A principios de junio de 2025, el Salón Internacional de la Fama del Boxeo incluyó en sus filas al boxeador colombiano Rocky Valdés. El periodista Juan Pablo Parra reflexiona sobre la vida del boxeador y lo que significa su inducción al espacio simbólico más exclusivo de este deporte.
Hace poco me enteré de que Rodrigo «Rocky» Valdés, la Bestia, será incluido en el International Boxing Hall of Fame. Se le concederá, así, el máximo honor que se entrega en el mundo del boxeo. Por supuesto, la noticia me llenó de alegría, pues Rocky, que en paz descanse, sigue haciendo historia en el pugilismo colombiano. Acto seguido, quise unirme al homenaje y escribir algo sobre él, pero de inmediato mi gran desventaja como fanático del boxeo salió a relucir: soy muy jóven y crecí en un entorno sin cultura pugilística.
Me explico. Mi familia y mis amigos son futboleros, casi todos hinchas de Millonarios. Mi padre, por ejemplo, podría hablarme de El Dorado o de cuando iba a ver a Willington Ortiz o Arnolfo Iguarán, pero no así contarme con el mismo detalle de las míticas peleas de Rocky contra Bennie Briscoe, apodado «el Robot de Filadelfia» debido a su capacidad sobrehumana de resistir y lanzar golpes, o contra Carlos Monzón, el mejor boxeador argentino de todos los tiempos (condenado a once años de prisión por el asesinato de su esposa, Alicia Muñiz). A esto se suma que apenas cumplí treinta años y no tengo recuerdos propios de los grandes boxeadores colombianos, de esos campeones pioneros. No puedo narrarles de primera mano en esta columna sus peleas míticas ni la vejez de los campeones, caminando ya subidos de peso y algo calvos por las calles de Cartagena, Barranquilla o Montería.
En ese sentido, y solo en ese sentido, creo que el boxeo colombiano sigue siendo muy caribeño. Los narradores, los periodistas, la memoria, los campeones más recordados, nacieron y viven cerca al mar. Y son ellos los que tienen recuerdos preciados o anécdotas inéditas que adquieren aún más valor y significado en momentos así, cuando un campeón como Valdés es homenajeado de forma póstuma.
Pero como fanático no quiero dejar pasar esta oportunidad, aun si debo limitarme a repetir lo que todos ya sabemos: que Rocky nació Getsemaní y vio morir a su padre pescador cuando una ola se lo llevó y nunca lo devolvió. Que se hizo cargo de sus doce hermanos y que siendo un niño, trabajó cazando tiburones con dinamita y tajando pescado en la plaza de Bazurto. Que peleaba en las calles de Cartagena y que fueron sus amigos boxeadores los que lo animaron a ponerse los guantes. Que en sus combates siempre se fajaba, buscabas la pelea en corto, que no rehuía a los golpes y pegaba duro, tanto que Ring Magazine, la biblia del boxeo, lo puso en el puesto 29 de los mayores pegadores de la historia, por encima de pesos pesados como Lennox Lewis y Joe Frazier. Que Rocky tenía labios anchos y pómulos salidos, que se hinchaban en las peleas y lo dejaban ciego. Que, tras hacerse boxeador profesional, viajó a Nueva York, donde se hizo amigo y entrenó con dos leyendas, Gil Clancy, preparador de Foreman, y Emile Griffith, campeón del mundo en tres divisiones. Que cada vez que podía volvía a Cartagena y allí se quedó hasta su muerte en 2017. Que su vejez fue buena, gracias a los apartamentos y buses que compró con el dinero que se ganó con sus puños. Que el pelo se le puso blanco y que nunca perdió esa sonrisa que brillaba con incrustaciones de oro con sus iniciales, RVH (Rodrigo Valdés Hernandez). Que, por supuesto, fue dos veces campeón del mundo en la categoría de peso medio. Que el 25 de mayo de 1974, en el séptimo asalto, noqueó con una combinación de un derechazo y luego un upper de izquierda a Bennie Briscoe, convirtiéndose así en campeón del Consejo Mundial de Boxeo. Que intentó unificar todos los títulos contra Carlos Monzón y que perdió dos veces por decisión. Que en el primer combate contra el argentino, cayó a la lona en el asalto 14 y, aunque se levantó, eso le costó la pelea. Que en la revancha, que muchos dicen es el combate más importante y el mejor del peso medio entre dos latinos, tumbó en el segundo asalto con un recto de derecha a Monzón, algo que nunca antes o después otro ser humano logró. Puedo contarles que luego de esa seguidilla de peleas, Rocky perdió la rapidez, los reflejos y la distancia, y que poco después se retiró para volver a Cartagena a pasar el resto de su vida entre loteros, pescadores, contertulios y familiares.
Y sí, todo eso ya se ha dicho. Pero creo que ahora que el mundo del boxeo ha reconocido a Rocky como uno de los grandes, es necesario repetirlo una vez más y tratar de dimensionar que pocos tienen un legado tan grande y épico como él. Solo Pambelé logró algo así y, únicamente contando a los boxeadores que entran al Hall of Fame este año, Rocky ahora se codea con estrellas como Manny Pacquiao o Vinny Pazienza.Así que no importa que yo no tenga nada nuevo que contar de Rocky Valdés. No importa que mi Rocky sea de papel o que su imagen esté pixelada en mi memoria como en las antiguas grabaciones de sus peleas. No importa que todos mis recuerdos de Rocky sean falsos. En esta ocasión, lo importante es sacar a Rocky del olvido y conmemorar sus grandes combates. Darse la oportunidad de ver ese derechazo de manual con el que Rocky puso de rodillas a Monzón hace cuarenta y ocho años. Ese contragolpe perfecto, en el que esquivó un jab del argentino y usó todo el peso de su cuerpo para golpearlo justo en la barbilla. Celebrarlo como parte de esa generación de deportistas precursores que salieron de la nada y conquistaron la gloria. Resaltar que entre los campeones colombianos fue uno de los pocos que tuvo la sabiduría de retirarse cuando fue necesario, de invertir para su vejez y que nunca perdió la humildad o el arraigo. Lo importante, es recordar que Rocky es uno de los grandes y celebrar que ahora todo el mundo lo sabe.
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