Hace diez días un perro me mordió la cara. Tengo una chamba que surca mi labio superior y se extiende un centímetro hacia arriba. Una tragedia para una mujer soltera que se acerca al otoño en una sociedad que juzga la vejez y los pequeños defectos.
Los primeros días, con el labio desgarrado y la mejilla izquierda hinchada y con dos huecos de los colmillazos, causaba impresión en los desconocidos que se horrorizaban al verme. Deseé que llegara una nueva pandemia respiratoria para obligar el uso de tapabocas, o ser un hombre bigotón.
Fue un perro conocido… A principios de este año me acompañó durante quince días, cuando me hallaba sola y con una tristeza profunda, en unas playas del Caribe colombiano. El animal, bautizado Peligro por los nativos, era un huérfano negro de largas patas blancas, con las orejas rasgadas por innumerables peleas y cicatrices extendidas por su piel. Lo adopté por el tiempo de mi estancia para evitar el destino que allí se les da a los animales pendencieros: la muerte a palos o el veneno. Dos viejos caninos, compañeros míos, yacen enterrados bajo la arena, víctimas de ese castigo.
Peligro buscaba un refugio para curarse las heridas de muchas batallas y yo tenía la necesidad de que otro ser me despertara del letargo. Por él volví a llenar la despensa de comida y a meterme en el mar que me llamó durante días, sin que le prestara atención.
Recuerdo que Peligro caminaba junto a mí con el porte de los animales costeños que consiguen una acudiente cachaca: el cuello estirado, la mirada al frente y los celos extremos si llega otro perro a usurparle su lugar. Quizá era consciente de que no tenía el estilo ni el carisma ni la belleza de muchos de sus congéneres para atraer turistas. En una playa donde la oferta canina es grande, ser feo, adulto y aporreado es una desgracia.
La primera noche saltó a mi cama, se sacudió la arena y se echó a los pies del colchón. No me atreví a bajarlo y pronto se quedó dormido —o las mañas le enseñaron a fingir el sueño—. Desde ese momento se apropió de ese pedazo cómodo que, tal vez, no había conocido en su vida andariega.
Fue mi sombra y mi escolta. Allí estaba cuando preparaba café, también en las barridas matutinas. Se recostaba bajo la hamaca cuando me mecía sobre ella con un libro en la mano.
Al despedirme de esa tierra recomendé a Peligro a unos vecinos que prometieron, con palabras dulzonas, cuidarlo con todos los mimos. No pasó ni un día para que los nuevos acudientes lo expulsaran a palazos y baldados de agua, por corretear gallinas.
Volvió a errar y a buscar comida en los desperdicios de los pescadores. Se disputaba la comida de los viajeros con Florecita, una perra paticorta con mirada de cachorra; con Mateo, una especie de labrador negro de grandes proporciones; con Princesa, una panzona bastante golosa que causaba lástima al confundirse con una embarazada; y con Roberto, su propio padre, un anciano de pelaje hirsuto, oscuro como el de su vástago, pero mezclado con canas.
Debido a que en esa tierra los chismes caninos son tan importantes como los humanos, me enteré de que Peligro se peleó a muerte con Roberto y sólo la fuerza de tres personas logró separarlos. Desde la sangrienta disputa, padre e hijo no volvieron a cruzar ladridos.
Regresé a finales de mayo. Gracias al olfato de aquel compañero que me sacó de la soledad a principio de año, o porque se hallaba vagabundeando, llegó a mi puerta. Lo abracé, me lamió la cara, y tras una hora de compañía, siguió su marcha. Ya no se llamaba Peligro, ahora era Niño y vivía en un hostal junto a dos perros más, durmiendo bajo techo. Al parecer, el nuevo nombre hizo mella en su comportamiento porque, luego de la pelea familiar, no estuvo involucrado en otra.
***
Fui atacada a mediados de agosto. Llevaba tres días, con mi hermana, en la playa. Niño nos visitaba junto a su nueva familia. Le comprábamos chitos y yo compartía con él el pescado del almuerzo. Me trataba como una visitante. Esa amistad de los meses anteriores se hallaba extraviada en sus recuerdos, mientras yo la extrañaba.
Una noche de fogata nocturna y baile playero en un hotel de la región, llegó Niño y se sentó a mi lado. Le acaricié la cabeza, las patas, las orejas, mientras él veía, con antojo, como una familia devoraba pescado frito. Quedó obnubilado por el banquete y se le fue la razón al estómago. Al posar de nuevo mi mano sobre su lomo, dio media vuelta y abalanzó el hocico hacia mí. Al sentir esos colmillos aferrados intenté soltarme, pero la fuerza de sus maxilares siguió haciendo presión. Cuando el dueño logró desprenderlo, la sangre empezó a brotar por mi mandíbula y mi cuello, y teñía por partes mi vestido beige.
Se armó una correría para brindarme servilletas, alcohol, naproxeno, ibuprofeno y hasta se consideró llevarme en moto al hospital del pueblo para que, según la anfitriona del hotel, «me cosieran antes de desmayarme por la pérdida de sangre». De todos los cuidados propuestos, confié en el de mi hermana. Ella, con amor y sevicia, me restregó medio limón en cada grieta para matar cualquier infección. No atendió «ayayais» ni gimoteos, una profesional en ese sádico arte.
Niño se ocultó bajo una silla, con la cabeza entre sus patas delanteras por miedo al regaño, al abandono o, quizá, por miedo a sí mismo. No lo regañé. Su conciencia canina ya lo había juzgado y tampoco quería que, por una jugada de los nervios, me emparejara la otra mejilla.
Al amanecer, el lado izquierdo de la quijada me dolía como si hubiera recibido un puñetazo. Al rozar con los dedos la piel, percibí la ruta sanguinolenta y parte de la cara abultada. No me atreví a verme en el espejo, me imaginaba convertida en una monstruosidad. Confieso que no pensé en la rabia ni en las bacterias ni en las enfermedades. Me asustaba lo que vería, aunque fuera menos importante…
Acudí al hospital. Allí me limpiaron, anestesiaron y, bajo mi responsabilidad, empezaron a coser. Apreté las manos de mi hermana, tensioné el cuerpo, aspiré y creo que no exhalé hasta que cortaron el hilo.
No era la primera vez que me trataban como producto de peletería. En el pasado, el dorso de mi mano derecha fue remendado con diez puntos; el dedo índice de la izquierda con cuatro; y en la frente conservo una cicatriz, casi imperceptible, de mi primera costura cuando me caí de cabeza sobre la arista de un tronco, a los cinco años. A pesar de las experiencias, no deja de causarme terror sentir la piel muerta por la anestesia y ver el brillo punzante rompiendo los tejidos.
Ha pasado más de una semana desde la mordida. Ambos lados de mi rostro se están emparejando, los orificios de las mejillas son tenues y la hendidura del labio ha dejado de ser extraña, incluso, atractiva.
¡Soy Peligro! Yo también tengo el cuerpo con marcas de cuchillos, vidrios, caídas, mordeduras de otros perros y arañazos de algunos gatos. Algunas debidas a mi torpeza, otras por sabotaje o por alguna excusa del subconsciente para no aburrirme del mundo. Peligro y yo podemos actuar como Niño para buscar un refugio mientras sanamos las heridas. Pero, los dos, tenemos una esencia salvaje y pendenciera.