicción Especial para la Paz, cometidos por miembros de la Fuerza Pública y agentes del Estado en el departamento de Casanare entre los años 2005 y 2008.

Los hechos pudieron ser determinados después de un trabajo jurídico liderado por el magistrado Óscar Parra Vera, quien fue acompañado por las magistradas Catalina Díaz y Nadiezhda Henríquez. La sala le imputó crímenes de guerra y de lesa humanidad al mayor general (r) Henry William Torres Escalante —quien se encuentra recluido en la Escuela de Infantería Cantón Norte del Ejército Nacional—, a dos coroneles, a tres tenientes coroneles, y a otros diez oficiales, además de seis suboficiales, un funcionario del extinto DAS y dos terceros civiles.

Las pruebas para llevar a cabo las imputaciones constaron de ciento seis versiones de comparecientes; ocho informes aportados por la Fiscalía y la Procuraduría, además de organizaciones de víctimas y defensoras de derechos humanos; las inspecciones judiciales de cuarenta y ocho procesos de la Jurisdicción Penal Ordinaria y doscientos veinticuatro de la Justicia Penal Militar, adicionales a los expedientes que la Sala ha recibido por parte de la jurisdicción ordinaria, y las observaciones de las víctimas y de la Procuraduría a las versiones en informes escritos y en audiencias públicas.

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Una confesión

Esta vez, desprovisto del uniforme que camufló sus atrocidades, el mayor general (r) Henry William Torres vestía una camisa de manga larga blanca y un pantalón de lino del mismo color, como tratando de parecer un hombre inmaculado, sin mácula, sin tacha. Pero su apellido, su vida, quedó salpicada de sangre, la sangre de trescientas tres personas, según la JEP. «Me convertí en el líder de una organización criminal», dijo en la audiencia pública en Yopal en la que él y sus hombres pidieron perdón a los familiares de las víctimas. Aunque Torres parecía, más bien, estar desprendido de culpas. 

Así lo sintieron los familiares de las víctimas. Sobre todo Johana Torres, hija de Daniel y hermana de Roque. Ella, quien aún viste de luto, se paró, pidió la palabra y mirando a los ojos al general Escalante le recordó que él y sus soldados habían reventado a balazos a su padre y a su hermano. Con voz valiente pero con la garganta atorada de lágrimas, Johana le dijo: «Usted aquí no está por voluntad propia, usted está porque fue la única salida que tuvo. Y me siento realmente ofendida que se paré ahí a decir que usted no dio la orden de asesinar a mi padre y a mi hermano cuando usted le dijo al señor Fabián, textualmente, “probablemente ellos no estén armados, lleve las armas que utilizamos siempre para estos casos y hechos”». 

*Esta historia, reeditada por el autor para CasaMacondo, se publicó originalmente el 31 de agosto de 2022, bajo el título «Ellos dieron la orden: crónica de 2 de las 303 ejecuciones extrajudiciales en el Casanare», en el portal Vorágine.

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