Álvaro Robledo me cita frente al monumento de Giordano Bruno, en el barrio bogotano de Quinta Camacho. En la escultura, encargada por una sociedad teosófica, el sabio italiano aparece enfrentado a un vendaval y sostiene en sus manos una esfera armilar, un instrumento astronómico que se usaba en la antigüedad.
«Yo he visto esta escultura desde niño y siempre me emociona», dice Robledo, un metro setenta de estatura, el pelo negro salpicado de canas, gafas de marco transparente, un saco de lana del que emerge una diosa, una serpiente y el huevo gnóstico. Para él, Bruno no solo es un matemático famoso o uno de los hombres que popularizó el método mnemotécnico conocido como el palacio de la memoria. «Él fue uno de los grandes alquimistas del Renacimiento», me dice con evidente placer, antes de explayarse sobre su vida: me cuenta que fue excomulgado de tres iglesias, que terminó quemado en la hoguera, que vivió en la corte de un rey mago en Praga, que predijo la teoría de los multiversos.
Robledo, de 48 años, es un hombre curioso y erudito. Cualquiera que se haya sentado a conversar con él lo sabe. Te charla sobre la historia del ninjutsu o sobre el origen del lenguaje adánico. Te lee la carta astral o te narra la vida de Aleister Crowley. Te desmenuza diferentes tradiciones esotéricas. Te da una clase magistral sobre Kenzaburō Ōe. Además de inglés y francés, habla algo de japonés y algo de alemán. En lo que va del siglo, se ha casado dos veces, ha fundado una editorial (El Peregrino Editores, con su amigo Juan David Correa), ha escrito una serie de libros infantiles sobre mindfulness y ha publicado cuatro novelas: Nada importa (2000, finalista del premio Herralde), Final de las noches felices (2006), Que venga la gorda muerte (2015) y El mundo no nos necesita (2018).
En 2021, Robledo publicó con la editorial Planeta Viejos pactos, una obra testimonial en la que repasa sus diferentes búsquedas espirituales y que escribió a mano cuando quedó atrapado, por culpa del COVID-19, en una playa de la Guajira. Y, hace un mes, publicó una edición revisada con Laguna Libros. El 17 de octubre nos encontramos frente a la estatua de Bruno para conversar sobre esa obra. Mi idea original era hablar con él en las escalinatas del monumento, pero una lluvia torrencial nos llevó a buscar refugio en un café cercano. Hablamos bajo el estruendo amortiguado del agua.
Tú escribiste Viejos pactos en un lugar especial, frente al mar, en un momento muy particular.
A finales de diciembre de 2019, me separé. Mi exesposa se fue de la casa. Esos meses yo me quedé ahí, en Bogotá, con el delirio de un divorcio. En marzo, había preparado ir a un sitio al que voy hace muchos años, que se llama La Aurora. Queda entre el Parque Tayrona y Palomino, ahí abajo de la Sierra. En otros momentos de mi vida fui de farra. Ahora hacen retiros de ayahuasca, de yoga y de otras cosas. En marzo de 2020, yo iba a un retiro de ayahuasca con un guía peruano.
Y quedaste atrapado allí por culpa de la pandemia.
Quedé atrapado allí. Mucha gente que estaba en el retiro, sobre todo padres de familia, estaban asustados por sus hijos y muchos terminaron yéndose. Ellos lograron irse en los últimos vuelos, y yo medio me alcancé a estresar. ¿Será que me voy con ellos? Pero tuve un momento de claridad total. ¿Yo qué mierdas me voy a ir a hacer a Bogotá? ¿a qué voy si ando divorciándome? [Risas]. Pues me quedo acá, seguro que me quedo una semana más, era lo que yo pensaba. Y me terminé quedando tres meses.
Te quedaste tres meses y te sentaste a escribir.
Primero tuvimos las tomas de la ceremonia peruana, que es un poco diferente a las que se hacen en Colombia. Yo no he tomado con gente acá, pero por ejemplo sé que acá el fuego es muy importante. En la tradición peruana el fuego está prohibido, porque es un viaje interno, digamos, totalmente lunar. Los peruanos tienen además un protocolo de tomas de varios días y uno tiene una preparación antes, en la que hay una limpieza con varias hierbas. Una de esas hierbas, sin duda, es el tabaco, porque esas limpiezas saben mucho a tabaco. Y uno vomita y vomita y vomita. Y esa limpieza lo que permite es que, en los días de las tomas, uno no se la pase vomitando y cagando. En la peruana es muy raro que eso pase.
Suena que tiene sentido hacerlo de esa forma escalonada.
Sí, y en verdad uno piensa que no, pero cada día hay una búsqueda distinta. No es premeditada, pero hay un día en el que la planta se fija mucho en el cuerpo físico, por ejemplo. Y entonces limpia el cuerpo físico. Hay otro día en el que se limpia el cuerpo emocional, por decirlo de alguna manera. Y hay otro momento en el que sí es más como de visión y de… bueno, ya locura tecnicolor [Risas].
Estas tomas entonces anteceden la escritura de tu libro. Y, de alguna manera, te preparan.
Sí, indudablemente. Esa última toma fue una de las más poderosas que he tenido, si no la más poderosa, en términos de visión. Tuve claridad de un montón de cosas: de mi vida, mi pasado, mis ancestros, mi reciente divorcio. Yo nunca he sido muy bueno para tener visiones, como igualmente no me acuerdo fácilmente de mis sueños. En esos casos yo entiendo las cosas cognitivamente, pero no las veo ni las siento ni las huelo, como otra gente. Hace poco descubrí que para los egipcios había seis sentidos. Estaban los cinco tradicionales y el lenguaje, o el conocimiento, era el sexto. Era una forma de percepción que aclaraba las otras cinco. Y, bueno, tuve una gran claridad en esa toma.
Una claridad cognitiva, digamos.
Cognitiva, pero también ontológica, de todo el ser. Me quedé en un estado muy especial. Empezaron a pasar los días y la gente estaba estresada. El Taita tenía que devolverse al Perú con su familia y no podía. Estaban todos esos supuestos vuelos humanitarios. Finalmente se pudo ir en uno, pero le tocó quedarse cuarenta días en un hotel. En fin… En Aurora nos quedamos creo que ocho. Me acuerdo que en un momento había una cosa atmosférica muy rara. Se veía el mundo todo amarillo. Sentí que tenía que ponerme a escribir. Entonces le pedí a Claudia, la señora que vive allá, que me consiguiera un cuadernito y ahí empecé a escribir unas primeras líneas. Eso fue a finales de marzo. Luego paré y durante todo abril me dediqué a leer.
Claro, porque allá encuentras a una especie de maestro que te presta libros.
Exactamente. Ios, o Juan Vieira, se llama él, una maravilla de tipo. Él me empezó a dar un montón de libros de su biblioteca. El Libro 4 de Crowley, de Dion Fortune, libros de la magia del caos, de Gurdjieff, un montón de vainas, yo estaba feliz. Y leí, leí, leí, leí mucho. Tengo anotadas las fechas por esa manía astrológica mía: el 8 de mayo empecé a escribir de nuevo. Desde ese día hasta el 3 de junio escribí todos los días sin parar. Me ponía a escribir hasta que me dolía la mano.
Viejos pactos es el resultado de esos días de escritura.
Sí, y también es como un reflejo, o un eco, de una práctica que empecé a hacer estando allá, que es la recapitulación. De hecho, así se iba a llamar al principio el libro. La recapitulación es un ejercicio físico que propone Carlos Castañeda o realmente Don Juan, que es el indio yaqui que él se encuentra en una estación de buses en el norte de México y que es su guía en Las enseñanzas de Don Juan. De los varios trabajos que propone Don Juan, el primero es recapitular, que es como limpiar la casa para luego poder hacer todas las cosas que uno puede llegar a hacer.
¿Y eso qué significa?
Significa algo muy sencillo. Lo que se recomienda sobre todo es hacer unas listas. Por ejemplo, listas de tu familia, tus parejas, los sitios en los que has vivido, los apartamentos, las casas. Preferiblemente en orden cronológico, o en algún tipo de orden. Ellos construían unas cajas, pero uno lo puede hacer con la espalda pegada en el suelo y las piernas como en silla. La idea es uno estar incómodo para no dormirse. En esa posición, haces una respiración que llevas del hombro izquierdo al hombro derecho, y empiezas a pensar, por ejemplo, en los sitios donde viviste. Te acuerdas del último apartamento en el que viviste y luego del anterior y del anterior y del anterior, y uno empieza a acordarse con una claridad impresionante de todos esos espacios. Te acuerdas de dónde estaba el jabón y qué jabón era, y qué tapetico tenía la mamá y cómo era la toallera. Es muy impresionante cómo empieza a abrirse de verdad la memoria.
¿Y por qué recordar? Te lo pregunto porque a veces pienso en una expareja o en un lugar donde viví, y la sensación que tengo es la de no querer recordar.
Es justamente para eso. Por eso te hablaba de limpiar la casa. Cuando uno recuerda esas escenas, digamos, qué sé yo, una pelea terrible con el papá o con la mamá, y uno empieza a recordar esa escena mientras haces esta respiración. Ahí uno se da cuenta que esa situación en la que uno pensaba que el papá lo maltrató a uno terriblemente, en realidad no lo estaba maltratando a uno. O que uno estaba maltratando al papá incluso. Uno ve una perspectiva distinta de las cosas.
¿Y duran mucho estos ejercicios?
Los tiempos son los que uno escoge. Hay gente que se queda recapitulando durante días sin comer y sin dormir y, bueno, entran ahí en un trance como loco. O uno puede quedarse un par de horas. Yo fluctué en los tiempos. Al final uno tiene que hacer un pedido al cosmos para recuperar su energía. Uno en lo que más gasta energía es en las relaciones humanas. Con las parejas, los padres, la familia. Entonces cuando recuperas la energía que perdiste ahí, te sientes más completo, más sólido. Ves todo en perspectiva y el recuerdo deja de tener poder sobre ti. Es una limpieza real de todo.
Y cambia tu memoria.
Cambia tu memoria, sí. Ahora, lo que yo escribo en Viejos pactos es como un diez por ciento de lo que pasa en la recapitulación. En la recapitulación se abren cosmos y universos brutales que luego como que se cierran dentro de sí mismos; se abren, se pliegan y se vuelven a meter ahí en los recovecos y circunvoluciones del cerebro. Y por eso el ejercicio de escribir no es una recapitulación. La escritura es un eco de un eco, digamos. La recapitulación es mucho más poderosa y es inefable. No es completamente transcribible.
Igual se crea un triángulo muy especial en tu libro. Tu trabajo espiritual te lleva a recordar, recordar te lleva a escribir y escribir te lleva a tratar tu trabajo espiritual.
Eso me gusta.
Y claro, puede que tu libro sea el eco de un eco, pero también uno se siente leyendo una especie de autobiografía precoz. Porque, además de contar tu camino espiritual, Viejos pactos es una autobiografía. O, justamente, es una autobiografía en clave de camino espiritual.
Sí, totalmente. Es un recuento de lo que ha sido uno de los hilos conductores de mi vida, por llamarlo de alguna manera, que es la búsqueda de lo sagrado, y que es algo que está totalmente grabado en mi carta natal. De intentar yo hacerme y construir imágenes de Dios, para adorarlo y para entenderme. De Dios o los dioses, digo, no lo estoy poniendo en una sola categoría unívoca. Esto lo pensaba ayer en un club de lectura. Estábamos hablando de Amélie Nothomb. Ella nació en Japón, es una amante del Japón brutal, y se sentía japonesa hasta que supo que no la iban a dejar quedarse allá. Pero tiene un podcast muy bello, en francés, que se llama «Japón, las flores del mundo flotante», en el que habla de todas las cosas que le fascinan del Japón. Una de ellas es la religión. Los japoneses tienen la religión shinto, por un lado. Luego aparece el budismo y luego el confucianismo, que no es una religión, sino un código ético que todos ellos siguen. Después, en el siglo XV o XVI, cuando llega el cristianismo, los japoneses lo que dicen es: «¡Uy, qué maravilla! Una religión más, un nuevo dios, pongámoslo en este gran panteón». Ellos no tienen esa obsesión del único dios, sino esa idea de cómo, de muchas formas, podemos acercarnos a lo sagrado.
Justo esta mañana, cuando estaba preparando esta entrevista, me di cuenta de que la palabra «dios» no aparece mucho en tu libro, pero de alguna forma atraviesa la escritura. Está ahí, recorriendo tu libro, y es casi como si no fuera necesario nombrarla.
Es una búsqueda que, como toda búsqueda, es laberíntica. No tiene una línea recta, no va de un lugar a otro, sino que es una espiral de mil cosas. Pero es algo que he sentido desde muy chiquito. Una de las primeras imágenes que tengo con claridad es a los cuatro o cinco años. Estaba con mis papás y con Manuel, un amigo de mi hermano del que hablo en el libro. Él en ese entonces estaba terminando el seminario para ser jesuita. Alcanzó a ordenarse y luego se salió y terminó muriendo de sida. Fue una persona muy importante para mi familia. Ese día, él nos llevó a un monasterio que no sé si todavía existe, en Usme. Yo todo chiquito, todavía no había hecho la primera comunión, pero hicieron una misa y, en la homilía, recuerdo que dieron pan macho, no hostia. Yo estaba triste porque no me podían dar, y el cura se rió y me dio un poquito. Luego nos llevó a un sitio que todavía me acuerdo, un sitio redondo con claraboyas de luz e íconos. Recuerdo estar ahí sentadito y sentir algo muy especial. Y esa misma luz, ese mismo calor, esa misma sensación que tuve ahí la he sentido en otros momentos en mi vida. Cada vez que recuerdo ese momento tengo una sensación de que por ahí es la cosa. Un recordatorio de que ese primer impulso, ese primer contacto fue real, poderoso y verdadero.
Yo a veces siento que la adultez es una especie de alinearse con el niño que uno fue antes de la turbulencia de la adolescencia.
Totalmente. Eso lo sentí mucho estando en Aurora. Yo no estuve exento de ser adolescente ni de todas esas otras búsquedas y en un momento repudié mucho la religión católica, por ejemplo. Y fue ahí que me metí más en búsquedas del budismo y de otro corte. En el último tiempo, no es que me haya vuelto católico de nuevo, pero sí he sentido una gran cercanía con la religión, y con ese tipo de religión en particular.
¿Esa cercanía te ha llevado, por ejemplo, a ir a misa?
Me ha llevado a ir a misa, pero lastimosamente la mayoría de curas, en este país al menos, son muy panditos. Es un poco triste oírlos y ver cómo se vuelve tan superficial una enseñanza tan potente. Fui hace poco, en el Festival de Música Sacra, a la iglesia de San Ignacio, justo al lado de la plaza de Bolívar. Yo nunca había ido y es hermosísima. Tiene unos azules y unos cuadros y todo en hojilla de oro. Fuimos a oír a un contratenor que se llama Andreas Scholl, un alemán que cantó Purcell y toda esta música que está hecha para elevarse y que entiende lo divino. Y sale este señor, de unos sesenta años, un alemán de dos metros, como un oso, y empieza a cantar con esta voz de castrato que tienen los contratenores… Y es una locura [Risas]. Yo no paraba de llorar y de sentir una vaina muy especial. Quizás lo que me devolvió a esta idea de la religión es la idea de la elevación.
¿La elevación?
De buscar elevar la vida. Yo estoy de acuerdo con quien lo haya dicho, pero no me acuerdo si fue Camus o alguien más, que decía que toda la filosofía son notas de pie de página a Platón. Uno de los elementos más evidentes de la búsqueda platónica, que es inmensa, es la búsqueda de la bondad, la belleza y la verdad. Y eso tiene que ver con esta ascensión, con esta elevación. Esa búsqueda sigue siendo la más pertinente para nosotros como humanos, me parece a mí. Es algo que nos parece cada vez más banal, más estúpido, más innecesario. Estamos buscando todo lo opuesto a esos nortes.
Hay una palabra en inglés que me gusta mucho. Es el verbo «to saunter», que significa deambular o ir a la deriva. Según Thoreau, su etimología viene de «sainte-terre», de la tierra santa, y se usaba para describir a la gente que en el medioevo caminaba queriendo ir a la tierra santa. Los señalaban y decían «Ah, sainte-terre, sainte-terre».
¡Qué belleza!
Y me parece que tu libro participa en esa tradición. Leyéndote me sentía frente a un escritor que está deambulando, que está buscando enriquecerse de diferentes lenguajes espirituales.
Yo creo que tiene que ver con ese primer momento en el monasterio. Incluso puede ser una búsqueda hedonista. La sensación de calidez y de placer que dan esos momentos, de forma muy sofisticada, no es algo que yo esté buscando con el afán capitalista loco de «quiero más». Pero sí, con ciertos ejercicios y disciplinas. Después de haberlas realizado durante el suficiente tiempo, logras que vuelva ese calor y esa belleza de nuevo. Y realmente intento buscar eso en todas las cosas que hago.
¿Lo buscas en la escritura también?
Me es más esquivo, pero no me ha sido ajeno dentro de la escritura, sin duda. Ha habido momentos de gran emoción, de gran conmoción, en el sentido de conmoverse, durante la escritura. Y creo que por eso no dejaré de hacerlo. He tenido, como con otras tantas cosas, mis grandes peleas con la literatura, y en el último tiempo me he dado cuenta de que mi pelea no es con la literatura —es algo que considero sagrado también y que amo, de la misma manera que amo todas estas otras cosas—, sino con el mundillo literario, que es despreciable [Risas]. Pero lo uno no tiene que ver con lo otro: son cosas totalmente distintas. Entonces, si bien incluso llegué a contemplar dejar de escribir, sé que no lo voy a dejar de hacer. Sé que me cuesta, sé que no es un ejercicio placentero para mí, pero hay algo especial ahí y por eso lo seguiré haciendo. No sé si siga publicando, pero sí seguiré escribiendo.
Hay un escritor venezolano que Leila Guerriero cita en algún lado que dice: «A mí no me gusta escribir, me gusta haber escrito».
¡Eso me encanta! Hay otro —no sé si es un poema o parte de una canción—. ¿Conoces a Albert Pla? Es un cantautor catalán muy divertido. Y tiene un poema buenísimo que el huevón empieza diciendo: «Ya tengo las invitaciones timbradas, ya tengo los canapés, ya tengo unos especiales vinos de no sé qué viñedo», y empieza a hacer una lista como de tres páginas de todo lo que tiene, a la gente que ha invitado, y dice: «Ahora solo tengo que escribir la obra». [Risas].
Muy bueno. Volviendo un poco al libro, hay algo que me llamó la atención, y que quizás no me di cuenta la primera vez que lo leí. Y es que este es un libro en el que la muerte está muy presente, sobre todo al comienzo. En las primeras páginas, hablas de la muerte de tu madre, de la de otras personas, y es como si la muerte fuera un canal para que puedas contar tu historia.
Pues la muerte ha sido una presencia muy importante en mi vida. Si volvemos a Castañeda, otra de las ideas del toltequismo justamente es entender a la muerte como una consejera y no como una enemiga ni como algo a lo que le tenemos que tener miedo. En mi carta natal, tengo dos planetas muy importantes en la casa de la muerte, que es la casa número 8. Entonces que haya esa presencia, que ha sido como un balancín, porque son dos elementos casi opuestos dentro de la misma astrología, y que estén los dos ahí como tan claramente ubicados y tan cercanos, ha hecho que la muerte indudablemente sea un tema fundamental de mi vida.
¿Y cómo intentar entender la muerte? Pues por un lado como la última posible aventura, que es una visión medieval que me gusta mucho. Entender la muerte como una posibilidad, como la última posibilidad. Y también, si se llega a un grado de elevación, de sofisticación del ser, es entender que realmente la muerte en sí no existe, sino que es un tránsito, es un peregrinar de nuevo entre vehículos.
A mí me gusta que en el libro tu curiosidad se extienda a la muerte, a lo que puede ofrecer o a lo que puede llegar con ella.
Y pues que no sabemos nada de ella. Está toda esa maravilla de investigación que ha hecho el budismo tibetano, que puede ser tomada como algo delirante o como algo totalmente revelador. Ellos tienen archivos y archivos de las visiones y las posibilidades de la muerte. Pero bueno, si nos metemos en un punto de vista muy científico y de comprobación, pues nadie ha vuelto para decir qué es lo que pasa. Y las ideas sobre la muerte a lo largo de la historia me parecen fascinantes. La idea de un infierno, de un cielo, todas esas cosas de otros mundos posibles, siempre me han atraído, desde niñito.
A mí me da la sensación de que tu curiosidad por estas representaciones, por estos sistemas de creencias y símbolos, son elementos que han enriquecido tu lectura de la realidad. Y creo que con la astrología también te pasa algo similar. En Viejos pactos hablas de entender la astrología más como un lenguaje que como una religión. Háblame un poco de eso.
Yo no creo en la astrología como no creo en el alemán o en el japonés o en cualquier otro idioma que uno pueda aprender a hablar.
Sería chistoso creer en el alemán.
Creer en el alemán, bellísimo. Creo que creo más en el alemán que en la astrología [Risas]. Pero, bueno, la astrología es un lenguaje y todo parte de una idea hermética muy antigua. Se le da la idea a Hermes Trismegisto, que es este personaje que no se sabe si existió o no, pero que es definitivo para la historia de Occidente. Él y Platón, indudablemente. Le decían Hermes en honor al dios griego del lenguaje, que es una derivación de Thot, el dios egipcio del lenguaje. Es el dios trickster y bromista, pero sobre todo es el dios mago. Y de lo que habla Hermes Trismegisto es algo que vas a ver en el toltequismo de Castañeda, en los tibetanos y en el origen de todas las corrientes humanas de conocimiento, y es que nuestra realidad está construida a partir del lenguaje. Es un poco lo que decía Wittgenstein y por eso me encanta Wittgenstein. Todo es lenguaje, en un sentido. Y el que inventa el lenguaje es Hermes. Él es el mago que se inventa la realidad. Lo que hay detrás de la realidad es energía, como queramos entender la energía. Pero es a través del lenguaje que vamos formando la realidad.
¿Y la astrología entra como otro lenguaje para ampliar esa realidad?
Es el lenguaje del signo y del símbolo. Si uno logra entender esos símbolos y esos signos, vas a entender qué es lo que está queriendo decir esa realidad dentro de tu vida particular. Porque es muy loco que pueda pasar. La gente lo olvida, pero la astrología fue la primera ciencia, que me parece que es empobrecerla un poco, porque es más que una ciencia. Es también un deseo, y un deseo platónico, justamente, que lleva a la bondad, la verdad y la belleza. Y si uno aprende a leer ese lenguaje, uno se acerca al misterio de una manera tal que lo único que puede haber es asombro y maravilla. ¿Por qué en una hoja de papel o en una pantalla que dice que yo nací tal día de junio del año 77 está cifrado que mi mamá se va a morir tal día y mi papá tal día y que todo se cumpla como un reloj? Es loco eso, que uno pueda leer eso o interpretarlo de ciertas maneras. Por eso para el pensamiento platónico, o el pensamiento griego o grecolatino era tan importante la idea del destino. Uno va a cumplir un destino.
Saber el destino puede llevar al fatalismo, ¿no?
Ese es el problema, porque si traducimos el destino, como lo traduce Occidente, desde el existencialismo y otras corrientes, la conclusión es que todo está escrito, entonces matémonos. Eso es una locura. Las visiones, por ejemplo, sobre la nada, son muy distintas en Occidente o en el budismo japonés. Hay un meme en el que un papá le dice a un niño occidental «es que eres nada», y el niño se pone a llorar. Un equivalente del mismo papá le dice al niñito japonés «eres nada», y el niñito se pone feliz, porque, claro, le está dando un gran elogio [Risas].
Otra tradición que aparece en tu libro es la del ocultismo. ¿Qué le ofrece el ocultismo a tu vida?
Por toda la persecución que el ocultismo tuvo durante la Ilustración, a tal punto que se lo aplastó y una idea racional del mundo tuvo éxito, se le quitó, no sé si el corazón, pero sí un miembro muy importante a la experiencia humana. Eso llamado ocultismo simplemente es entender que hay realidades aparte, que no todo es visible y palpable, sino que hay otro montón de fuerzas que están acompañándonos y que si las podemos entender van a permitirnos un filtro mayor de esa realidad que nos va a traer mayor plenitud. Por eso la gente se acerca a todas estas cosas, pero, como con todas las cosas de lo llamado ocultista, existen muchos charlatanes y muchas pendejadas. Pero su búsqueda es una de las médulas que tiene la humanidad, que la ha acompañado desde siempre y que tiene que ver con el intento de acercarse, de controlar, en algunos casos, y de entender y convivir con fuerzas que son invisibles.
Por ejemplo, para los ocultistas Newton era un mago. Sus estudios sobre la gravedad son mínimos en relación con los que hizo sobre la alquimia, que era la ciencia de su momento. Todos los grandes pensadores se dedicaban al estudio de la filosofía oculta, que tenía que ver con la filosofía natural. Decían que Dios había guardado dentro de los elementos de la naturaleza secretos y misterios, y que era el deber de los humanos desvelarlos. El primero que hizo eso fue Adán poniéndole nombre a las cosas. Al nombrarlas las hacía propias y tenía un control sobre ellas, de alguna manera.
Ahí de nuevo está el lenguaje.
Exactamente. Por eso varias formas del ocultismo a lo largo del tiempo han buscado llegar al lenguaje adánico. Hay un texto de Umberto Eco fantástico que habla de eso. La idea es que con el tiempo todo en el mundo se ha ido empobreciendo y vulgarizando en el peor sentido. Y la búsqueda de volver a lo antiguo, a lo anterior, tiene que ver con que, en ese primer momento, o en esos primeros momentos, hubo una comprensión mayor de las cosas. La idea del lenguaje adánico es que Adán construyó un lenguaje en el que las palabras que él usaba hacían que existiera el objeto o el animal o lo que fuera. Si él decía manzana, la manzana aparecía, lo que no ocurre con nuestros lenguajes empobrecidos. Por eso en las invocaciones o en los rituales se usan esos lenguajes antiguos, como el sánscrito, el griego o el latín, porque tienen una mayor correlación con las cosas como son.
Escuchándote hablar se me ocurre que una buena metáfora ya de por sí es un acto ocultista.
Es exactamente eso. Hacer una unión entre dos cosas en teorías separadas, pero que tienen un arco de correspondencia, es magia. Por eso una de las formas más elevadas de la magia es el arte. Eso lo dice todo el tiempo Alan Moore, que es un gran mago.
En esta conversación has hablado de muchos maestros y en el libro también lo haces. De hecho, es uno de los hilos principales de Viejos pactos. No todo el mundo busca maestros, pero quizás todos los encontramos. ¿Por qué buscar maestros? ¿Qué son los maestros para ti?
Eso también ha estado presente en mí desde chiquito. Me imagino que las lecturas que yo hacía me hablaban de esos caminos. Todas esas historias de kung fu y pequeños saltamontes y esas cosas, eso me hacía imaginar unos mundos muy especiales que tenían detrás una idea que hoy me parece tonta y peligrosa, y es la idea del elegido. Como, «Oh, y te eligieron a ti y entonces tienes todos estos maestros que te van a enseñar cosas». Pero bueno, sea lo que sea, esa idea me llevó a buscar gente que hubiera recorrido el camino o algún camino que fuera atractivo para mí.
El tema también está presente en mi carta astral. Yo tengo la casa novena muy llena y esa es la casa de la astrología, del maestro, de la escritura. Todos mis temas están ahí recargados, digamos, pero tengo otros elementos dentro de esa misma casa que hacen que me quede muy difícil, al menos en esta vida, conocer al gran maestro. No lo voy a conocer. Todos mis maestros me han defraudado o yo los he defraudado a ellos. Pero han sido grandes maestros por eso mismo, porque defraudarse es creo que la gran lección. Todos vamos a salir defraudados de acá.
Se trata de estar bien con estar defraudado.
Exactamente [Risas]. Es una gran alegría. Creo que es una de las últimas alegrías que me puede llegar.
Bueno, pero en Viejos pactos tú cristalizas todos tus maestros en un maestro que llamas Guido Alemán. ¿Quién es Guido Alemán?
Guido Alemán es un personaje que ha estado conmigo desde hace mucho rato. Empecé a tener la idea de Guido en 2003, aunque puede haber sido un poco antes. En esa época yo vivía en Barcelona, había empezado a hacer artes marciales y había pensado en un personaje redondo, que tiene que ver con muchas afiliaciones y luego con la idea del círculo y con mil cosas más. En mi obra Guido aparece por primera vez en mi tercera novela, Que venga la gorda muerte (2015) y reaparece en Viejos pactos como un Virgilio que me va a guiar en medio del pequeño infierno o paraíso en el que estoy.
Algo que me gusta de Guido es que todo el tiempo se está riendo.
Sí, sí, sí. En la anterior novela incluso solo decía cuatro palabras o cinco, que eran frutas [Risas].
Esto me trae a otro tema que está muy presente en tu libro y es el humor. La risa casi como el destino final al que debemos aspirar. Y Guido es un poco la encarnación de eso.
Muy chiquito vi El nombre de la rosa, la película basada en la novela de Eco. Es un peliculón, con Sean Connery y Christian Slater jovencito. El asunto de la historia es que ha habido un montón de asesinatos en un monasterio en el norte de Italia y llegan unos monjes franciscanos a intentar aclarar el misterio. El corazón de la historia es un libro de Aristóteles que habían dado por perdido y que decían que era apócrifo y que no existía, dedicado a la risa y al humor. El padre ciego, que se llama Jorge de Burgos, un tipo totalmente grave, terrible, ahora estaría feliz censurándolo todo, no se atreve a destruir el libro, que está en la biblioteca famosísima de esa abadía, sino que le pone una especie de cepo y unta sus páginas de veneno. Entonces, quien lo lee, va a lograr entender de qué va toda esta cosa sobre la risa y el humor, pero, como en la Edad Media pasaban las hojas chupándose el dedo, los lectores terminan muriéndose ahí. La historia habla de estas cosas acerca de la risa que están en el corazón de nuestra cultura, de cómo la risa es para los simios y que es una cosa terrible y diabólica.
¿Y por qué crees que existe una asociación entre la risa y esas cosas terribles?
Indudablemente, hay una vertiente católica que tiene que ver con eso. La risa por un lado es femenina y lo femenino era satánico, diabólico. El Diablo solo se reía. Las brujas solo se ríen todo el tiempo. Luego, con mis investigaciones en el ocultismo descubrí que hay muchos ritos que uno debe cerrar riéndose, porque así uno expulsa las malas energías. La risa realmente es algo que aclara el ambiente en el que se está. Jorge de Burgos incluso dice que los únicos que nos reímos con conciencia somos los humanos. Él lo dice de una manera negativa, yo lo veo como algo increíblemente positivo. Ahora, yo he visto perros y gatos y micos reírse, pero no sé si sea una risa consciente como la que tenemos los humanos. De pronto sí, de pronto es más elaborada. Ojalá sí se rían y se rían mejor que nosotros.
Pero bueno, hasta el punto de entender las cosas, los que nos reímos somos los humanos. Y es una manera de aclarar las atmósferas. Las eleva, también. Es una forma de elevación. Le quita la gravedad y el peso a las cosas innecesarias. En el trabajo mágico uno de los elementos más difíciles es el de reírse en los momentos más duros. Si uno pudiera reírse realmente, no burlarse, que es distinto, sino reírse genuinamente en un funeral… Hay unos cuentos zen muy bellos al respecto.
¿Cómo cuál?
Hay uno sobre un monje que empieza a reírse como loco en medio de la muerte de su padre y de un montón de otra gente. La gente empieza a indignarse, y dice «¿este tipo qué hace? Se enloqueció. ¿Por qué se está riendo?». Y lo castigan y lo meten en una jaula y finalmente el tipo cuenta su versión sobre el asunto. Era que él había entrado en samadhi, que es un grado muy elevado de meditación, y lo que había visto era que todas estas personas se elevaban en medio de los paraísos búdicos más deliciosos y maravillosos del mundo, y estaban riéndose porque no paraban de ver esta belleza.
Cuando mi abuelo paterno murió, fui al cementerio en el carro de un primo que es muy chistoso, al que quiero mucho. Estábamos en el carro con otros primos. Me acuerdo que íbamos tarde, y el hermano menor de ese primo le dijo: «Apúrele que vamos a llegar tarde», y mi primo le respondió: «Pero, ¿cuál es el afán? Si el abuelo no se va a ir a ningún lado» [Risas].
¡Qué hermosura, exacto! Mi amigo Ios, en Aurora, decía ese tipo de tonterías. Que una viejita se había muerto de Alzheimer en el COVID y que se había olvidado de que se había muerto. [Risas].
El humor es algo que siempre te ha acompañado, y eso es muy evidente leyéndote. Y me pareció que el humor le infunde a Viejos pactos cierta ligereza, y digo ligereza en el mejor sentido. Percibí cierto gozo en la escritura, no sé si ese fue el caso. ¿La pasaste bien escribiendo el libro?
La pasé muy bien. Nunca había escrito con una sensación de febrilidad. Las frases se unían y se pedían la una a la otra. Era un poco lo que dice Fosse: que escribir es estar oyendo. Eso me parece hermosísimo. Disfruté mucho escribiendo el libro, porque estaba como este rumor que me acompañaba y fue muy extraño el ejercicio de escribir a mano, por ejemplo. Había algo en el hecho de que me dolía la mano al final del día, y se me cansaba, y se me acababa el esfero. Yo tomo notas en libretas, pero yo no escribo a mano así largo. En este caso escribí un libro entero a mano, y por eso fue un ejercicio muy distinto a los otros libros que he escrito.
Cuando Fosse termina Septología (2021), que es su obra maestra, 850 páginas sin un punto, él dice: «Ya no puedo seguir escribiendo en un computador». Como que agota una forma de relacionarse con la escritura. Desde entonces escribe todo a mano. ¿Qué sientes que te dio escribir a mano?
Hay una cosa que hablan también los budistas zen, que tiene que ver con la caligrafía, y es que la mano está unida a un triángulo que hace con la cabeza y el corazón. Entonces es como si los tres estuvieran uniéndose físicamente para realizar este ejercicio. Con el computador hay un intermediario y, si uno quita los intermediarios, la experiencia es más directa y va a haber un goce distinto.
Esta no es la primera edición de Viejos pactos. Tú publicaste este libro originalmente en 2021 con la editorial Planeta. ¿Por qué decidiste publicar una nueva versión ahora con Laguna?
Yo siento que esa primera edición se perdió, se escondió dentro de los pliegues de ese momento. Los editores me dijeron que teníamos que sacarla ya, yo busqué el mejor momento astrológico pero no funcionó bien. Yo no hablé nunca de ese libro, solo en un par de programas universitarios, pero no lo presenté en sociedad. Hice un lanzamiento que no fue lanzamiento porque yo no hablé. Una gente fue y yo les firmé unos libros. Juan David [Correa, entonces el director literario de Planeta] pensaba que a mí me iba a dar mamera hacer una presentación del libro. Ya habíamos visto tantas charlas y huevonadas que qué mamera una más. Entonces quisimos hacer algo diferente, pero los de Planeta ni dieron agua, fue vergonzoso. Y, lo digo sin falsa modestia, siento que es mi libro más logrado.
Pensé que iba a tener otra recepción, y no. Se ocultó como si le hubiera pasado una ola encima. Y, bueno, cuando Felipe González me dijo que estaba interesado en sacar libros míos con Laguna, como parte del revival de libros viejos que ellos están haciendo, empezamos con La gorda muerte. Yo les pregunté si estaban interesados en algo más y entre él y [la editora] María José Ojeda me dijeron que este libro. La primera vez Viejos pactos fue como un no-nato. Esta vez siento que finalmente pudo nacer el libro que realmente quise hacer.
¿Y sentiste el impulso de reescribir el libro? ¿O de reescribir partes?
No…
Entendiste que era un hijo de ese momento.
Sí, exactamente, y por eso no quise hacerle más cosas. Yo he hecho este ejercicio dos veces. Con mi primera novela, Nada importa, le corté un montón de cosas, pero no reescribí nada, y con este. Pero yo siento que, al menos con mis libros, rehacerlos no tiene sentido. Hice un trabajo de revisión con María José y me pareció fantástico el trabajo que ella hizo, pero no me dieron ganas de aumentar ninguna parte. Para eso escribo otra cosa, ¿no?
¿Y estás escribiendo otra cosa?
Estoy empezando a hacer algo. Es un poco raro. No se lo he contado a nadie más. Estuve leyendo Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, que son una maravilla. Yo no sabía muy bien qué eran, y la historia es que hay un posadero, en una posada donde llegan peregrinos distintos, y cada uno cuenta su historia. Chaucer tenía una idea mucho más ambiciosa, de no sé cuántos cuentos, y finalmente quedaron veinticuatro. Entonces aparece la historia del rey, la del mercader… cada uno va contando su historia, con un prólogo que los presenta. Es bellísimo. Yo he estado viajando mucho en el último tiempo, y he conocido bichos por ahí raros, personajes bien interesantes, o he tenido momentos especiales dentro de esta nueva visión que tengo del mundo. Entonces la idea es ser yo como esa posada, pero ambulante, y hacer retratos de estos personajes que he visto por ahí.
De los bichos.
Eso, de bichos por ahí [Risas].
Bueno, quiero acabar la entrevista con una frase de tu libro que, me parece, encierra la esencia de la obra. Escribes: «Quiero borrar mi historia personal y para ello tengo que recuperarla primero. Ese es el sentido de todo esto que cuento». ¿Qué quieres decir con eso?
Esto está relacionado con el ejercicio de la recapitulación. Como lo ve el toltequismo, y el zen incluso, e indudablemente Giordano Bruno con sus palacios y jardines de la memoria. Es que si uno recupera esa energía o se introduce en esos jardines o en esos palacios de la memoria, recuperas tu energía, limpias la casa, y eso hace que lo que venga adelante sea posible, ya sin lastre. Porque todo el tiempo tenemos el lastre de nuestras relaciones familiares, de nuestro pasado, de nuestras ideas del futuro. Si uno logra más o menos limpiar, barrer y trapear todas esas cosas, pues va a poder tener una experiencia distinta que no está condicionada por esos elementos que usualmente son tan pesados.
Hay una imagen que siempre me ha parecido bella. Se la leí a Barico hace poco en un ensayo, y es la idea de dejar las cosas en orden para escapar, para partir, para irse. No dejo deudas, dejo esto acá claro y ahora puedo pasar a hacer lo que se me dé la gana. Pero si uno deja cosas en desorden, si deja cosas por ahí sin resolver, hilos absurdos, pues no vas a poder arrancar con otra cosa.
La idea entonces es aprender a andar ligero.
Ese es el gran ideal, sobre todo para alguien tan pesado como yo, que tiene tanto lastre [Risas].
