Lo oí primero: un grito desde el camino. No vi a nadie.

Yo había salido sin los perros. El grito se perdió en la sombra de la peña negra. Luego vi su figura y ya estuve segura de que se trataba de un hombre. Un hombre pequeño y menudo. A medida que me fui acercando, él se hizo aún más pequeño y su carga más grande. Llevaba un azadón al hombro, un impermeable enrollado en un brazo, un costal agujereado y un morral colgado de la espalda que estaba a medio abrir y parecía contener una cobija, o algo blando y voluminoso. Lo alcancé pronto porque él subía despacio. De espaldas, su cuerpo se perdía entre la ropa que llevaba puesta, muy grande para él, desorbitada y absurda. Me detuve para saludarlo.

—Dios me manda compañía —dijo.

Su cara era también pequeña, desaparecía casi entre su carga y su ropa. Llevaba una chaqueta rota, bajo la chaqueta una camisa sucia abierta. En la cabeza, una gorra le cubría un tejido en croché rojo por el que se asomaban mechones de pelo. Vestía en capas pero ninguna parecía cubrirlo, como si no hubiera nada que cubrir, como si no existiera su cuerpo bajo tanta ropa vieja. Llevaba botas de caucho y unos pantalones sostenidos por un cinturón con un broche en forma de rectángulo. Los ojos le brillaban bajo la enramada de la acacia donde nos habíamos detenido para saludarnos.

La acacia estaba densamente florecida y esa nube amarilla se movía sobre nosotros como si estuviera separada de las ramas de árbol y se sostuviera en el aire por una corriente invisible que nosotros no podíamos sentir.

Iba ya a seguir subiendo cuando él me retuvo por el hombro para darme la mano. Pensé que había sido mala idea salir sin los perros.

Mi mano se perdió entre la suya, grande para su cuerpo, y áspera.

—Jesús. Jesús Garzón. ¿Y usted?

—Ester.

—Estercita. He tenido muchas amigas con ese nombre —al hablar arrojaba bocanadas con olor a alcohol en el aire frío y limpio de la tarde.

¿Muchas amigas con ese nombre? Ester no es un nombre común, pensé.

La sonrisa de Jesús era ambigua. Pensé que me estaba mintiendo pero que debía ser bondadoso. Era muy pequeño para hacerme daño, aunque tal vez una fuerza inesperada le dormía en el cuerpo. Parecía cansado por la subida. Tenía los ojos cada vez más húmedos, como si estuviera cerca de las lágrimas. Sobre su hombro sobresalía el mango del azadón.

Seguimos andando. Él tratando de alcanzarme, dejándose caer más que subiendo.

Entre las ramas de arrayanes se ocultaba la vereda. También los arrayanes estaban en flor. Tenían esas flores blancas solitarias en forma de estrella.

—¿Se va a su casa a descansar? —le pregunté.

—No vivo por aquí, voy a un trabajo.

Me extrañó que pudiera trabajar borracho como iba. Además era domingo. Debía ser jornalero en los cultivos de otros.

—¿Hoy va a trabajar?

—Madrugar. Mañana. Allá.

El esfuerzo de la subida le entrecortaba el aliento. Había en su voz algo suave, apaciguado.

Me adelanté, o él se retrasó; sus pasos se fueron acortando, y cuando ya no era más que una figura borrosa unos metros más abajo, oí que me llamaba.

—Estercita, espere.

Lo esperé.

—Estercita, venga.

Deshice mis pasos. Cuando estuve de nuevo a su alcance, me entregó su azadón sin decir nada. Quería que lo ayudara con la carga.

—Es que salí sin almuerzo y vengo como sin valor.

—Viene es como con tragos —le dije.

No pareció oírme. Balanceó su cabeza adormilada. Sudaba. Pensé que podía ayudarle. En verdad se veía agotado.

El mango del azadón había absorbido el calor de la mano del hombre y estaba húmedo. Era blando al tacto, había sido labrado por el uso. La hoja del azadón destelló con el sol que empezaba a esconderse tras la peña negra. Al echármelo al hombro se desprendió del azadón un terrón de tierra. Seguí subiendo. Ahora caminaba más despacio, frenada por el peso.

La vereda estaba atravesada por un camino real hecho siglos atrás por los indios.

Las piedras se habían vuelto como huevos con el tiempo, o como lajas cubiertas por una fina capa de cieno verde, casi transparente, y tenían el lomo suave, brillante y resbaladizo. No era un camino transitado, pero algunos campesinos lo usaban para pasar de la parte alta de la vereda a la parte baja.

Antes de llegar al camino había unas pocas casas, cultivos de papa cubiertos de flor morada, unos sembrados de maíz. Luego aparecían largas líneas de eucaliptos, altos y azules, zarzas cubiertas de líquenes color ceniza, troncos infestados de bromelias rojas.

Me gustaba hacer ese camino por las tardes, cuando el sol empezaba a ocultarse detrás de la gran peña negra que dominaba la vereda. Peña Alta, le decían a la peña. Pero decían también que tenía un nombre antiguo olvidado.

Para llegar al camino real se avanzaba primero por un lecho de piedras sin forma ni orden, como un río seco. Por ese pedregal subíamos Jesús y yo en silencio; yo con el azadón al hombro, él con todo el resto de su carga, borracho, mirando al suelo, y levantando de vez en cuando los ojos para ver si yo seguía adelante, si no me había desaparecido con su azadón, aunque el que parecía que en cualquier momento iba a esfumarse era él, a dejar un montón de ropa vacía sobre las piedras.

Después del lecho de piedras se entraba al camino real girando a la derecha por un paso cubierto de troncos de eucalipto derribados. Parecían recién talados, pero siempre estaban allí, justo en ese punto, y entonces a lo mejor no eran los mismos troncos, sino siempre otros, nuevos troncos aserrados y caídos que formaban esa pila de madera rojiza, húmeda y perfumada.

Me daban lástima los árboles.

Alrededor de los troncos, el suelo estaba cubierto de virutas blandas y pálidas. Hundí los pies en esa cama de aserrín, y sentí que de repente el azadón se hacía más pesado sobre mi hombro. Mucho más pesado.

—Estercita —Jesús se rio como burlándose.

Me di la vuelta para verlo.

—¿De qué se ríe, Jesús?

—¿Muy pesado? ¿Se cansó?

Sentí un roce de aire frío en los brazos que llevaba descubiertos.

—Todavía no, Jesús —respondí—. ¿Y usted?

—Usted sube muy rápido, Estercita —su tono seguía siendo burlón—. No me vaya a dejar botado el azadón.

Con las palabras de Jesús el azadón pareció recuperar su peso inicial. Oí mis pisadas nuevamente sobre la tierra desnuda, fuera ya de la cama de virutas.

En ese momento un perro pequeño que no había visto se me adelantó. Su presencia alivió un poco la inquietud que sentía.

—¿El perrito es suyo? —pregunté.

Jesús dejó escapar un gemido a manera de asentimiento.

—¿Cómo se llama?

—Consentido. Se llama Consentido.

Consentido era muy pequeño y su barriga rozaba el suelo. Tenía las orejas largas y la cola corta, en punta, hacia arriba. Parecía un perro salchicha, pero más pequeño. En vez de collar tenía amarrado al cuello un hilo de lana negra que dejaba arrastrar por el camino. Me pregunté cuántos años podía tener Jesús, ese hombre que no podía seguirme el paso, tal vez más por la borrachera que por la edad, porque no debía ser tan viejo. Se lo pregunté a él.

—¿Cuántos años, Estercita? —lo dijo como si no fuera una pregunta ya hecha, como si yo acabara de inventarla y eso no se hubiera preguntado nunca entre la gente—. No me acuerdo, Ester, no me acuerdo.

A lo lejos se oyó el chillido de un cerdo.

Cerca estaba la marranera de Ángel Pardo, en lo más alto de la vereda. Tenía que pasarle por el frente al salir del camino real.

El último sol de la tarde iluminaba las piedras. Era época de lluvias y las amanitas rojas crecían con sus sombreros cubiertos de verrugas blancas al borde del camino. En tiempo seco no podía verse ninguna.

La respiración de Jesús se hacía más y más sonora, entrecortada. Era un jadeo. En comparación, mi respiración ni existía.

—Más despacio, Estercita. Vaya más despacio —dijo sofocado.

—Voy lo más despacio que puedo.

Me detuve a esperarlo otro poco. Unas flores rojas alargadas, con los pétalos dentados, colgaban como hilachas de una rama. Dejé el azadón en el suelo. De pronto me sentí cansada. Me empezaba a impacientar Jesús, a estorbar su respiración; me empezaban a irritar sus llamados.

—En este árbol —dijo jadeando—. Fue aquí. O más arriba.

—¿En este árbol qué?

—Lo enterré.

Los ojos se le habían secado y ahora podía verse la sombra blanca de las cataratas en el ojo izquierdo.

—¿Enterró qué, Jesús?

—Enterré el azadón, Ester.

—Pero si el azadón lo llevo yo.

—Enterré otro. Otro que tenía.

Había algo monstruoso en la imagen de un azadón enterrado en la tierra. Un azadón enterrado probablemente con el mismo azadón que yo llevaba al hombro.

—Pero ya no puedo más: descansemos aquí, Ester.

Al menos había dejado de llamarme Estercita.

Estaba muy cansado. Se sentó con las piernas abiertas sobre el pasto y los codos sosteniendo la espalda reclinada. Su respiración ocupaba mucho más espacio que su cuerpo menudo y ladeado. La impaciencia se alternaba en mí con el miedo, un miedo impreciso y vago, y con la compasión.

Pobre hombre, pensaba. Pobre hombre.

Y fue este pensamiento el que me dominó cuando accedí a sentarme a su lado.

Estuvimos unos minutos en silencio mientras la respiración de Jesús se aquietaba. De vez en cuando dejaba escapar murmullos que no parecían palabras. Frente a nosotros se extendía un potrero cubierto de flores amarillas, y a nuestras espaldas se oían las vacas rumiando, todas al mismo tiempo, con el sonido de la hierba mascada, triturada, que rodeó nuestras cabezas.

Yo seguía en silencio. Jesús se puso el dedo índice sobre los labios. Las vacas masticaban el pasto blando y casi podía oírse cómo el jugo verde impregnaba sus lenguas. El aire alrededor de las grandes bocas que se movían rítmicamente debía estar más tibio.

—¿El azadón…?

—Aquí debajo —dijo Jesús extendiendo la mano con la palma vuelta hacia la tierra.

—¿Lo quiere desenterrar?

—Si me ayuda, Estercita. Pero yo estoy muy cansado. Lo mejor es que se vaya. Yo me voy a quedar aquí un rato largo.

—¿Un rato? —Me puse de pie y vi a las vacas con los ojos vueltos hacia el suelo y una locura en ellos, una mansedumbre, como si mascando hubieran entrado todas en el mismo trance. Sus hocicos rozaban el pasto—. Pero ¿haciendo qué, Jesús? ¿Va a desenterrar el otro azadón? 

—Váyase, Estercita. Es mejor que se vaya.

Solté el azadón que aún tenía agarrado por el mango. La herramienta se deslizó suavemente de la palma de mi mano y quedó en el pasto, junto a los pies de Jesús. Él se quedó mirándome. En su mirada volvía a brillar la ebriedad, incluso más que antes, como si el efecto del alcohol se hubiera acentuado al sentarse a descansar. Se había quitado la gorra y solo el tejido rojo de croché le cubría la cabeza como una cofia extraña. Se pasó la mano por la frente sin dejar de mirarme, pero ya no a los ojos, sino que parecía mirar a través de mí, hacia las bóvedas de ramas y musgo que se formaban camino arriba.

Consentido daba vueltas en torno a su amo. En el hilo de lana negra que arrastraba por el suelo se habían enredado hojas secas y plumas de pájaro, como recién caídas de un nido.

No quise seguir subiendo por el camino y preferí dar media vuelta, aunque no hubiera terminado el recorrido que acostumbraba a hacer por las tardes. Había subido tan despacio con Jesús que la luz ya empezaba a cambiar, las piedras del camino se oscurecían, igual que si estuvieran mojadas. Lo más seguro era que si daba la vuelta por la carretera y pasaba frente a la marranera de Pardo, se haría de noche antes de llegar a casa. No quería tampoco volver a cruzarme con Jesús a la vuelta, ni sentado ni andando, y prefería aliviarme de una vez de la inquietud que me causaba.

Otro chillido de cerdo se oyó detrás de la peña distante y afilada; se extendió en el aire como una resina oscura y pegajosa.

Bajé con cuidado para no quebrarme un tobillo en las piedras del camino.

Pasé frente a la casa de Agustín, que había vivido con su hija hasta que ella se había ido a la ciudad. La casa parecía cada día más dejada. Las luces ya estaban apagadas, o aún no las había encendido. Frente al alambrado se apilaban unos costales de papa. Los habían descargado y no los habían entrado, o estaban listos para que los llevaran al pueblo.

Seguí de largo y volví a pasar bajo la masa de flores doradas de la acacia, oscurecidas al anochecer. Me acordé que la traductora de la cabaña en la zona boscosa de la vereda me había dicho que el nombre de la acacia venía de la palabra griega que quería decir ‘punta’, ¿o era espina?

Espina, pensé. Espina. ¡Qué palabra rara!

Me quedé bajo las flores repitiendo la palabra hasta que se me hizo del todo extraña. El árbol fue desapareciendo envuelto en esos pequeños soles oscuros y en la fragancia tenue que dejaban escapar.

Jesús se habría echado a dormir la borrachera junto a su azadón, y estaría hundido en un sueño negro y pesado.

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Este relato hace parte de Quietud, un libro de cuentos de Andrea Mejía que publicó la editorial La Navaja Suiza en 2022.

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