Los mejores 50 libros del año

Poesía

Fotografía: archivo personal.

Al leer Es época de avispas de Luisa Masiel, la lectora recorre el paisaje de un campo donde lo humano y lo animal se confunden entre sí, evidenciando el dolor indiscriminado de lo vivo; sin embargo, este dolor es velado por una voz que conserva la fuerza de la naturaleza que plasma. En este poemario, Luisa Maisel consiente y hiere, tal como la avispa que alimenta con miel y punza la piel con su aguijón. El cauce del río Caguán toma forma entre un poema y otro; su lenguaje revela la geografía que circunda el río, retratando la cotidianidad del campo sin perder de vista esa sobrenaturaleza que denota lo humano: «Dame de comer mientras crezco / Y cuando la tropa / llegue como embotado / a atormentarnos, aliméntame con caldo de /abejas […]». Leer este poemario es visitar el Caguán, es escuchar el testimonio del paisaje, vivir el dolor de la pérdida, el miedo a la muerte, a la violencia y, al mismo tiempo, sucumbir ante la belleza sutil del poema, de la palabra que nombra lo inefable.

Daniela Pabón Llinás

Fotografía: Lina Castaño.

Después de vivir cuarenta años en Estados Unidos, Beatriz Botero, tía de la poeta Andrea Cote, regresó un día a Colombia solo con una maleta, y le hizo un encargo a su sobrina: escribir la historia de su «pesadilla americana». Querida Beth es el testimonio de esa «ilusión portátil» y su desengaño: una promesa de amor en una web de citas que terminó en un largo inventario de pérdidas. Sus poemas —un «escombro de voces y preguntas» ensambladas con cartas y memorias fracturadas, con lenguaje encontrado de internet, la burocracia migratoria, las loterías y las ventas de garaje— escarban dentro del «gran estómago» del American way of life para conjurar el «rastro de olvido» de Beth y buscar en la asfixia del suburbio «qué de todo lo que fue arrasado perduró». Con aspereza devocional, la escritura de Cote restituye «la piedra pulida / de la rabia» de su tía y abriga su desamparo enraizándolo en una historia social y política más amplia: la de la «peregrina tribu» de migrantes latinoamericanas que, antes y después de ella, han dejado también «jirones de ropa» y «papeles rotos» añorando una vida nueva que nunca empieza, y de la que solo queda una «luminosa espiral de polvo».

Felipe Sánchez Villarreal

Fotografía:Lina Botero.

En La Mayor, Carolina Sanín transforma la épica que narra al héroe y se concentra en la niña que cuidó a sus hermanos perdidos en el Amazonas durante cuarenta días en 2023. En este poema narrativo la heroína es niña, hermana mayor que da de comer, ofrece cobijo, conduce, se vuelve madre «nueva» de sus hermanos y resiste, vegetal, en la manigua. Crecen la selva, así como el ritmo de esta lengua poética de cortes, de sonido de campanas, todo —el metro del verso, la narradora, el yagé, los hermanos, el extravío— se estremece: «Ella gana fuerza y gana imagen». La selva, que también recuerda a la de Dante: «salí de lo salvaje, / salvada y temblorosa», es lugar de animales impenetrables, donde nunca un humano ha pisado tierra, espacio para ver la aparición de la forma en la «demasía belleza». La narradora, visionaria, sueña, se transforma, también los acompaña, pide que «me reconocieran en su mente», se pierde con la niña, es la niña colgada de un guarumo. Quizá, la selva de La Mayor piensa como una poeta: «La selva se obsesiona / y resulta el mar».

María Paz Guerrero

Fotografía: archivo personal.

Con Los hombres de mi vida, Piedad Bonnett hace un viaje de regreso a un registro y un lugar al que siempre ha pertenecido su poesía y es el de nombrar desde las cicatrices, las ausencias y la voz interior, la memoria personal y el itinerario vital que restaura sus rupturas desde la honestidad poética. Desde el poema inicial «Domingos», la autora muestra un universo doméstico y una arquitectura fracturada donde la casa es una especie de «ballena varada» en la que el tiempo se pudre como carne expuesta al sol y en la que el padre reaparece para moldear la infancia y los recuerdos. Así el libro se convierte en una bitácora donde la autora reconstruye su narrativa afectiva y habla del cuerpo, del deseo, de las fragilidades familiares y de las violencias silenciosas que se miran desde los hombres que hacen las guerras, los padres, los padrastros soñados y los amantes que huyeron. Los hombres de mi vida va más allá de revelar aquellos seres que amó, los que la hirieron, la definieron y le permitieron renacer. Es un libro que nos habla de la forma en que la poesía recoge los restos de una vida y los convierte en una certeza que nos sostiene frente al olvido.

Federico Díaz Granados

Fotografía: Lina Botero.

Despertar a la niña, al niño, a la niña-niño. Dejarse poseer —si acaso hay voluntad en ello— por la extrañeza con que mira su propia vida. Prestarle las manos para que surja, en las palabras, su imagen horrible. Hay tanto en juego que el primer impulso es la fuga, pero una vez adentro ya no es posible salir. Quién posee y quién es el poseído: la pregunta ha perdido importancia. En esta obra, escrita por Tania Ganitsky e ilustrada por María Isabel Rueda, posesión es reconciliación. Palabras e imágenes son conjuro, veneno y poción redentora: todo a la vez. Porque, como en los sueños, una capa se sobrepone a la otra sin anularla; y, también como en los sueños, la caída es una probabilidad, solo eso. Sobre una cuerda floja que atraviesa, de lado a lado, el terror, asistimos sin detenernos al levantamiento. Alguien crece bajo nuestros pies, alguien o algo ansía el encuentro. Si la cohibición es «un portal/ entre tiempos y vidas», Posesión nos da claves para traspasarlo. Para ir «más allá, que siempre / es más adentro». Para entrar en contacto y renacer otra, otra-otro. Para renacer en los símbolos.

Juliana Javierre

Fotografía: archivo personal

Este libro invita a ver la poesía por el lado de las costuras. Mira con humor y con tristeza las condiciones materiales que hacen que un poemario exista. Describe, así, las violencias —muchas veces patriarcales— de las instituciones que definen con límites claros lo que es un libro de poemas. Esta obra, publicada en 2019 por la escritora mexicana Sara Uribe, llegó este año a Colombia con Voraz Editorial. Nos enseña que la poesía puede argumentar como un ensayo, acoger la duda, el fracaso, y preguntarse sobre la forma y «su relación sintáctica, textual, corpórea con el presente». Para leer esta edición hay que desacomodar el propio cuerpo. Debemos girar el libro: solo entonces se amplía la caja tipográfica y caben las voces que lo componen, las citas de otres que iluminaron la creación porque quien enuncia «ya no quiere ni puede escribir si no es desapropiadamente». Un montón de escritura para nada denuncia la precariedad del oficio de escribir y revela que, cuando asumimos la creación como un tejido colectivo, encontramos algo parecido a una forma de resistencia.

 Juan Afanador