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El ajiaco dominical

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Isabel Botero

Ficción, Edición 98 | 1 de agosto de 2025

Mientras hace las maletas para rehacer su vida al otro lado del mundo, Eleonor encuentra la manera de retoñar en otra tierra. Un cuento de Isabel Botero.

Los domingos eran todo un acontecimiento en la familia Vargas. Era el día del ajiaco y nadie quería perderse el ajiaco de Eleonor. Desde muy temprano las cocineras se ponían en movimiento para pelar los kilos y kilos de papas criollas, pastusas, sabaneras, blancas y rojas, cocinar los pollos y pelar las mazorcas. Eleonor supervisaba todo como si fuera la primera vez que preparaba el plato por el que se había hecho famosa entre la parentela. Ese domingo, el último del mes, estaba especialmente ansiosa porque su hijo Vicente venía a presentar a su esposa, una médica australiana que había conocido durante su especialización en el exterior. Tenía el humor renegrido por los nervios y por el dolor que le producían las várices y la hinchazón en los tobillos. El médico le había recetado unos zapatos ergonómicos para aliviar sus problemas circulatorios, pero le parecían tan inmundos que prefería aguantarse el dolor.

Sentía la sangre bombear.

Las venas hincharse.

El corazón como una motobomba.

A eso del mediodía comenzaron a llegar los familiares y amigos de la casa que se fueron acomodando entre el salón principal y el jardín. Antonio, el hermano soltero de Eleonor, era el encargado de amenizar la bienvenida repartiendo el aperitivo entre los convidados. El ajiaco comenzaba ya a espesarse cuando llegó la esperada pareja. Hacía cinco años que Vicente vivía por fuera y era la primera vez que visitaba a la familia desde que se había marchado. El reencuentro fue emocionante y a Eleonor le pareció que su nuera era encantadora, aunque demasiado tímida. A eso de las dos se sentaron alrededor de las mesas bien dispuestas y las cocineras llegaron con las soperas con el caldo espeso y los charoles con la crema de leche, las mazorcas y las alcaparras. Durante el almuerzo, Eleonor no le quitó el ojo a su nuera.

Todo estuvo exquisito, como siempre. Para finalizar, postre de natas y café negro.

A las cinco de la tarde los invitados sabían que era hora de marcharse y lo hacían sin rechistar. Cada domingo era igual. Pero ese día, Eleonor no se fue directo a su habitación sino que se quedó con el hijo y la nuera, quienes le entregaron los regalos y le mostraron algunas fotos de la boda. Aunque se caía del sueño, pro- curó parecer interesada. Al cabo de un rato, se disculpó. Su día había comenzado muy temprano y necesitaba descansar. Entonces, Vicente le pidió que se quedara un momento más.

—Vas a ser abuela –le soltó de golpe.

Eleonor se emocionó. Iba a ser su primer nieto. Con esfuerzo, se levantó de la silla y le dio un beso en la frente a cada uno.

—Y te tenemos una propuesta –continuó Vicente.

En ese momento, Eleonor tuvo la certeza de que lo que seguía a continuación no iba a gustarle, pero sonrió de la manera más dulce que pudo.

—Queremos que te vengas a Australia con nosotros. 

—¿Australia?

—Sí, necesitaremos ayuda con el bebé. ¿Y quién mejor que tú? –remató el hijo. Eleonor se puso lívida.

Y al ver sus caras anhelantes, no supo decir que no. Seis meses después, estaba empacando las maletas.

En sus 75 años de vida jamás había imaginado que pudiera vivir en un lugar diferente a Bogotá. En esa ciudad que amaba –y odiaba por partes iguales había transcurrido toda su vida, había criado a sus hijos, ente- rrado a su marido y lo que más le gustaba de viajar era el momento de regresar a casa. Pero la vida era una rule- ta y allí estaba empacado la suya en dos maletas. Con el único con quien había sido capaz de sincerarse fue con su hermano quien, como era de esperarse, la animó. Tenía una salud de hierro y el ánimo de un ejército. La vida le deparaba muchas aventuras. 

¿Aventuras?

Ella no quería aventuras.

Lo que más le gustaba era haber logrado dispensarse una vida sin ellas. Pero una madre es una madre.

Hasta el último día.

La noche de la víspera no pudo conciliar el sueño y en medio del insomnio tuvo una revelación: nunca volvería a preparar el ajiaco. En los días previos había estado nerviosa, buscando excusas para declinar la invitación. Temía sufrir una embolia por pasar dema- siado tiempo sentada en el avión. Entonces el médi- co le había mandado un tratamiento anticoagulante y medias de contención. Luego, sintió pánico de viajar sola, perder las conexiones, el equipaje y no entender ni papa. Así que decidieron mandarla recomendada. Al ver que para su desgracia todo parecía tener una solu- ción, se resignó a la idea. Pero, ¿y el ajiaco?

Se levantó y fue hasta la cocina. Repasó el lugar intentando aprehender cada cajón, cada gaveta. Era un espacio donde había pasado muchas horas. No, horas no. Días, meses, años. El verdadero hogar. El corazón de la familia. El principio de todo. Abrió la nevera y sacó un puñado de papas criollas, otro de guascas y se fue para su habitación. Comenzaba a amanecer. El chofer pasaría por ella a las siete en punto. Tomó una ducha hirviendo que inundó el cuarto de vapor y luego se vistió con parsimonia. Primero, los calzones y las enaguas. Luego, el sujetador. Acto seguido las medias de contención, la falda de paño plisada, la blusa blanca y el suéter de lana. Cuando estuvo lista, tomó cuatro papas y se las escondió en un seno. Luego, las otras cuatro en el otro. Por último, la bolsa con guascas dentro de las medias.

Veintisiete horas de viaje. Escalas. Horas interminables. 

Las venas haciendo pum pum pum.

Por fin, Eleonor aterrizó en el aeropuerto de Sídney.

Iba muy advertida de los estrictos controles aduaneros y la férrea política de ingreso de alimentos, así que se abs- tuvo de empacar algunos de los regalos que los familia- res le habían llevado la víspera, como el manjar blanco, las arepas boyacenses, la libra de café, el chocolate y los quesos pera. Sus piernas comenzaron a temblar cuando se acercó al control de los rayos x.

Atravesó el umbral en silencio. 

Ninguna luz se encendió. Ninguna alarma sonó. Y llegó al otro lado.

Vicente la esperaba junto a su nuera, que parecía esconder un globo debajo del vestido. Estaba exhausta. Solo quería llegar a casa. En la intimidad del cuarto, se desnudó. Con cuidado, introdujo las manos dentro del sujetador y fue sacando las ocho papas criollas que habían llegado retoñadas. Estaba observando emocionada las pequeñas raíces blancas que salían de los tubérculos cuando escuchó el llamado de su hijo que la invitaba a la mesa. Con prisa, se sacó las guascas y escondió su tesoro. Cenaron. Vicente aprovechó la ocasión para abrir una botella de un vino tinto que terminó bebiéndose solo, mientras las dos mujeres dormitaban en la sala.

Al día siguiente, la pareja madrugó a trabajar. La noche anterior le habían dado algunas instrucciones que debía tener en cuenta. Nada del otro mundo. Aunque estaba literalmente al otro lado del mundo. Más lejos no se podía estar, porque el mundo no era más ancho. La primavera apenas despuntaba y un tímido sol iluminaba el jardín. Eleonor aprovechó para abrir un surco en la tierra con sus manos regordetas, puso las ocho papas en una hilera y las tapó con tierra. El contacto con la humedad le trajo un recuerdo de su infancia en Boyacá, cuando se escapaba a la casa del vecino para ver esquilar las ovejas. Era un espectáculo aterrador que la maravillaba. El vecino abrazaba a la oveja y le pasaba una máquina eléctrica que hacía mucho ruido e iba desprendiendo la lana del animal, que quedaba en cueros.

El animal se dejaba hacer, resignado a su destino. Como ella misma.

En ese jardín de las antípodas.

A las dos semanas nació la criatura. Una niña blanca, casi transparente. El parto fue complicado y la madre necesitó de varias semanas para reponerse. Semanas en las cuales Eleonor tuvo que encargarse de la niña y de todo lo que tenía que ver con el hogar. Sus jornadas eran fatigantes y apenas dormía, pero demostró que tenía fuerzas para eso y mucho más. Era un verdadero ejército, como solía decirle Antonio. A los tres meses, la nuera terminó la licencia de maternidad y regresó a trabajar, así que a partir de ese momento a Eleonor le tocó hacerse cargo de la niña durante todo el día y parte de la noche, cuando la pareja llegaba exhausta y hambrienta. Después de cenar, la madre se encargaba de darle el baño al bebé y luego se encerraba en el cuarto a amamantarla con la poca leche que tenía hasta que las dos se quedaban dormidas.

Llegó el verano y la familia decidió irse a pasar las vacaciones a la Costa Oeste, donde alquilaron una casa para la temporada. El día de la salida, Eleonor les informó que no viajaría. Sentía que era importante que estuvieran solos y, además, necesitaba recuperar fuerzas. Estaba agotada. El hijo y la nuera no encontraron un solo argumento de peso para convencerla y partieron solos.

Había olvidado el placer del silencio, el sonido de la soledad. Para celebrarlo abrió una botella de vino blanco, se puso el vestido de baño y se fue para el jardín a tomar el sol. Tres copas más tarde, estaba roncando en la tumbona. Cuando despertó, sintió la piel ardida, la sequedad en la boca y un leve dolor de cabeza. Todos males menores comparados a la felicidad que la embargaba. Se acercó al huerto, que había ido sembrando en los pocos ratos libres que tenía, y arrancó una hoja de penca de sábila para la quemadura. Y entonces, vio los pequeños retoños en la hilera de las papas.

Eran unas hojas diminutas. Por culpa del vino, lloró.

Aunque sabía que no debía alimentar muchas expectativas, los pequeños brotes la entusiasmaron y en su mente y su corazón fue creciendo con fuerza la ilusión de un ajiaco. Aunque sea el último, pensó. El último y me muero.

*La publicación de «El ajiaco dominical» hace parte de una alianza entre CasaMacondo y el Fondo de Cultura Económica (FCE). A lo largo de 2025, este medio publicará una docena de relatos de ficción que aparecen en las antologías de cuento colombiano que ha publicado el FCE y que tienen como antologista a la profesora y poeta Luz Mary Giraldo. «El ajiaco dominical» apareció por primera vez en el libro de cuentos Vine a buscar el desierto (Seix Barral, 2019), de Isabel Botero.

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Publicado en Ficción, Edición 98

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