Olga era botones en un hotel de la bahía. En la mañana del jueves recibió una llamada. Había un cheque a su nombre en el banco de la ciudad. Era una cantidad de seis cifras.
Olga no tenía teléfono celular ni correo electrónico. Fue un milagro que la de la Asociación de Usos y Derechos de la Imagen la encontrara. No tener celular era igual que no existir. Olga vivía tranquila al borde de la inexistencia. Las personas de las que le interesaba recibir llamadas o correos estaban muertas o habían desaparecido. La de la asociación le dijo que menos mal que estaba inscrita en la base de datos de empleados del hotel. La jefa de servicios generales recibió la llamada en la recepción: «Claro que trabaja con nosotros», y le mandó a decir. Luego de pasar al teléfono, otros empleados vieron a Olga llevarse las manos a la cabeza y secarse las lágrimas con el delantal. El dinero del cheque era el acumulado del pequeñísimo porcentaje que le correspondía por la taquilla en cines y las reproducciones de una película basada en su vida. Olga no sabía que se pudiera cobrar dinero por haber sufrido tanto. Estaba a punto de morirse de vieja y nunca se había ganado nada. Ni una rifa. Nada. Se recompuso y esbozó en su cabeza la secuencia de acciones que ejecutaría desde ese momento hasta las ocho de la mañana del día siguiente.
La supervisora general de los empleados del hotel le pagó el jornal completo. La agarró de los hombros y le dijo que podía tomarse el resto del día. El día siguiente, incluso, de ser necesario. Olga preguntó a una de sus compañeras por el horario de la oficina bancaria más cercana, guardó su uniforme del hotel en los casilleros destinados al personal y caminó en dirección al puerto. Sonrió a dos personas que iban en sentido contrario, pero no le devolvieron el saludo. Olga vivía con Fals en el barrio chino y de los dos ella era la única que ganaba dinero. Fals recibía donaciones de encurtidos y enlatados de sus fieles. En eso consistía su aporte. Era ministro de una vertiente del anabaptismo que le impedía tocar billetes o monedas con las manos. Nunca les faltó comida. Lo que Olga ganaba cubría el valor del alquiler, sus gastos de transporte y ya. Mes a mes debía consignar el veinte por ciento de su sueldo a una cuenta corriente que la orden de Fals destinaba para los aportes reglamentarios a la construcción del gran templo.
Era una mañana clara. A Olga le sudaban las axilas. Caminaba sin salirse de la línea de sombra. Salió de la bahía y entró al puerto por el paso del muelle Colón. Un grupo de niños nadaba junto a un peñasco. Despedía un crucero con las manos. El barco estaba repleto de gente rubia que botaba monedas de veinticinco centavos de dólar al mar. Los niños se peleaban por sacarlas del agua. La ciudad estaba clavada en la costa del mar Caribe. Los veranos eran interminables y solo llovía en la temporada de huracanes. Las nubes se movían más rápido que en otros sitios y la fuerza de los rayos del sol imposibilitaba que cualquiera, salvo los locos y los turistas, paseara a mediodía. Desde el aire, la ciudad parecía más grande de lo que era. Los aviones de la mañana dejaban rasguños blancos en el cielo que se perdían más allá de la vista. Olga nunca se había montado en un avión.
Hizo la fila del banco pensando qué ruta tomaría para llegar al barrio que daba a la desembocadura del río y cómo le diría a su esposo, el predicador Fals, que era preciso que ambos salieran de la ciudad antes del anochecer. Recibió la plata y agradeció a la empleada bancaria por las tres monedas y los doce billetes, como si el pago hubiera salido del bolsillo de ella y no de las arcas de la Asociación de Usos y Derechos de la Imagen. Quiso tomar un taxi. Al pensar que se había ganado la plata sin hacer nada, sintió vergüenza. Tomó una buseta hacia el río. Fals tampoco usaba celular, pero Olga conocía su agenda. Antes de ir a trabajar cada mañana, ella misma alistaba los hábitos litúrgicos que correspondían a cada día, de acuerdo con el lugar de la prédica. Fals había salido de su casa vistiendo la sotana impermeable. La ceremonia bautismal se hacía el último jueves de cada mes en el río, tal como lo mandaba la tradición de los ordenados del gran templo.
En el camino, Olga hizo una oración en nombre del director de cine y reparó en que ya no recordaba su cara. Ni siquiera en los periódicos. Había olvidado cuáles eran las preguntas que le había hecho para concebir la película que retrataba cómo lo había perdido todo. Pero ahora, en la imagen vacía de la cara del director que su mente se empeñaba en dibujar, aparecía el brillo de unos ojos marrones embellecidos por la gratitud de los billetes nuevos, recién salidos del banco. Se preguntó qué sería de él y volvió a sentir vergüenza al reconocer que, de volverlo a ver, no tendría nuevas historias por contar. Ningún recuerdo era tan claro como el de la muerte de su hija. Como si en aquellos seis o siete años de su vida, perdidos en su pasado, moraran las únicas anécdotas honestas y valiosas que poseía.
Al bajar de la buseta compró una botella de litro y medio de gaseosa. Regó el líquido en la canaleta de un andén y apuró el paso con la botella de vidrio bajo el sobaco. La prédica se hacía dentro del agua. Fals era poseedor de una sustancia liberadora única que nadie sabía describir. Parafraseaba las escrituras con voz llorosa, enfatizando que las gestas de los antiguos debían servir a los modernos. La multitud atendía el sermón en la ribera, sentada en los peñones, trepada a los árboles de tamarindo, montada en los planchones que iban de una orilla a la otra o en las lanchas de los pescadores. Había cuatro mujeres paradas frente al predicador, sumergidas hasta la cintura como él. Fals reflexionaba sobre los problemas de la vida en pecado. Tomó a una de las mujeres del cuello, la hundió en las aguas con ambas manos y no la dejó salir hasta que ella empezó a chapalear por la asfixia. Olga se sentó entre los feligreses con una serenidad firme y melancólica. En la orilla del río se quedaba varada una nata del color del arcoíris. Fals tenía casi setenta años, era menor que Olga y todos los pelos de su cabeza eran negros. Su piel era cobriza y sus ojos de un azul tan claro que parecían mostrar lo que había del otro lado.
Después de revolcar a las mujeres entre las aguas vino el sermón de la ceremonia bautismal. Consistía en un recuento de su conversión al anabaptismo. Pedía a la multitud que lo imaginara de veintiún años, porque fue entonces cuando lo promovieron a líder de escuadra en la empresa de control de plagas urbanas para la que había trabajado desde los quince. Su vida era deshonesta. Su corazón se movía por el deseo de la ventaja. Lo que le interesaba en realidad era el engaño. Se educó en la identificación de la mierda de las ratas, en la distinción de las especies de hormigas y termitas, y en la dosificación de los venenos. Era tacaño con los ingredientes de las pócimas y sabía que el éxito de un trabajo como aquel dependía de acabar con las plagas, pero no con las condiciones para que estas se establecieran de nuevo en un mismo lugar. Lo mismo aplicaba para el pecado en el corazón de la gente, decía:
—¡De nada vale contenerlo, si no se hace del espíritu una morada inhabitable para el diablo!
Olga conocía de memoria el discurso. Le fastidiaban los gritos con los que algunas feligresas entonaban sus cantos para llamar la atención de Fals, la convulsión ficticia con la que las más ansiosas se tiraban al suelo y se meneaban como pescados agonizantes para que él las recogiera. Olga se distrajo de la vergüenza ajena disipando la capa colorida del agua con el dorso de la mano y sumergiendo la botella en el río hasta llenarla. Las burbujas de aire estallaban en la superficie y propagaban ondas verdes y anaranjadas. Comprobó la limpieza del agua con el cristal de la botella a la luz. La muestra contenía espirales de todos los colores. Vertió el agua sobre el río y la volvió a llenar. Repitió el proceso hasta lograr una transparencia que la dejó satisfecha. Fals empezó a chapalear entre las aguas dulces recitando números en creole o papiamento, y todas las mujeres lo imitaron. Cuando terminó la ceremonia, Olga esperó a que la multitud se disipara, lo ayudó a recoger los objetos litúrgicos y lo invitó a comer.
Ordenaron medio pollo al estilo árabe. Mientras esperaban, ella lo previno: tenía algo importante que pedirle. El reverendo se cruzó de brazos y cerró los ojos en una actitud de confesor. Olga se acercó a él por encima de la mesa. Le dijo que tenía dinero para alquilar un carro, para regresar a su pueblo después de tantos años. Fals hizo que Olga repitiera la propuesta. Le preguntó de dónde había sacado la plata. Ella dijo la verdad. Él se secó la frente. Sentía rabia. No le gustaba que Olga le ocultara cosas. Mucho menos que recibiera dinero a sus espaldas. Pronunció la palabra «traición» al señalar que su mujer le había escondido por años que le pagaban por dejarse mostrar como una puta en aquella película.
A Olga se le arrugó la cara. Era una metáfora de su corazón. Juntó su valor para que no se le quebrara la voz al decirle al reverendo que se equivocaba. Los comensales de otras mesas los voltearon a mirar. Fals le pidió que le mostrara los billetes que le habían dado en el banco. Olga se negó. «Te estoy diciendo la verdad», y juró por el alma de su hija que la plata había llegado a ella solamente por la voluntad de Dios. Fals no le habría creído en condiciones normales. Y fue como si los nervios de Olga se hubieran preparado durante años para este cambio de temperatura. La timidez de sus palabras se tornó fundamental y manipuladora. A su cabeza llegó la imagen de un cocodrilo que asoma los ojos por encima del agua o de uno que toma el sol imitando a las estatuas. Fals mascaba el muslo del pollo con la boca abierta y, cada vez que Olga concluía algo, miraba hacia el techo del restaurante como para comprobar con Dios que la mujer no mentía.
El dinero le daba para regresar sola a su pueblo, pero quería que el reverendo Fals cumpliera la promesa de volver con ella para bautizar a Irma. La niña había muerto sin ser bautizada y Fals había jurado que él mismo presidiría el sacramento cuando no cupieran dudas de que así lo deseaba la voluntad de Dios. Así lo habían pactado desde que Olga dejó de ser acólita, para convertirse en esposa, y acordó con él mantener la parte material del hogar porque así lo ordenaban las prescripciones del gran templo. Su primer trabajo como ordenada de la cofradía había sido de recepcionista en un motel del barrio Magallanes. Desde entonces consignó mes a mes el veinte por ciento de su sueldo a la cuenta del gran templo, sin protestar nunca ni preguntar cuánto faltaba para que se pusiera la primera piedra, dónde se haría ni cuántas personas aportaban a su construcción alrededor del mundo.
Con los brazos cruzados sobre la mesa plástica miró a su marido desprender la carne del último hueso de pollo y propuso donar al gran templo el sesenta por ciento de la plata de la Asociación de Usos y Derechos de la Imagen. El ochenta. El noventa por ciento si era necesario.
—Iremos el fin de semana —concluyó Fals con un aire benevolente.
—¿No te das cuenta? —añadió Olga casi susurrando—. El milagro no es que esto haya pasado, sino que sea precisamente un jueves. —Y señaló con la mirada la botella de vidrio que contenía un litro y medio de agua de río.
Fals no tenía opción. Él mismo había iniciado una cruzada contra las gaseosas, el licor, los postres, el cigarrillo, la música, el sexo y el cine. Aborrecía las películas a tal punto de haber organizado quemas de discos junto al río. Las mujeres solían preguntarle su opinión sobre las películas bíblicas. También las detestaba. No podía rebajarse a ver a Cristo o a Elías convertidos en falsos ídolos de barbas hermosas, perfectamente podadas para transmitir a los espectadores una versión pervertida de los sabios de Oriente. No era posible que una grabación pudiera contener el significado pleno de las Escrituras. Ahí mismo, junto al río, había quemado películas pornográficas, infantiles, de acción y, por supuesto, cada uno de los ejemplares que le regalaron a Olga como parte de la distribución de la película por fuera de las salas de cine. Su odio se ensanchaba al pensar en la actriz que la había interpretado, que la hacía parecer como una caricatura en escenas que idealizaban el pecado y la maldad humana con luces y maquillaje. Sabía que era un deber rechazar el dinero de la Asociación de Usos y Derechos de la Imagen, pero también lo era mantener los juramentos.
No podía negar que aquel dinero había aparecido en sus vidas el último jueves del mes. El agua bautismal había sido embotellada y bendecida con toda la solemnidad del caso. Contra toda lógica y conociendo los impedimentos sacramentales de la cuestión, había jurado a Olga que rociarían agua bendita sobre la tumba de su hija muerta el día en que no hubiera posibilidades de dudar de que el dinero provenía del cielo. La niña había muerto sin ser bautizada y a Olga la torturaba pensar que su hija fuera un fantasma diminuto y tiernísimo que ardía en las arenas movedizas del limbo.
Olga y Fals dormían en habitaciones separadas. Era fácil imaginar que él la golpeaba con frecuencia, pero jamás la había tocado. No sentía por Olga ninguna empatía erótica. Ella creía que el reverendo era virgen o asexual. Nunca tomaron baños juntos. Nunca se hicieron sexo oral. Olga se limpió la cara y empacó en un morral las mudas de ropa que ambos usarían en la ceremonia de la niña. Metió una peinilla también. Llevaba el pelo corto y prefería peinarse con las manos, pero esta era una ocasión especial. Una vez se lo dejó crecer para copiar el peinado de la actriz que había hecho de ella en la película, pero no consiguió verse parecida. Desde entonces se lo cortaba cuando le llegaba hasta los hombros. El reverendo se cambió la sotana impermeable por una camisa negra con alzacuello. Olga le pidió llamar al señor Wong mientras ella empacaba la cena: cuatro bollos de harina, una lata de carne procesada y dos lonchas de queso. El señor Wong era el casero. Atendía una modistería en el primer piso. Aunque a Fals le interesaba la moda, no había apretado nunca la mano de Wong porque creía que era marica. El chino le había hecho varias de sus sotanas. Solo había tocado a Fals para tomarle las medidas. Por lo demás, ambos mantenían una relación respetuosa. Olga recordaba que Wong había puesto a disposición su camioneta en el pasado. El precio de la renta era razonable, al menos para alguien que nunca había tomado en alquiler un carro.
Juntó el morral y la botella de agua bendita. Sacó de su nochero una cartuchera que había sido de Irma: un tubito de tela plastificada con cremallera, que contenía los únicos testimonios con que podía argumentar que su pasado y la tierra donde había nacido eran reales. Ahí guardaba dos crayones viejos, una fotografía de su mamá cuarteada por los años y un mapa dibujado en un pedazo de cartulina que Pavlo, su exesposo, el topógrafo muerto, le había regalado. Allí se precisaban la ubicación exacta de su pueblo y las dos rutas de acceso. El mapa de Pavlo reposaba doblado dentro de otro, avalado por el Instituto Nacional de Vías, que habían repartido en el hotel la noche de la ceremonia de inauguración de la autopista al sol.
Aquella vez, Olga le preguntó a uno de los funcionarios del Gobierno por la ubicación de su pueblo en ese mapa. Él la miró con desprecio. Olga volvió a buscarlo al día siguiente, pero esta vez con el mapa de Pavlo como referencia. Lo encontró en el bar del hotel. El funcionario del Gobierno se excusó diciendo que no todos los pueblos habían quedado en el mapa por una cuestión de economía en la lectura y trazó un círculo con su bolígrafo a dos o tres kilómetros de la carretera: «Según esto» —agregó mirando con desconfianza el mapa de Pavlo—, el desvío debería estar en algún punto entre el kilómetro doscientos veinticuatro y el doscientos treinta y dos».
El señor Wong les advirtió que esperaba la camioneta de regreso al día siguiente. No confiaba en el reverendo Fals. Olga estrechó la mano del modista en señal de que le daba su palabra y entregó la suma acordada para el alquiler, más tres cuartos adicionales que serían reembolsados al final y servían de póliza en caso de que el señor Wong recibiera la camioneta con alguna magulladura. A Fals le pareció que el chino se aprovechaba de ellos al cobrar ese seguro. La carrocería de la camioneta estaba en malas condiciones (la pintura, que era roja o lo había sido, estaba levantada por el salitre, sobre todo en la parte del platón). Fals sospechó que Wong terminaría quedándose como fuera con ese dinero, pero ya no estaba de ánimos para discutirlo con Olga. La cabina olía a gasolina. Tenía una silla doble, gris, descascarada. El aire acondicionado no funcionaba y el tablero parecía el de un avión abandonado. A Fals le tomó tres intentos prender el motor. Olga metió los refrigerios en la guantera vacía y despidió al señor Wong sacando la mano por la ventana. El reverendo pidió a Olga arreglar el espejo retrovisor de su lado. Dijo algo sobre no creer que el señor Wong manejara con el espejo tan abierto. La camioneta andaba bien siempre, salvo cuando había que parar en los semáforos, y Olga sentía que la vibración de la cabina le entraba en la cabeza. No habían salido todavía de la ciudad cuando le dijo al predicador que estaba mareada. Él le sugirió respirar por la boca. Se rebuscó en los bolsillos y le pasó una bolsa plástica para que vomitara.
El predicador conocía de primeros auxilios desde su época de exterminador de plagas y daba consejos de salud con la autoridad de quien ha estado al borde de la muerte. Él había sido devuelto a la vida. Había escuchado la voz de Dios. Comentaba el testimonio de su conversión con ambos brazos en el aire como un cactus del desierto, como si al contarlo reviviera un suceso de la misma envergadura que el despertar de Lázaro o el hallazgo de la moneda en la boca del pez. Repetía el relato para sus adentros, añadiendo nuevas tensiones, nuevos detalles, nuevos giros dramáticos que le mantenían la mente ocupada, despierta, fiel a su fe. Mientras Olga respiraba profundo, con ambas manos abiertas a la altura del ombligo, la imaginación de Fals revivía aquel servicio de exterminio de plagas para la parroquia de Nuestra Señora de los Esclavos, la alerta de los feligreses que habían visto ratones en el ábside durante las ceremonias. Había sido milagroso que la diócesis hubiera solicitado expresamente al mejor exterminador de la ciudad y que él hubiera ocupado esa dignidad erróneamente. Porque Fals no había sido el mejor, pero aceptó orgulloso, convencido de que lo sería cuando el veneno se esparciera por las catacumbas del templo. De modo que puso todo su empeño en crear un raticida lo suficientemente potente para acabar con todas las plagas del centro histórico. Lo hizo sin apoyo. Solicitó que se desocupara la parroquia. Encendidas las máquinas de resonancia electromagnética, identificó la primera madriguera bajo una de las baldosas de mármol y la segunda entre las paredes dobles de la nave central.
Fals sabía que el rigor de los hechos convertía las historias más bonitas en anécdotas sin sentido. Llegado a este punto usaba conjeturas para elaborar un recuerdo imposible en el que un ángel lo encontraba retorciéndose y lo sacaba a rastras de la parroquia, en el que una mujer que pasaba decía ser estudiante de medicina y le aplicaba el protocolo de reanimación, quitándole la careta de protección, descorriéndole la cremallera del traje antifluidos. El ataque había durado hasta la llegada de la ambulancia y los paramédicos lo sedaron. En el hospital se dijo que las convulsiones habían sido provocadas por el veneno. Se encontró que el traje antifluidos de Fals tenía una abertura en la entrepierna, fruto del roce típico al caminar de quienes tienen piernas gordas.
Desde su resurrección en la clínica del puerto, el rostro de Fals carecía de una expresión tranquila. Había regresado de la intoxicación de los venenos con un gesto de rabia en los labios, el de alguien que ha estado de viaje el tiempo suficiente para creer olvidadas las humillaciones de su primer trabajo y su ciudad natal, pero que al volver descubre que no es así. Mientras estuvo muerto, el reverendo creía recordar que su alma había acompañado a su cuerpo desde afuera, y todos los sucesos eran tan claros para él como si los hubiera visto por televisión —en ese entonces era fanático de las películas de vampiros—. Había sido ahí, en ese mismo instante, en el que había escuchado la voz de Dios. Puestos a describirlo, aquel sonido había sido equivalente al de todas las palabras en todos los idiomas sonando al mismo tiempo en la boca de un paciente terminal de cáncer de garganta.
***
Había mucho tráfico. Tardaron casi dos horas en tomar la autopista al sol. Olga sudaba. El aire estaba cargado de arena, apenas se movía y se mezclaba con humos calientes, pitidos y ruidos de motor. El cielo era una mezcla de amarillo y gris. Olga respiraba profundo con la lengua hacia atrás conteniendo el vómito. La cabina de la camioneta ardía. Fals le pidió que aguantara hasta salir de la ciudad. Pararon en la primera estación de servicio que encontraron. Fals pidió prestadas las llaves del baño para que Olga pudiera vomitar a sus anchas. Olga no aguantó. Vomitó de rodillas entre un matorral. Fals la ayudó a pararse y quiso apoyarla en la parte delantera de la camioneta, pero sobre la carrocería habría podido cocinarse un filete, a pesar de que ya no había sol. Fals abrió las puertas de la cabina de par en par. El reverendo se quedó junto a la camioneta mientras Olga iba a la tienda de la estación de servicio para comprar agua embotellada, luego de advertirle que si no se quitaba esa amargura de la boca volvería a vomitar.
La luz de la tienda era tan blanca que le resintió los ojos. El aire acondicionado la refrescó. Fue hacia las neveras y agarró dos botellas de agua helada. En la fila para pagar había tres personas delante de ella. Buscó los billetes en la cartuchera de su hija muerta. Mató el tiempo de espera releyendo un recorte de prensa que guardaba celosamente. Lo había encontrado una compañera suya en el periódico: «Mira, Olga: acá dice que habrá una ceremonia en honor a tu pueblo en la autopista al sol». A Olga le dio mucha rabia que la noticia no incluyera fotografías y que, para colmo de males, el día de la ceremonia fuera un viernes, el día de mayor trabajo en el hotel. Era solo letra y todo muy breve:
HOMENAJE
Gobierno prepara la instalación de una placa conmemorativa por las víctimas de la violencia. Asistirá la gobernadora. Presidente se excusa por no poder cumplir el compromiso. Se confirma la asistencia de la ministra del Interior.
Cuando estaba a punto de pagar, cambió una de las botellas de agua por otra de jugo de durazno. El capó de la camioneta estaba abierto. Fals hablaba con un empleado de la estación de servicio. Había intentado prender la camioneta sin éxito. El empleado llenó de agua el tanque de refrigerado y mencionó algo sobre las impurezas de la gasolina de contrabando, pero ni Fals ni Olga entendieron cabalmente de qué se trataba. Olga se enjuagó la boca con el jugo de durazno y escupió hacia el monte. El sabor de su boca se hizo dulce y refrescante. La camioneta se puso en marcha nuevamente. Fals bebió la botella de agua en varias tandas de tragos lentos y sonoros, y botó el recipiente vacío por la ventana. Olga cerraba los ojos en algunos tramos intentando reconstruir la plaza triangular de su pueblo, rescatar del olvido las direcciones de las amigas de su madre y la textura del polvo que recubría las calles. Vio grupos de luciérnagas volando al borde del camino. No recordaba haberlas visto en los últimos cuarenta años y sintió el deseo de guardar esa imagen en su mente hasta morirse.
Viajaban en silencio. La música de la radio se convirtió en lluvia. Olga buscó sintonizar otra emisora, pero ninguna frecuencia lograba transmitir nada en ese punto de la vía. Fals apagó la radio. El viento de la noche le agitaba el pelo. Olga miraba al predicador en la oscuridad. Tenía los ojos clavados en las líneas intermitentes que delimitaban los tres carriles que iban hacia el sureste. La autopista parecía no tener fin. Se extendía tan lejos como alcanzaban a alumbrar las luces altas de la camioneta y se renovaba a sí misma en la distancia. Daba la impresión de que andaban sobre un rodillo gigante. Olga exhalaba un aire cargado de sudor y cansancio. El saborizante del jugo de durazno le había dejado una película de azúcar en las paredes de la boca y ahora tenía más sed que antes. Fals la escuchaba respirar. Casi podía escucharla hacer la cuenta mental de cuántos kilómetros restaban para salir al camino sin pavimentar que sería el desvío que conducía hacia su pueblo, que debía estar en algún punto entre los kilómetros doscientos veinticuatro y doscientos treinta y dos (anotados con una caligrafía temblorosa a un costado del mapa que había dibujado el topógrafo desaparecido). La veía llevar el cálculo con los dedos y restar, tan pronto como superaban uno de esos postes kilométricos al margen del camino: kilómetro ochenta, kilómetro noventa, kilómetro cien.
Olga tenía los ojos abiertos. Intentaba recrear las direcciones de su pueblo, pero a la aparición de las imágenes se contraponía una niebla oscura que no dejaba ver formas ni detalles. En las proximidades del kilómetro doscientos veinte, Olga había pensado lo suficiente para saber que, en sus recuerdos, el pueblo de verdad se confundía con el que había visto en la película. Estaba segura de que ambos se parecían, pero no creía posible que el tiempo fuera tan jodido como para impedirle discernir entre el lugar en el que habían nacido ella y su hija y ese otro que el director había conseguido calcar de sus palabras con la ayuda de esa mujer tan parecida al diablo. Sintió que una trampa para ratas se activaba en su garganta. ¿Habían existido aquellas casas grandísimas junto a las plantaciones de algodón (que recordaba haber visto solo por fuera)? ¿Las había amarillas y blancas, con dos pisos y columnas, lámparas de araña y telas sirias colgando de las paredes (como las que soñaba a veces)? No sabía de nadie que hubiera regresado al pueblo para preguntarle, pero guardaba la ilusión de que, cuando ella misma lo hiciera, aquellas casas estuvieran vacías o habitadas por personas que la dejarían pasar a comprobarlo.
La luz de las estrellas era perezosa. Olga las miraba y sentía que la seguían. Fals le pidió que estuviera atenta. Iban a entrar al kilómetro doscientos treinta y cinco, y en cualquier momento aparecería el desvío hacia su pueblo. Si no lo tomaban, tendrían que hacer varios kilómetros hasta el próximo retorno. El motor de la camioneta sonaba forzado. Olga miró hacia el costado siguiendo la línea del borde de la autopista al sol. Supuso que el desvío sería un camino polvoriento. Le pidió a Fals que desacelerara. La velocidad le impedía concentrarse. El reverendo obedeció y avanzaron los ocho kilómetros restantes sin hablar. No encontraron el desvío. Tres kilómetros después dieron media vuelta y repitieron la operación en el sentido contrario. Ambos supusieron un error de cálculo el haber creído que el pueblo estaba de ese lado de la autopista, pero no dijeron nada.
Dieron tres rondas en total. Fals orilló la camioneta y puso el freno de mano. Olga supo que el vacío que sentía en la barriga no la dejaría dormir. Fals la miraba con desprecio. Ella no le mantuvo la mirada. Rogó por un último intento. El predicador le reprochó que no recordara dónde quedaba la entrada hacia su pueblo. Estaba seguro de que no había visto ningún desvío y se negaba a tomar cualquier otro que estuviera por fuera de los kilómetros señalados en el mapa. Remató diciendo que tenía sed, pero el agua y el jugo de durazno se habían acabado. Miró la botella de vidrio, pero Olga se negó a dársela antes de que se la pidiera. Fals le pegó un puño al techo de la cabina y abrió la puerta para irse a acostar al platón. La cabina estaba caliente.
Olga abrió su puerta para que corriera el aire. Qué más daba si no encontraban el desvío. Se preguntó por lo que sería de su suerte de no haberse largado nunca del pueblo. No tenía sueño. Le dolían los músculos del cuello y de la espalda. Se secaba el sudor de la frente con la mano cuando la atacó este pensamiento horrible. Se puso pálida y le sudaron las manos. Miró hacia el platón por el espejo retrovisor. Fals estaba acostado. Ella bajó de la camioneta. A pesar de que creía que el cielo de su pueblo era inconfundible, puso sus ojos en la sierra y deseó que los vientos de la noche la enfermaran para que la furia de Fals no cayera sobre ella al día siguiente si resultaba que estaban viendo los cerros desde el lugar equivocado.
Lo cierto era que su memoria no era la misma de los dieciocho años, que era la edad a la que había huido de ahí tras ver morir a Irma. Se cruzó de brazos y piernas recostada contra la camioneta y pensó en la oportunidad que había perdido. No creía que Fals aceptara bordear la sierra a la mañana siguiente. Tampoco es que el dinero reclamado fuera suficiente para pagar la vida de tres o cuatro días más en la carretera, menos si debía tributar el ochenta por ciento a la construcción del templo. Destapó la botella de agua bendita. La sed era un puñado de arena invisible que palpitaba en su boca. Tomó un sorbo largo y lo escupió. Sabía a jabón. Miraba al horizonte sin parpadear, como si de ello dependiera que la sierra no se moviera de su sitio. Ahora la noche estaba cerrada, pero Olga sintió que prometía algo, lo mismo que un huevo de ave o reptil, o un capullo a punto de florecer.
La despertaron los mosquitos. Fals ya estaba de pie. Orinaba hacia el monte dándole la espalda a la vía. El sonido del chorro hacía que Olga pensara en caballos hermosos. Reconoció en el color del cielo una luz que nunca la había abandonado. Fals metió la cabeza por su ventana. Le dijo que tenía sed. La obligación de bautizar a Irma un día que no fuera jueves hacía que las otras solemnidades perdieran su valor. Tampoco podía permanecer en la carretera hasta el jueves siguiente sin alterar el orden de las cosas: sin que la echaran del trabajo o sin que el señor Wong los denunciara por el robo de su camioneta. Olga conocía la secuencia de acciones que venían detrás de negarle algunos sorbos de agua a Fals. Prefirió evitarlas. Destapó la botella y tomó primero, brindando por Irma mentalmente. Hizo un buche grande y lo tragó sin respirar. El agua estaba tibia. Fals dio varios sorbos. Comieron los bollos, el queso y la lata de carne. El calor de la guantera había impregnado en la comida un olor a aceite viejo. La botella quedó por la mitad. Era agua de jueves y estaba bendita al fin y al cabo. Olga vio pedacitos de comida flotando en la botella y le pidió perdón al agua. La sierra continuaba ahí, interrumpiendo el horizonte. Fals hizo cuatro intentos antes de que el motor de la camioneta arrancara. Olga le dijo que avanzara hasta donde fuera posible. Fals la miró por encima del hombro; harían sesenta kilómetros hacia el sureste y luego regresarían a la ciudad, pasara lo que pasara.
El sol de la mañana levantaba un vapor fresco a ambos costados de la autopista. El asfalto de la vía partía el monte como un navajazo gris. Olga pensaba en la mala suerte de no encontrar el desvío. La aliviaba ser la única persona que conocía con el valor de regresar. En buscar y no encontrar solo había mala suerte. La que se resignaba a no buscar estaba maldita. Trató de recordar a quienes habían sido jóvenes junto a ella, a quienes también habían perdido el furor y la noche de esos años al son de las balas, pero sobre la frente de esos hombres y esas mujeres caía una neblina que no dejaba reconocer a nadie. Entonces quiso pensar en otra cosa. Estaba entrenada para eso: para desviar la mirada, para obligarse al olvido y para lo que conllevaba haberse pasado la vida volviendo a empezar.
Al mediodía, una tormenta coloreó el horizonte de gris. A Olga se le hacía que los relámpagos eran la chispa de un soldador que trataba de juntar el cielo con la tierra. Las primeras gotas de lluvia desaparecían antes de caer o se secaban como si en vez de estrellarse contra el asfalto de una carretera lo hicieran sobre un cuchillo de acero al rojo vivo. El aguacero cayó sobre ellos y Fals le pegó un puño al volante al comprobar que a la camioneta no le servían los limpiaparabrisas. Aminoró la marcha y le recriminó a Olga todo el esfuerzo que había hecho para acompañarla en algo que había considerado una locura desde el principio. En una idea tan idiota. Olga no supo qué decir o quiso pedirle que la dejara tranquila, pero no lo hizo. Aunque odiara aceptarlo, era posible que su esposo tuviera la razón. Si no había encontrado el desvío que llevaba a su pueblo a pleno sol, nada la alentaba a pensar que pudiera hallarlo con la ventana panorámica empañada por la lluvia. Fals no podía pensar de la indignación. En vez de detener el carro avanzó por el borde de la autopista para demostrar su punto: no encontrarían ningún camino sin pavimentar ni andarían por él.
Ella sintió ganas de hablar, pero se contuvo hasta que escampó. Lo único que podía hacer, tiesa entre la puerta descascarada de la cabina y el cuerpo tibio de Fals, era mirar hacia adelante. Repasó el nombre de todas las santas que conocía. Ninguna llevaba su nombre. Fals cambió el sentido de la marcha. Olga perdió la cuenta de las veces que habían hecho el recorrido. Durante todo el viaje el indicador del tanque de gasolina había señalado la letra E. No funcionaba, pero Fals no perdió la oportunidad de advertirlo en este punto y recalcó los riesgos de quedarse varados en medio de la nada. Ella, incapaz de refrenar su deseo por encontrar la tumba de su hija, asintió sin preocuparse. Ahora hacía calor en la cabina. La tormenta se había convertido en un vapor bochornoso.
El sol de la tarde se reflejaba en la chatarra tirada a ambos costados de la autopista. Olga se resignó a que Fals condujera la camioneta de vuelta a la ciudad. Volvió a pensar en el dinero de la Asociación de Usos y Derechos de la Imagen. Ya no estaba segura de querer donar el ochenta por ciento a la construcción del gran templo. Ni siquiera el sesenta ni el cuarenta. Se propuso volver sola a la carretera, sin contarle al reverendo. Ahora fantaseaba consigo misma caminando al borde de la vía. Culpaba a Fals en secreto. Había sido el protagonista de este fracaso. No podía dejar de pensar en sí mismo, en las veces que había escuchado la voz de Dios. El destello del sol en las señales de tránsito la desconcentraba. La luz roja le impedía ver con claridad la franja oscura del camino. Estaba malhumorada. Los brillos de la autopista parecían conspirar en su contra, contra el destino penitente de su hija.
A medio camino entre el poste que marcaba la ubicación exacta del kilómetro doscientos treinta y la cabina telefónica para emergencias que estaba a un lado de la vía, distinguió un pedestal enano detrás del quitamiedos en el que el sol reflejaba sus rayos. Esa piedra cuadrada que fue creciendo con la cercanía era el homenaje a su pueblo que había visto en el periódico. Le pidió al predicador que frenara. Fals orilló la camioneta. Olga se bajó del carro, todavía en movimiento. Cruzó los seis carriles de la autopista esquivando a los conductores que le pitaban. Hizo una pausa en el bulevar. La placa era cromada y no alcanzaba el metro de largo. La rodeaban arreglos florales tan secos que daban la impresión de que se convertirían en polvo con solo tocarlos. Olga leyó dos veces el mensaje conmemorativo y comprendió que había llegado demasiado tarde. Detrás del guardacarril crecían mimosas de flores blancas y moradas, y unos doscientos metros más allá se levantaba la hilera de palmeras reales que corrían a la par de la que un día había sido la avenida principal de su pueblo. Del otro lado de la autopista había tamarindos y más allá otro conjunto de árboles de sombra en el sitio donde una vez estuvo la plaza triangular. No había más rastros de las casas y las calles polvorientas que esos que ofrecía la tierra resplandeciente bajo las ramas de los amarillos en flor.
La hierba era gruesa y se enredaba en las canillas de Olga. Arropaba montículos de madera y adobe. Los escombros eran imperceptibles para quienes pasaban a sesenta o noventa kilómetros por hora. Las lluvias se habían empeñado en nivelar el terreno. Si se miraba la maleza con atención, se descubrían cornisas dobladas por el óxido o la esquina de alguna puerta podrida. Olga trató de ubicar el cementerio y vino a su mente una carta de Pavlo en la que le prometía que irían al circo. Una ceiba joven crecía sobre las ruinas de su casa. Al cabo de los años, el árbol sería muy grande. Su tamaño haría que aquel sitio se pareciera a cualquier monte. Nadie podría creer que este pastizal inofensivo, en el que ahora cantaban tantos pájaros, fuera el mismo lugar del que ella había escapado. Miró hacia los nísperos de la plaza triangular y recreó el camino al cementerio adivinando el punto exacto de la autopista en el que Irma debía estar enterrada. Fals estaba parado en el bulevar esperando a que los carros pasaran para reencontrarse con Olga. Ella lo veía completamente borroso, y así supo que estaba llorando.
* «Hacia un pueblo sin nombre» hace parte de «Todos somos Islas», el libro de relatos de Felipe Núñez Mestre que publicó la editorial Rey Naranjo este septiembre. El año pasado, la obra ganó el premio Casa de las Américas en la categoría Cuento.
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