A María de Jesús la violó un guerrillero porque tenía un hijo en el Ejército. Ese hijo se llamaba Javier Alonso y era un contrainsurgente en El Caguán, en el sur del país. El violador era alto, robusto, de ojos de diablo, me dijo la mujer el día que la visité, en un barrio al norte de Medellín. Iba a cumplir cincuenta y nueve años. Su esposo Jesús Emilio permanecía a su lado, amparándola con su silencio. El día de la violación él estaba afuera, cortando caña para llevar a un trapiche de panela donde trabajaba por días. Ella acababa de entrar una ropa del patio porque parecía que iba a llover. Ahí estaba el poncho del marido, limpio, recién doblado sobre la cama. El guerrillero lo cogió y me lo amarró en la cabeza, después comenzó a quitarme la ropa, me dijo María de Jesús. Recuerdo que su esposo le prestaba las manos, como ayudándola a pasar por un barranco. Mientras la violaba, el guerrillero la insultó a gritos y la amenazó con pegarle un tiro de su fusil si abría la boca. Cuando todo terminó, la mujer se fue al patio y buscó el limonero, a un lado del baño. Corté unos limones, los partí y me los pasé por las piernas, el pecho, los brazos, la nuca, los labios, me dijo y se contuvo para no llorar, las manos del esposo en las suyas, en silencio. Hace años de aquel relato. María de Jesús y Jesús Emilio debieron huir de su casa en el campo y dejar allí, abandonados a su suerte el limonero, dos perros y un gato, un árbol de mango, dos de aguacate y uno de papaya, y en la huerta una tomatera florecida. En los días en que hablé con ella, el Estado ni siquiera los había reconocido como desplazados. Una hija la llevó a Medicina Legal para formalizar la denuncia de la violación, pero lo único que encontraron los peritos fueron las quemaduras del ácido cítrico. En su afán por limpiarse la inmundicia, muchas mujeres abusadas terminan borrando las pruebas que ningún violador podría refutar: los rastros de saliva y semen. Es como si el asco que producen en sus víctimas, les asegurara a los victimarios la impunidad. La indefensión a la que estaban —y siguen estando— sometidas las mujeres abusadas en medio del conflicto armado puede ser inconcebible. Si una de ellas decide suspender un embarazo cometido durante una violación, incluso a pesar de que la ley les reconoce ese derecho, corre el riesgo de irse al infierno, según les advierte su propia doctrina religiosa, la del amor y el perdón, tantas veces magnánima con los hombres que empuñan las armas. Al mismísimo infierno, con su crujir de dientes, sermonean los más retrógrados. La pregunta con la que terminé el texto que escribí sobre María de Jesús fue, ¿qué infierno pueden temer las mujeres que ya han vivido en uno?
María de JesúsEsta historia mínima reconstruye el crimen, la impunidad y el exilio en contra de una mujer abusada por ser madre de un soldado. ¿Qué infierno puede temer quien ya ha vivido en uno?Por José Alejandro Castaño | Ilustración: Leo Parra
