Hace unos meses, en medio del escroleo habitual en IG, me encontré con una entrevista que le hizo Eva Rey a Margarita Rosa de Francisco. En un momento, la actriz y escritora le dijo: «Tengo las rodillas vueltas nada. Me he dado palo en los gimnasios». Me detuve a escuchar lo que tenía para decir.
Me fascina la vida de nuestra «niña Mencha». Y sobre todo me interesa su transformación en el tiempo: haber encarnado el arquetipo de mujer bella, que pasó de ser reina de belleza y una de las protagonistas de novela más queridas de la televisión, a empezar a cuestionar, uno a uno, los mandatos de esta sociedad descaradamente machista y conservadora. No quiso ser madre, se atrevió a hablar de las drogas, del amor entre mujeres. Por medio de su discurso, usualmente incómodo, casi siempre rebelde, le ha plantado cara a todo lo que sentía que la limitaba y la coartaba. Margarita escribió canciones, cantó y por años presentó uno de los reality shows más populares del país, así que esto de la imagen nunca estuvo en segundo plano. Conquistó también las redes sociales y, desde ahí, mostró la manía que ha atravesado su vida: el ejercicio.
Margarita, ese animal indomable, que obtuvo hace un tiempo un diploma en Filosofía, parecía no poder liberarse del mandato más tirano del patriarcado: la delgadez. «Es una patología y una buena moraleja, no vale la pena matarse tanto. Yo vine a descubrir ya vieja […] que también hay que disfrutar, darse sus gustos. Yo he sido loca de entrenar cinco horas. De llegar de una fiesta a las dos de la mañana a entrenar», le dijo a Eva Rey. Reconoce que le tocó desengancharse a las malas. Habla sobre el tiempo que ya no gasta de esa manera y no le pesa, porque tiene mucho que leer, ver y pensar. Esta idea de los kilos y las dietas también es algo que yo misma tuve que poner en perspectiva, así que, lejos de hacer un juicio despiadado, mi inquietud surge por comprender y desarmar ese lugar en el que comienza a anudarse la crueldad contra nosotras mismas.
Es cierto que hemos ido demasiado lejos en este culto a la belleza y a la juventud. Nos parece natural que se hable de antienvejecimiento, estrategias para detener el reloj, productos antiedad, la batalla contra las arrugas y la cultura del autocuidado como prácticas que nos ayudan a vivir mejor. Es tan brutal esta tendencia que ahora se popularizó el baby botox, unas microdosis de toxina botulínica para mujeres de veinte y treinta años; y cada vez es más común vivir entre láseres, rellenos, agujas y consultorios en los que sucede algo de lo que no se habla lo suficiente: a menudo en estos tratamientos hay sufrimiento y dolor, todo justificado porque «la belleza duele». Y no solamente duele: cuesta. Gastamos recursos que no nos sobran deseando resultados que sirvan como pasaporte de oportunidades. «La feminidad exitosa exige juventud. Las mujeres que valen son las que parecen jóvenes y bellas», dice la activista feminista y escritora argentina Lala Pasquinelli, en su comunidad digital @Mujeresquenofuerontapa, desde la que visibiliza estereotipos sexistas.
Hace un par de años, en un estudio de la Universidad de Irving, en California, se descubrió que el bótox, aplicado, en principio para paralizar ciertos músculos y atenuar líneas de expresión, tiene efectos en la amígdala, la región cerebral encargada de procesar el reconocimiento de las emociones. En la investigación les mostraron a diez mujeres imágenes de caras tristes y felices, después de haber recibido inyecciones de botox. Los hallazgos demostraron que esta sustancia bloquea la capacidad para imitar los gestos de los demás, lo que al parecer interfiere en la posibilidad de experimentar empatía. ¿De verdad estamos dispuestas a perder habilidades emocionales —importantes en la interacción social— por parecer más jóvenes?
Pienso en estos comportamientos que se parecen a las compulsiones y en la facilidad con que estas prácticas irrumpen en nuestra cotidianidad. Es verdad que cuanto más ocupadas estemos intentando atajar el paso del tiempo y manteniendo la ilusión de la belleza física como símbolo de vigencia, nos olvidamos de la importancia de construir activamente comunidad. Todos esos rituales —que hacen énfasis en la autorreferencia y el individualismo— terminan convirtiéndose en sedantes políticos. Mientras tanto, la campaña de la belleza en redes sociales sigue operando bajo el mecanismo de la ansiedad: el recordatorio de la vejez y la muerte funciona como chantaje emocional. Mientras trabajas, mientras descansas: ¿qué estás haciendo para contrarrestar la pérdida de colágeno y estrógenos?
Una carrera contra el tiempo
Al escuchar la anécdota de Margarita sobre sus lesiones, no pude evitar pensar en mi mamá, de setenta y seis años, que hace poco tuvo una caída. Es la cuarta en seis meses. Alcanzó a poner las manos para protegerse la cara, pero el impacto de todo el cuerpo lo recibieron las rodillas. Todas las caídas fueron exactamente iguales, por un obstáculo que no vio: un resalto, unos cables eléctricos, una varilla de hierro. Se cae porque ha perdido visión, pero también porque va acelerada, con los sentidos puestos en otra cosa. Anda en automático. Ha tenido mucha suerte porque los accidentes no le han causado fracturas, pero los traumas la dejan un buen tiempo magullada. A pesar de que ya no ve bien, le gusta hacer caminatas por trochas, atravesar montañas y charcos. Vive en un lugar montañoso en donde el carro es esencial. Dice que ha perdido luz en los ojos, que de noche le cuesta cada vez más conducir, que se guía por las luces y, sin ruborizarse, reconoce que llega porque se sabe el camino de memoria. Hay algo muy plausible en esa actitud de encarar la vida, del movimiento como idea de vitalidad, de la voluntad y el empeño de vivir. No puedo evitar preguntarme si en estos episodios de sufrimiento físico, de riesgo evitable, no hay un mensaje de ir más despacio, de controlar el ritmo.
Pienso si acaso esto también es síntoma de esta cultura paisa en la que siempre es primavera, de la promesa de vida, de éxitos, de futuro bonheur, de cuánto nos cuesta lidiar con el ocaso, la ruina. Que si la pared está desgastada, arreglémosla inmediatamente; que si las amigas están extrañas por el levantamiento en las facciones, no digamos nada; que se tira el mueble viejo; que es hora de cambiar el carro con más años de la cuenta; que la tecnología, que la velocidad, que la productividad, que la vigencia. ¿Y qué pasa en nuestras cabezas?, ¿qué pasa con nuestros cuerpos exhaustos por querer disimular el paso del tiempo?, ¿por qué nos empeñamos en una tarea que sabemos que está perdida?
Vuelvo a mi mamá y a la charla que tuvimos después de la caída. Me impresiona cómo minimiza sus accidentes. Dice cosas desconcertantes como que «las rodillas le quedaron más bonitas porque están redonditas», cuando estaban evidentemente hinchadas y adaptándose a estos traumas sucesivos a los que las somete. Le dije que lo natural es que cada vez vaya perdiendo facultades y capacidades, como nos sucederá —más tarde o más temprano— a todos. Que me cuesta mucho reconciliarme con la apuesta que hace de querer ser la mejor, la más rápida, la que no quiere perderse nada —sufre del conocido fomo—. Esto le sucede con lugares nuevos, con el destino de moda o de lo que sea que esté hablando el rebaño. Mi mamá ha sido la que más vence al tiempo, la que no quiere ver su propia vulnerabilidad.
Un simple bastón bastaría para evitar más tropiezos, pero se resiste. Dice que no le teme a la muerte y pareciera más bien lo contrario: un terror de cambiar de perspectiva, como si dejara de ser ella, o peor, como si se rindiera. La lucha interior que hay en aceptar aquello que tiene la virtud de hacernos más sabios.
Todo esto me hace pensar en la última temporada de The White Lotus, la premiada serie de HBO, creada y dirigida por Mike White, que muestra bien las fisuras de unas personas devoradas por sus narcisismos, enfrentadas a la brutalidad que viene de adentro. Es un tratado sobre la deshumanización a la que conducen la frivolidad y la arrogancia.
En esta temporada vemos a tres amigas que comparten una semana en el resort. Laurie, Kate y Jaclyn se conocen desde el colegio y están atravesando la mediana edad. Jaclyn, actriz famosa, es quien organiza las vacaciones e invita a las demás a Tailandia. A lo largo de los días quedan expuestas las jerarquías sociales: las amigas se comparan, compiten y se juzgan despiadadamente, mientras se enfrentan a sus propias inseguridades y frustraciones. Jaclyn se ufana de su belleza. Kate también es rica y su físico—no exento de cirugías— marca diferencias con Laurie, una abogada de clase media que lidia con un reciente divorcio y la manutención de su hijx (al parecer no binario). De las tres, Laurie es la que luce más natural y quien, de algún modo, queda afuera de estas lógicas del turismo de lujo y de las apariencias. Al final, en una escena memorable, les dice que ha tenido una epifanía en la que se da cuenta de que no necesita la religión o a Dios para darle sentido a su vida, que el sentido lo da el tiempo.
En alguna parte leí que White construyó esta temporada inspirado en su propia relación con el budismo y el papel que cumple en el despertar de la consciencia, la liberación del dolor y el apego enfermizo que los seres humanos tenemos hacia lo material. En la serie se refleja bien la imposibilidad del hogar y lo lejos que están todos los personajes de hacer de sus cuerpos un verdadero refugio. Se muestran la impulsividad y la ansiedad como causantes de un sufrimiento que nunca da tregua, porque siempre hay más deseo, más ambición, más individualismo y desconexión. Cómo cuesta hacerse cargo de la lección más importante de todas: la de la impermanencia.
Me pregunto por esta ilusión extraña de que el tiempo no opera menguándonos, o que esta cuestión por derrotar el reloj —que ha obsesionado a la humanidad desde siempre— en realidad está sostenida en la competitividad feroz con que aprendimos a pararnos en el mundo. Solo bastaría un poco de honestidad para darnos cuenta de que en una madurez despierta todos esos conceptos se caen como castillo de naipes.
Vuelvo a Margarita Rosa y ahora entiendo por qué me conmueve lo que dice. No le da vergüenza reconocer la oscuridad de su propia vanidad y el deseo de repararse en vida, de redimirse. «Veo el machismo en mi cuerpo y lo detesto. Por eso quisiera combatirlo, ayudar a que la sociedad no piense así. Le he hecho un duelo a ese concepto de belleza», le dijo hace un tiempo a Juan David Correa, editor, escritor y exministro de Cultura, en el programa de YouTube Conversaciones pendientes.
A Margarita, la pregunta al espejo: «Dime quién es la más bella del reino», le ha costado lágrimas, renuncias y hasta bullying. Por eso es liberador que ahora decida mirarse con compasión, una frase gastada, pero que, en estos tiempos narcisistas, de individualismos que funcionan como combustible de discursos autoritarios, es un abrazo. El comienzo para salir de la trampa del monumento a nosotras mismas.