Lisbeth llevaba diez años trabajando en una empresa de importaciones como jefa de recursos humanos, cuando la despidieron por recorte de personal. Tenía dos hijas y no contaba con la ayuda de su exmarido, que vivía fuera del país y desde hacía tiempo no mandaba remesas culpando a la crisis económica de España. Cuando Lisbeth se quedó desempleada, pensó que esta vez el papá de sus hijas sí le enviaría dinero, pero ni siquiera volvió a contestarle el teléfono ni los correos.

Desde ese momento, Lisbeth comenzó a rezar todos los días. Su despido coincidió con el final de los carnavales y el comienzo de la cuaresma. A manera de penitencia y como ofrenda a Dios, se comprometió a ayunar todas las mañanas e ir a misa todas las noches. Había crecido en un pueblo del Caribe colombiano adonde llegaban todos los penitentes de la región para autoflagelarse en Semana Santa con unas bolas de hierro que estrellaban contra sus espaldas. Lisbeth no faltó un solo día a su promesa: no desayunó ninguno de los cuarenta días y en la noche podía estar cansada o deprimida, y no tener dinero para la limosna, pero igual iba al templo a rezar y, antes de dormirse, volvía a orar, acompañada de sus hijas, las tres a la orilla de la cama, arrodilladas, con los ojos cerrados y las piernas escocidas por los bordes de las baldosas.

Lisbeth buscaba empleo en el periódico y en internet, hacía llamadas a amigos y familiares, dejaba a las niñas en el colegio y se iba a tocar puertas a empresas y locales comerciales, pero no conseguía nada. El dinero de su liquidación iba menguando. A comienzos de año se había gastado los ahorros en los costos de la matrícula y los útiles escolares. Pero, justo unos días antes de Semana Santa, cuando prácticamente ya no tenía dinero en su cuenta, consiguió empleo. Se sintió eufórica cuando le informaron por teléfono, pero la felicidad no fue completa porque el trabajo apenas era temporal: debía hacerle una licencia de maternidad a la jefa de recursos humanos de un colegio privado al norte de la ciudad. Ni siquiera era toda la licencia sino parte de ella: un par de semanas, nada más. Lisbeth se lo agradeció a Dios, pero le dijo en sus oraciones que necesitaba un trabajo fijo y siguió visitando la iglesia todos los días, ayunando cada mañana y rezando todas las noches antes de acostarse.

Llegó el Viernes Santo. Lisbeth levantó temprano a sus hijas y las llevó a hacer la procesión a lo largo de catorce iglesias. A la décima estación, sus hijas no aguantaban más; se quejaban porque las rodillas habían comenzado a arderles. Aun así, Lisbeth las obligó a completar el recorrido por los catorce templos. Desde pequeña, había aprendido en su Santo Tomás natal que cada bendición debía estar precedida de una penitencia, que las cosas buenas se conseguían a punta de sacrificio, que Dios escucha los ruegos solo cuando son implorados con decibeles de dolor, a través de las llagas del cuerpo y el alma. Las grietas en carne viva son como bocas anhelantes, pensaba y recordaba que Dios había escuchado a Jesucristo en el desierto, porque este le habló con la carne quemada por el cansancio y las gónadas atormentadas por los cólicos de la represión, el estómago castigado por cuarenta días de ayuno y la piel mortificada por el sol y rajada por ráfagas de arena hirviente.

Llegó el Domingo de Resurrección. Esa noche Lisbeth cerró su ciclo de oraciones y ayuno para pedirle al Señor que le otorgara un trabajo fijo. Quedaba así a expensas de la voluntad divina y no tuvo que esperar mucho para ver los frutos. A la mañana siguiente, cuando apenas llegaba al colegio, se enteró. La mujer a la que estaba reemplazando había muerto en un accidente automovilístico junto a toda su familia; volvían del balneario donde estaba pasando unos días de descanso al lado de su esposo, la hija de ocho años, la segunda hija de cuatro, y su hijo de cuarenta y cinco días de nacido, cuando todos, salvo la niña de cuatro años, murieron. Se había salvado milagrosamente y sufrido apenas unas heridas superficiales. El padre había perdido el control del vehículo y terminaron estrellándose contra un árbol.

Lisbeth estaba aturdida. La cabeza le daba vueltas y tenía la impresión de que los compañeros la miraban como a un ave de mal agüero. Se encerró en la oficina y se arrojó en un mueble esperando que se le pasara el malestar. Desde un portarretrato la miraban sus dos hijas y ella misma, las tres abrazadas y sonrientes en un parque acuático. Se sintió acusada por la imagen idílica. Colocó el portarretrato bocabajo. Quiso arrodillarse y rezar, pero no se sentía capaz de hacerlo; un intenso pudor la detenía, como alguien que se abstiene de usar un cuchillo para cortar una cebolla, porque el utensilio ha sido empleado antes para matar a alguien. Llamó entonces a su mejor amiga y, sin saludarla, le preguntó enseguida si había visto la noticia.

—Acabo de verla.
—Los maté yo, Nelly —dijo Lisbeth.
—¿Cómo así? ¿Qué locura estás diciendo?
—Tengo cuarenta días de ayuno, durante los cuales le he pedido a Dios que me dé un trabajo estable. Al fin me lo dio: a partir de ahora quedaré instalada en este colegio como la nueva jefa de recursos humanos… ¿A costa de qué? Dime, Nelly Terán… ¡De una tragedia! Soy una asesina.
—Lisbeth, no eres culpable de nada. ¡Cálmate!
—Le insistí tanto a Dios durante estos cuarenta días… ¿No te das cuenta?
—Estás delirando, has ayunado demasiado. Descansa, tómate el día libre, mañana lo verás de otra forma.
—He sido una egoísta, Nelly. Me dediqué a implorar y a insistir, sin pensar cuál era el precio de mi deseo. Nada es gratuito, tú lo sabes. En este mundo todo está conectado, todo tiene un precio… 
—Estás alterada, Lisbeth, eso es todo. Tú no has deseado nada malo, deseaste solo el bien para tu familia, eso no es pecado.
—Definitivamente no entiendes nada, Nelly, o te haces la loca —dijo molesta y colgó.

Se le ocurrió averiguar por la niña que se había salvado. Se ofrecería a velar por ella de ahora en adelante. Si no tenía ningún familiar que se hiciera cargo de ella, la adoptaría. Y si otra persona la adoptaba, Lisbeth asumiría los gastos de manutención. Le pidió a la rectora el número de algún familiar de Nora, así se llamaba la mujer a la que reemplazaría indefinidamente. La rectora tenía el número de un familiar, pero no se lo dio de inmediato. Le preguntó primero para qué lo necesitaba.

—Quiero ofrecer mi ayuda en lo que haga falta.
—Pero tú ni siquiera conocías a Nora —le dijo la rectora.
—No la conocía, pero ahora voy a quedarme con su puesto, ¿no?
—Pues sí, eres una profesional competente, seguro te quedarás con el cargo… Pero este no es el momento más oportuno para hablar de eso.
—No, no, mi intención no es hablar de mi contratación, solo quiero un número de teléfono para darle el pésame a la familia y ofrecer mi ayuda.

La mujer le dio el número y Lisbeth volvió a su oficina. Marcó rápidamente y esperó ansiosa.

—¿Quién habla? —contestó una voz de hombre.
—Soy amiga de Nora… Bueno, no amiga, pero…

Lisbeth no sabía cómo continuar. Después de unos segundos, colgó conmocionada. Se metió en internet a investigar y vio las primeras noticias de la tragedia. En todas salía la misma foto: una selfi de Nora con el esposo y los hijos. La imagen era similar a la de ella y sus hijas en el portarretrato. Una transacción espiritual parecía haber canjeado la felicidad de una familia por otra, como si solo hubiera espacio en el mundo para una de ellas. Como si Lisbeth le hubiera entregado a Dios más ofrendas durante esos cuarenta días y se hubiera castigado más la carne y la de sus hijas, mientras Nora y su familia descansaban en hamacas y en la playa retozando con voluptuosidad en el agua de la orilla, bebiendo refrescos con hielo, desayunando frutas y pescado fresco, entregados a los placeres de la carne.

Fue al baño a lavarse la cara y en el camino se topó con un sacerdote que daba clases de religión en el colegio; a Lisbeth le dio la impresión de que la había saludado con aprensión.

—Padre, quiero hablar con usted, ¿tiene un momento? —le preguntó agarrándolo por la sotana.

Sin siquiera esperar una respuesta, lo condujo hasta su oficina, cerró la puerta, lo invitó a sentarse y lo miró fijamente.

—Dígame, por favor, ¿qué piensa de todo esto? —disparó Lisbeth.
—¿A qué se refiere?
—Me refiero a la muerte de Nora y su familia, al hecho de que yo me quede ahora con su puesto.
—Es la Voluntad del Señor.
—A eso me refiero —convino Lisbeth—. Cuando uno reza, influye directamente en esa Voluntad. De otro modo, ¿qué sentido tendría rezar?
—¿A dónde quiere llegar? —exclamó el sacerdote, impaciente y desconfiado
—Ayuné cuarenta días y fui todos los días a la iglesia, recé todas las noches, al lado de mis hijas, con un solo deseo: que Dios me diera un trabajo fijo como este…
—Un momento —la interrumpió el padre—. Eso no la hace culpable de ninguna tragedia —y se persignó con fervor—. No se ponga a pensar lo que no debe, ni sea tan prepotente de creer que puede influir en la Voluntad de Dios. A todos nos ha golpeado la muerte de Nora y de su familia, pero a nadie se le ocurriría culparla a usted de nada.
—¿Y entonces por qué todos me miran así?
—Son ideas suyas, nadie la ha mirado mal, nadie pensaría mal de usted, nadie creería que usted le ha deseado la muerte a Nora. Es absurdo.
—¡Este puesto está manchado de sangre! Usted lo sabe. Aquí ha ocurrido un evento espiritual, nadie mejor que usted para saberlo.
—¿Evento espiritual? ¿Manchas de sangre? Creo que está yendo demasiado lejos. Ningún deseo, ninguna petición puede alterar los designios divinos. No sea soberbia. Debería pedirle perdón a Dios y ponerse a rezar ahora mismo…
—¡Nooo! No me siento capaz de rezar ahora. Me da miedo que ocurra otra cosa mala.
—¡Por el amor de Dios, señora! ¿Qué está diciendo? La Voluntad de Dios no está al alcance de nuestro entendimiento; no pretenda comprenderla o alterarla, eso es pecado.
—Entonces, ¿para qué le pedimos a Dios si Él no va a hacer nunca lo que nosotros deseamos? Si son tan inútiles nuestras oraciones y peticiones, ¿para qué nos empeñamos en rezar y pedirle?
—Nosotros rezamos y Él nos escucha, como cuando alguien acepta una sugerencia antes de tomar una decisión. Sí, la tiene en cuenta, pero decide por sí mismo. En este caso, Dios escoge la mejor opción dentro del plan divino que tiene para cada uno. Al final solo nos concede lo que pedimos con el corazón, lo que invocamos desde la divinidad que opera en nosotros mismos.
—Esa divinidad, como usted dice, deseó por cuarenta días que se me despejara el camino hacia este trabajo, y justo hoy lunes, después del último día de ayuno, me entero de que Nora y su familia han muerto en un accidente y que yo me voy a quedar con su puesto. ¿Cómo quiere que me sienta?

El sacerdote sacudió la cabeza y sentenció, exasperado:

—No es Dios el que está hablando por usted sino el diablo. No lo deje entrar. Él siempre se aprovecha de nuestros temores y debilidades, de nuestras dudas. Recuerde lo que hizo en el desierto para quebrantar la fe de Jesús. Aprenda de él y no le entregue su cuerpo ni su mente… Ahora tengo un compromiso, pero, si quiere, seguimos hablando después. Mientras tanto, piense en lo que le he dicho, no pierda la fe y siga orando.

Lisbeth volvió a meterse en internet y leyó que la niña sobreviviente estaba en un hospital relativamente cerca del colegio. Se dirigió enseguida a la oficina de la rectora y le pidió permiso para ausentarse durante unas horas porque no se sentía bien. La rectora le hizo una señal con la mano queriendo decirle que no había problema.

En el hospital no tuvo que preguntar por la niña, pues encontró un grupo de familiares llorando, abrazados en la puerta. Se quedó a una distancia prudente escuchando lo que decían, incapaz de acercarse. Oyó en qué habitación estaba la niña y subió a verla. En la puerta de la pieza vio otro grupo de familiares llorando y se sintió aún más culpable. Ese sentimiento se afianzó con algo que decía uno de ellos: el hombre no entendía cómo Leonardo podía haberse equivocado manejando después de haber sido conductor por muchos años; a diario se enfrentaba a toda clase de vicisitudes en la carretera y estaba acostumbrado a recorrer distancias largas.

—Yo he pasado por esa carretera muchas veces —decía un hombre que manipulaba las llaves de un vehículo pasándolas nerviosamente de una mano a otra— y no recuerdo ningún hueco o desnivel en ese tramo, nada que pudiera descontrolar el carro. De verdad que no lo entiendo.

Lisbeth pasó por la puerta de la habitación y miró hacia dentro. Había otros familiares rodeando una cama y no pudo ver a la niña. Entonces esperó un rato en el otro extremo del corredor y volvió a pasar. Fue entonces cuando la vio. La niña vendada tenía una mirada apacible, varias personas le sobaban la cabeza y le agarraban las manos. Seguramente no le habían dicho aún que había muerto su familia, pero seguro ella lo intuía por la manera en que la trataban y el modo en que la abrazaban. Lisbeth no pudo contener las lágrimas y se apoyó en una pared para no desvanecerse. Un familiar o amigo de la familia la agarró por un brazo y le preguntó si estaba bien.

—No es nada —se excusó.
—¿Eres amiga de Nora?
—Sí —mintió.
—Nunca te había visto —dijo el hombre y ella entonces reconoció la voz que había escuchado antes por teléfono—. ¿Quieres ver a la niña?
—Sí.
—Deja que salgan algunos familiares y entras tú. Yo soy hermano de Nora… —Y de pronto apretó los ojos, sacudió la cabeza y comenzó a sollozar—. No puedo creer que estén muertos. No entiendo por qué tienen que pasar estas cosas.
—Es la Voluntad de Dios —dijo Lisbeth recordando espontáneamente las palabras del sacerdote y casi a manera de excusa.
—No creo que Dios quiera que pasen estas cosas. Yo soy de los que cree que todo lo que le pasa al hombre es por culpa del hombre. No estoy culpando a mi cuñado, pero algo debió hacer mal. No fue precavido, manejaba muy rápido, algo por el estilo.
—Las cosas a veces pasan aunque uno haga todas las cosas bien —repuso Lisbeth. Lo dijo mirando hacia otro lado, sintiéndose infame.
—No sé, quizá tengas razón —dijo—. Espero que un día podamos tomarnos un café y seguir conversando… ¿No hemos hablado antes? Tu voz me resulta familiar.
—No lo creo —dijo azorada.

En ese instante salieron unos familiares de la habitación y el hermano de Nora se apartó y le hizo señas a Lisbeth para que entrara. Lisbeth ingresó insegura, como si sus pasos pudieran tropezar con algo y romperlo. En la habitación solo había dos personas: una anciana que, por el rostro compungido y la manera como le sobaba la frente a la niña, parecía la abuela, y un muchacho de unos diez años que debía ser algún primo.

—Buenas —dijo Lisbeth con un hilo de voz.

 La niña la miró de forma inexpresiva. Lisbeth hizo un esfuerzo por no llorar. La anciana miró al hermano de Nora con gesto inquisitivo y el hermano de Nora dijo atropelladamente que Lisbeth era amiga de Nora. Lisbeth no aguantó más, dio media vuelta y salió corriendo de la habitación para huir lejos de todo. Quería escapar incluso del trabajo que tanto había deseado. Corrió como una loca por el pasillo esquivando camillas y enfermeras, llorando y maldiciendo mentalmente a Dios.

Cuando salió del hospital, una mano la agarró del brazo. Volteó y vio que era el hermano de Nora. Él también tenía la respiración agitada; al parecer, había corrido detrás de ella para alcanzarla. Sin mediar palabra, la condujo hasta una cafetería del otro lado de la calle; eso le gustó a Liseth en medio de todo: su resolución, la intención que tenía de consolarla cuando él era quien más consuelo necesitaba. Al atravesar la calle, cuidó que no los atropellaran, como si en todas las esquinas acechara un dios maligno.

Se sentaron en el rincón más calmado de la cafetería y el hermano de Nora le agarró una mano y la cubrió poniendo la otra mano encima. Lisbeth dejó que se la sostuviera en la mesa y hasta permitió que se la acariciara delicadamente. Se sintió conmovida por el gesto cariñoso y la mirada dulce de aquel hombre que, apenas conociéndola, tenía ese gesto tan familiar y generoso.

Pero entonces se acordó de que aquello era precisamente lo que hacía años le venía pidiendo a Dios: un buen hombre, un esposo protector, un padrastro para sus hijas…

Así que, suavemente, sintiendo de nuevo otra oleada de culpa, le soltó la mano.

Paul Brito ha publicado seis libros en géneros distintos, pero unidos por una idea que él denomina Teoría de la continuidad. Los más recientes son: La vida no es un ensayo (Luna Libros, 2022) y Restos orgánicos de un mundo anterior (Seix Barral, 2020). Toda su obra ha sido traducida al inglés por Jonathan Tittler, traductor de libros como El beso de la mujer araña de Manuel Puig.

La publicación del cuento «El dios de los deseos ajenos» hace parte de una alianza entre CasaMacondo y el Fondo de Cultura Económica (FCE). A lo largo de 2025, este medio publicará una docena de relatos de ficción que aparecen en las antologías de cuento colombiano que ha publicado el FCE y que tienen como antologista a la profesora y poeta Luz Mary Giraldo.

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