Jericó, Colombia, Suroeste antioqueño. Tres horas en carro desde Medellín. Algo más de cien kilómetros mientras te vas adentrando en un territorio cada vez más verde, cada vez más fértil. Desde la carretera zigzagueante se puede contemplar el cerro Tusa, una pirámide natural que intimida y deslumbra al mismo tiempo.

Jericó es la cuna de Héctor Abad Gómez, el mártir, que diría Alfredo Molano. A Abad, el médico preventivista que entregó la vida por defender la justicia social, lo dio a conocer fuera de Colombia su hijo Héctor Abad Faciolince a través de la novela El olvido que seremos. Faciolince cuenta en otra de sus novelas, La Oculta, el origen de Jericó. En primera instancia se llamó Aldea de Piedras, y pudo acabar llamándose Felicina o Palestina. Aquel territorio, una vez que los conquistadores exterminaron o hicieron huir a los indios que lo habitaban, era puro monte. Fueron los herederos de los comerciantes Gabriel Antonio Echeverri y Alejo Santamaría los que, a mediados del siglo XIX, acabaron haciéndose con la propiedad de esas tierras. Sus padres habían puesto sus recursos al servicio del Ejército Libertador frente al imperio español. Con la victoria, el nuevo Estado, al no poder pagar en efectivo los servicios prestados, acabó entregando a cambio aquellas tierras baldías. Para entonces, Gabriel Antonio y Alejo ya habían fallecido. Sus hijos, incapaces de abordar por sí solos la titánica tarea de tumbar el monte para asentarse en el lugar, acabaron reclutando por los pueblos de Antioquia a colonos dispuestos a irse para allá a cambio de un pedazo de tierra.

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Enero de 2024. Jericó se ha engalanado para recibir a una riada de visitantes. Este fin de semana se celebra un festival literario de proyección internacional, el Hay Festival, y miles de personas se trasladan desde Medellín para asistir al evento. No quedan plazas en los hoteles, las calles están atestadas de gente, rebosan los museos —también la casa de la santa Laura Montoya— y la televisión ha instalado un plató por el que desfilan autores y autoras. En el parque principal se ha montado un escenario. A su alrededor se congregará buena parte del pueblo para asistir a los conciertos y las proyecciones de cine. Encima del Jardín Botánico, sobre un pequeño cerro, un Cristo Redentor, con los brazos abiertos, otea todo este bullicio.

Desde allá arriba puede observar a un grupo de campesinos que han bajado de las veredas esta mañana temprano. Ahora, en un lateral del parque, tienden un par de cuerdas entre dos árboles y de ellas cuelgan, con unas pinzas, varias prendas de ropa. Sobre cada prenda destaca una gran letra que han cosido encima. Una vez colocadas en ese improvisado tendal, puede leerse: FUERA ANGLOGOLD.

Entre los diversos textos que han enganchado con imperdibles a la ropa, hay uno que dice: «Soy pueblerino, aprecio este lugar y me duele el conflicto socioambiental que vivimos. La minería reproduce modelos de desarrollo despóticos que privilegian la acumulación desmesurada. Valoro este suelo, sus gentes y la vida que tiene lugar acá. Aspiro a que podamos decidir la vocación de este territorio con autonomía».

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Más o menos al tiempo que empezaba hace diecisiete años el conflicto por el proyecto de AngloGold Ashanti de explotar una mina de cobre y oro, a la que llamaron Quebradona, en las inmediaciones de Jericó, a un océano de distancia, en el occidente asturiano, comenzaba una movilización popular con el fin de detener el proyecto minero de Astur Gold en Salave, junto a Tapia de Casariego, a la orilla del mar Cantábrico. Fruto de la investigación colectiva que alimentaba la oposición a esta mina, en el año 2013 se publicó el libro El oro de Salave. Minería, especulación y resistencias. En mi aportación a este libro, elaboré un breve recorrido por las nuevas geografías del oro, alentadas por el aumento constante del precio del mineral y por las dinámicas especulativas cada vez más sofisticadas que jugaban con las expectativas futuras de su acaparamiento. Tras la merma de la extracción en las históricas potencias auríferas —Sudáfrica, Estados Unidos, Australia, Rusia, Canadá…—, la minería de oro se sostenía gracias a su fragmentación por otros muchos países, fundamentalmente de América Latina y África, además de la irrupción de China como principal productor mundial. El agotamiento de yacimientos y los escándalos ambientales en algunas de las principales potencias eran los motivos principales de que la extracción del oro se fuera trasladando a patios traseros mundiales.

Entre las grandes multinacionales del sector, en aquel libro nombramos a la sudafricana AngloGold Ashanti como una de las que ocupaba un lugar en el pódium de las principales extractoras de oro. Su despliegue mundial es expresión de esas nuevas geografías: los 2.635 millones de onzas de oro que ha extraído en 2023 los ha sacado de sus minas en Ghana, Tanzania, Guinea Conakry, República Democrática del Congo, Brasil, Argentina y Australia.

Las acusaciones por pago a paramilitares (en la República Democrática del Congo), por la muerte de mineros artesanales a manos de sus agentes de seguridad (en Ghana), por el acaparamiento de tierras, la contaminación de los ríos y la degradación general de la salud de la población y del medio ambiente motean la historia de esta multinacional, nacida hace cerca de dos décadas de la fusión entre la sudafricana Anglogold, la británica Anglo American y la Ashanti Gold Fields de Ghana.

Este tipo de denuncias no son ajenas a la realidad colombiana, donde el boom minero comenzó durante la década de los noventa del siglo pasado y se intensificó durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). En esa primera década del siglo XXI, se alentó la llegada de capitales extranjeros mediante condiciones muy ventajosas para los mismos; más de siete millones de hectáreas fueron concesionadas para la actividad extractiva y se implementó la trágicamente famosa política de «seguridad democrática», mediante la cual dos terceras partes del poderoso ejército colombiano se destinaron a proteger las infraestructuras petroleras y mineras. En la siguiente década, y en la misma senda de Uribe, los presidentes Santos y Duque continuaron ensalzando la minería como uno de los motores principales de desarrollo del país.

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Antes de colgar su tendal en la plaza, la Mesa Ambiental de Jericó celebró una asamblea. En ella se dijeron cosas como estas: «Quieren convertir la diosa montaña en un desierto». «La minera lleva catorce o quince años enfermando psicológicamente a quienes cuidamos el territorio». «Como cuando los españoles vinieron con espejitos. Yo por ninguna plata del mundo aceptaría que esta empresa nos destruyera». «Tengo un niño de seis y una niña de uno. No entran a un deporte si tienen que ponerse la camiseta de Anglogold Ashanti o Quebradona. Los centros educativos están siendo cooptados». «Con los meros túneles, vamos a quedar sin agua. Entonces tendré que emigrar. Ahí no vive nadie, dirán. Se podrá voltear la montaña y ponerla del revés». «Cuando anunciaron la minera, yo me puse feliz pensando que había oro. Mire la ignorancia. Luego me di cuenta de lo que se venía».

El proyecto Quebradona se propone extraer casi tres millones de toneladas de concentrado polimetálico de cobre, oro y plata, que se cargaría en tractomulas con destino al puerto de Buenaventura, desde el cual el mineral sería exportado al mercado internacional. La Caja de Compensación Familiar (Comfama), que pretendía impulsar un proyecto ecoturístico en la zona, llevó a cabo un estudio de impacto ambiental en el que calculaba que los desechos tóxicos del proyecto minero consistirían en ciento veinte millones de toneladas apiladas en una montaña artificial de doscientos dieciocho metros de altura y ciento sesenta hectáreas de base a menos de dos kilómetros del río Cauca. Un rascacielos de residuos de más de cuarenta pisos de altura y que ocuparía un área casi tan grande como la que ocupa el barrio La Candelaria, centro histórico de Bogotá. Por su parte, el cráter de la mina Quebradona abarcaría casi setenta y tres hectáreas; es decir, se trataría de un agujero del tamaño de unos cincuenta campos de fútbol. Comfama estimó también que el proyecto afectaría severamente a los acuíferos y el caudal de las quebradas, así como que provocaría grandes impactos sobre la biodiversidad de la zona.

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En el año 2007, el entonces presidente Álvaro Uribe anunció que en Cajamarca, departamento del Tolima, se había hallado uno de los yacimientos de oro más importantes del mundo. La AngloGold había acudido al llamado del boom minero y ya llevaba cuatro años obteniendo concesiones con el fin de poner en marcha la mina La Colosa. En un contexto marcado por el conflicto armado, el ejército colombiano y los cuerpos policiales se aprestaron a dar cobertura a las actividades de la multinacional y a coordinarse con el personal de seguridad privada de AngloGold Ashanti. Fueron años de desplazamientos forzados en Cajamarca y de masacres perpetradas por el ejército y los paramilitares.

En La Colosa se puede radiografiar un modus operandi de la multinacional que se repetirá casi de forma calcada en Jericó: por un lado, burda propaganda, como el inflable con forma de casco minero que plantaron en medio del pueblo, o los programas y publirreportajes en los medios de comunicación locales; por otro lado, las iniciativas de cooptación del tejido social: AngloGold, cómo no, creó su propia oenegé, financió a diversos gremios y organizaciones empresariales, donó un moderno equipo de rayos X para el hospital, etc.; en tercer lugar, tuvieron lugar en Cajamarca los procesos de estigmatización de aquellos líderes sociales que se oponían al megaproyecto minero: políticos de la órbita uribista —y el propio Uribe— contribuyeron con sus tuits a construir el manido relato de que entre los activistas ambientales había guerrilleros, e incluso directivos de la multinacional se vieron envueltos en un escándalo por intercambiarse mensajes con un contenido de la misma índole; en cuarto y último lugar, se implementó también la estrategia de embrollar a los activistas ambientales en procesos judiciales.

Con todo, y a pesar de que el propio presidente Santos, sucesor de Uribe, llegó a declarar que «las consultas populares son ilegales», el 26 de marzo de 2017, tras un largo recorrido del movimiento popular de oposición a La Colosa, más de seis mil personas participaron en una consulta popular en la que una inmensa mayoría dijo NO al proyecto de megaminería de oro en la región. Un resultado que obligó a AngloGold a paralizar el proyecto.

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«Vaya, mire y me cuenta». Esto le dijo en una ocasión Héctor Abad a Alfredo Molano. Lo recordaba Alfredo en el discurso que ofreció con ocasión de su nombramiento como doctor honoris causa de la Universidad Nacional. Ese día, durante su emocionante intervención, contaba también que un viejo negro del Charco, Nariño, le espetó: «Para conocer, señor, hay que andar». Molano atendió a ese consejo y lo convirtió, como él mismo decía, en el itinerario de su vida. Sus infinitos recorridos por el país también lo llevaron a Jericó, a «esa región conservadora por donde no han pasado las guerras y las violencias», allí «no hubo “chulavitas” ni “pájaros”». En los artículos que publicó tras aquel recorrido, Molano narra la genealogía del Suroeste antioqueño como región cafetera y ganadera, así como el momento en que la amenaza de la gran minería comienza a sobrevolar aquella región.

En Jericó, y siguiendo la estela de lo sucedido en el Tolima con el proyecto de La Colosa, AngloGold Ashanti ha enfangado al movimiento campesino y de defensa ambiental con sucesivas querellas: una en 2022 contra cuarenta y seis personas y otra en 2024 contra sesenta, acusadas de desmontar una plataforma minera cuya función es sujetar el taladro que agujereará la tierra para explorar a cientos o incluso miles de metros de profundidad, y que fue introducida en el territorio por la multinacional con nocturnidad y alevosía. Si en Cajamarca las redes sociales se utilizaban para vincular con las FARC a ciertas figuras del movimiento contra la mina, en Jericó la estigmatización ha apuntado a la pertenencia al ELN. En un país donde persisten los asesinatos de líderes sociales —uno cada dos días en el año 2023—, la extensión de este tipo de rumores pone en grave riesgo a algunos de los opositores más activos al proyecto minero.

Alfredo Molano, que bien sabía de estos riesgos, después de aquel recorrido por las veredas de Támesis, Palermo y Jericó, hizo llegar un mensaje a quienes, a través de organizaciones como el Cinturón Occidental Ambiental y la Mesa Ambiental de Jericó, se articulaban para frenar la irrupción de la AngloGold en su territorio: «Se están enfrentando a un monstruo mundial poderosísimo […], los considero de una valentía extraordinaria. Así que yo desde mi rincón les envío ánimos, respaldo a su lucha y mi respeto».

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«Los nombres, como los insectos, también se mueren». Así lo afirma Santiago Alba Rico en su último libro, De la moral terrestre entre las nubes. Algunas palabras pueden morirse porque desaparece el mundo que nombraban. De ello nos alertaba el escritor Miguel Delibes en su discurso de ingreso a la Academia Española allá por los años setenta del siglo pasado. Decía Delibes que muchas de las palabras que él utilizaba en sus novelas, palabras de un universo rural en vías de desaparición, iban a ir necesitando notas aclaratorias que las explicaran. Alba Rico presta atención a otras palabras que también estamos matando. Esas palabras, las más vulnerables de todas —dice—, son las que él asocia a los nombres comunes de nociones intelectuales: el imperialismo ha matado la palabra humanitarismo, la derecha ha matado la palabra verdad, la izquierda ha matado la palabra revolución, la publicidad ha matado la palabra belleza.

AngloGold Ashanti, con su proyecto de mina de cobre y oro en Jericó, aspira a los dos tipos de matanzas lingüísticas. Al poner en riesgo el futuro de la vida campesina en las veredas del Suroeste antioqueño, amenaza de muerte a las palabras que nombran la riquísima biodiversidad de ese territorio. Al llevar adelante una obscena campaña de autopromoción de su proyecto, contribuye a la muerte de un buen puñado de palabras vulnerables: lo hace cuando proyecta en su web un video por el Día Internacional de la Mujer en el que se dice cuidados, inclusión, derechos humanos, mujeres empoderadas, resiliencia, lugares seguros. Lo hace cuando se presenta como impulsora de la economía circular y celebra las tres toneladas de plástico que se han reciclado en el municipio gracias a su iniciativa. Lo hace, en fin, cada vez que monta un video de niños y niñas sembrando plantitas, cada vez que dice en su propaganda fortalecimiento comunitario, transición energética, medio ambiente, deporte, cultura, educación.

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El oso de anteojos, el único oso de Suramérica, es uno de los protagonistas del documental Verde como el oro. Dirigido por Isabella Bernal, en él se dice que estos osos son sembradores del bosque, «jardineritos». También se cuenta que, para los indígenas, los minerales son los huesos de la naturaleza, los huesos de la madre tierra. «Si a uno le rompen los huesos de los pies, ya uno no va a caminar lo mismo». Al enfermar la madre tierra —«ese cuerpo tan elegante de la naturaleza», dice un indígena emberá—, también se enferman sus hijos, que son los seres humanos. Y también se contamina la sangre de la madre tierra. «¿Y qué es la sangre? El agua, es el agua de la madre tierra la sangre».

Es curioso cómo, a medida que la crisis ecosocial se cierne sobre el planeta, estas palabras comienzan a sonar de otra manera. Hace dos o tres décadas, para el capitalismo supuestamente inmaterial —en realidad completamente dopado de combustibles fósiles y de millones de contenedores circulando por el planeta—, esta sacralización de la naturaleza no era más que un resto de cosmovisiones anacrónicas, fetiches pasados de moda, pequeños obstáculos que sortear para implantar definitivamente la razón occidental en todo el planeta. Incluso para buena parte del pensamiento izquierdista, en el mejor de los casos, no dejaba de ser un exotismo que convenía proteger como rareza. 

Ahora que de forma cada vez más perentoria los límites se convierten en un asunto central, ahora que el capitalismo y el industrialismo se revelan como un sistema incapaz de autorregularse y capaz de autodevorarse, las cosmovisiones indígenas se nos aparecen no solo como elementos simbólicos que apuntan hacia otra relación con la naturaleza, sino como verdaderos planteamientos materialistas de tremendo calado: si el agua es la sangre de la madre tierra, no se debe contaminar ni desviar; si los minerales son los huesos de la madre tierra, agujerear una montaña para vaciarla puede traer peligrosas consecuencias para el planeta y quienes lo habitamos. Se trata —como he dicho en otro lugar— de la sacralización como límite, la montaña-dios o el río-dios como garantía de que la naturaleza, y con ella el futuro de la comunidad, no será destruida.

*** Eduardo Romero es autor del libro ¿Cómo va a ser la montaña un dios?

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