La báscula marcó veintisiete gramos por encima, lo mismo que nada, lo mismo que un huevo cocido. El levantador de pesas colombiano Juan Romero fue eliminado por exceder el peso permitido en su categoría, que era de cincuenta y dos kilogramos. Ocurrió el 27 de agosto de 1972, a las 11:42 a. m., durante el pesaje oficial de los Juegos Olímpicos de Múnich. 

El deportista había estado expuesto a los rigores de un baño sauna cuya temperatura alcanzó los ochenta grados Celsius. Un último recurso fue cortarle el pelo, pero nadie encontró unas tijeras antes de que el reloj señalara el final del tiempo reglamentario. Juan Romero, el favorito para conseguir la primera medalla de Colombia en unos Juegos Olímpicos, pasó a la historia por haber quedado eliminado antes de competir. 

Meses antes había logrado la segunda y la tercera mejor marca en los Juegos Mundiales de Halterofilia en Lima, superando a soviéticos, búlgaros y cubanos. Un año antes obtuvo los mejores registros en los Juegos Panamericanos de Cali, donde consiguió tres medallas de oro. Los periódicos lo llamaban el Cochise de las Pesas, comparándolo con ese ciclista antioqueño que se hizo campeón mundial como si tal cosa fuera sencilla. 

Romero tenía entonces veintitrés años y usaba gafas de superhéroe de incógnito: cuadradas, enormes, con lentes para el astigmatismo en ambos ojos. El resto de su disfraz de hombre ordinario lo completaba una actitud casi siempre silenciosa, de gestos calculados. También lo llamaban el Psicólogo, el Científico de las Pesas, el Mudo más Fuerte del Mundo. Su transformación ocurría durante las competencias. 

Antes de los Juegos Olímpicos levantó trescientos kilogramos, seis veces su propio peso. La hormiga atómica, así también llegaron a decirle. No me gusta anticipar nada, dijo: es mejor cumplir sin haber hecho ningún alarde. Esas fueron casi sus últimas palabras en el aeropuerto El Dorado, adonde lo siguieron los periodistas para desearle buena suerte en nombre de los millones de personas que lo admiraban. 

Me preocupa que la opinión pública me esté asignando una misión, dijo. Sin embargo, trataré de complacerla, sentenció el superhéroe nacional antes de tomar el avión con el resto de la delegación patria de cincuenta y nueve deportistas. Fue el 7 de agosto de 1972. Ese mismo día, los periódicos publicaron la dirección a la cual los colombianos podían enviarle los mensajes de felicitación a Romero, una vez se colgara la medalla olímpica: Múnich, Alemania, 8000 München 40. Postfach 6210. Pesista rimaba con optimista.

Yo conocí a Juan Romero en persona, en junio de 2012, cuarenta años después de su gesta arrevesada. Entonces se llamaba Ismail y practicaba el subud, una suerte de camino espiritual que pretende la excelencia del cuerpo y del alma. Acababa de cumplir sesenta y tres años y era dueño de una empresa que fabricaba instrumentos para bajar de peso sin dietas ni ejercicios, con la certeza de rayos láser, corrientes eléctricas y descargas magnéticas. 

Nadie recordaba ya que alguna vez había sido célebre por su fuerza asombrosa y que el presidente de la República lo invitó a la Casa de Nariño para estrecharle la mano. Pocas cosas delatan tanto la celebridad pasajera de los deportistas como esas imágenes en las que los acompaña algún político ventajoso. 

La casa de Ismail era una mansión de muebles de otra época. Estaba en una montaña sobre el costado sur de Medellín. Aquel era un día iluminado. Se oían pájaros y el agua de una quebrada corría cristalina entre los árboles de su patio. El excampeón creía que uno termina pareciéndose a las cosas que se come. Él pensaba que, por ejemplo, si una persona comía mucho arroz, terminaría siendo débil, igual que la planta que lo germina, que solo crece en pantanos y nunca alcanza el tamaño de un árbol. 

Sus conclusiones eran tremendas: mucha gallina produce gente nerviosa; mucho pescado sin escamas, como el bagre que se alimenta de las inmundicias de los ríos, produce gente turbia; mucho cerdo produce gente sucia, también enfermiza, y así. Lo que se lleva a la boca tiene un efecto en la vida, decía Ismail. 

En el segundo piso de su casa había máquinas para trotar, escalar, hacer flexiones. En Múnich, cuando lo descalificaron, un periodista lo acusó de haberse escapado al comedor de la Villa Olímpica para comerse un plato de fríjoles y un pollo entero. Ese rumor fue su desgracia. «Tendremos que esperar otros cuatro años a ver si nuestros deportistas comen menos», escribió el columnista Fernando Franco, con esa prepotencia de los periodistas revestidos de la verdad que no les consta. 

Un periódico publicó una caricatura de Romero de pie sobre la báscula, con barriga y plumas saliéndole de la cabeza, de las piernas, de los brazos. Los periódicos se dieron un banquete: «Desliz de mesa», «Colombianada en Alemania», «No levantó peso, lo subió», «Medalla de oro en levantamiento de cuchara». 

La mala fama contra el pesista ya estaba cocinada, servida y masticada. Cuando regresó al país, en donde acababa de celebrarse una conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), Romero se enteró de que lo llamaban Juan Pollo. El recuerdo de lo sucedido lo perseguirá por el resto de su vida, aunque se esconda en el centro de la Tierra, vaticinó el periodista Juan Gossaín en una nota de prensa cuyo título era: «El campeón de pesas aplastado por 27 gramos». 

Gossaín comprobó qué otras cosas tenían ese peso. Lo hizo en una báscula de precisión. La lista de sus hallazgos fue esta: cinco cajas de chicle, una cuchara sopera, un Cristo fabricado con cuatro clavos de herrería, una cajetilla de Marlboro, un lápiz labial, tres cédulas de ciudadanía, diecisiete billetes de a peso, un bolígrafo, un pan de veinte centavos. Yo quería arrancarme los pelos, con un puñado habría tenido, me dijo Ismail la vez que fui a su casa, mientras contemplaba la foto de un nieto.

Nadie podía imaginar que su historia iba a reeditarse veinte años después, y precisamente con otro pesista. Se llamaba Carlos Arturo David, la carta segura de una medalla colombiana en los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992. Eso anunciaron los noticieros después de que conquistó las marcas más altas de Suramérica y venció a cubanos y brasileños, entonces los mejores en la categoría de los cincuenta y seis kilogramos. Parecía una historia calcada. 

El día del pesaje oficial en Barcelona, el atleta se descubrió con un sobrepeso de seiscientos gramos. Y no pudieron desaparecerlos ni con dos horas de sauna a intervalos, vestido con sudadera y una toalla en la cabeza, escupiendo y mascando chicle como un poseído. Al final le clavaron una sonda en la vejiga para sacarle los restos de la orina que ya no era capaz de pujar afuera. 

Carlos Arturo David cayó desmayado bajo el peso de su drama. Lo estaban cocinando, dijeron los médicos después de reanimarlo. Su advertencia fue que otra sesión en el sauna lo mataría. Los periódicos publicaron la noticia, como sacada de un periódico de 1972: «Pudieron más las ganas de pollo que las ganas de gloria», «Otro que fue a competir con hambre». De nuevo, los periodistas se dieron un banquete. Hasta Sábados Felices hizo una parodia de Carlos Arturo comiéndose una gallina, saciando el hambre nacional antes de competir. 

Pero a él no le pusieron un apodo, o él no quiso recordarlo la vez que hablamos, también en junio de 2012. A su regreso de Barcelona, en el aeropuerto El Dorado, se escondió en un baño para evitar las cámaras de televisión. Él recordaba que ahí, también pálido, fingiendo que orinaba, estaba Jorge Bermúdez, ese defensa de la selección colombiana de fútbol a quien apodaban el Patrón y que llegó de Barcelona con sus compañeros derrotados, sin la medalla que los periodistas deportivos les colgaron antes de su viaje a los Olímpicos. 

Ya en su casa del barrio Doce de Octubre, en el noroccidente de Medellín, el pesista se negó a salir, y así estuvo por días, sin asomar los ojos a la calle, sin contestar el teléfono, sin dejarse ver de sus vecinos. Entonces se retiró para siempre del deporte, como quien abandona un planeta en extinción. Su declaración más honesta fue que se cansó de hacer fuerza.

Cuando lo conocí, veinte años después de esa tragedia deportiva, Carlos Arturo era notificador del Juzgado Noveno Penal Municipal. Su rutina consistía en ir a las cárceles a llevarles las hojas de sentencia a hombres y a mujeres condenados por delitos de homicidio, lesiones personales, secuestro, narcotráfico… Algunos lo insultaban o lo maldecían. Otros —la mayoría— guardaban silencio, advertidos de que él solo era el mensajero de las decisiones de un juez. 

Carlos Arturo les hablaba a los sentenciados, les recomendaba serenarse. Yo les digo que no pierdan la fe, que no se dejen herniar, me contó la vez que hablé con él. No era en broma. Un consejo sobre la persistencia de la fuerza personal es el mejor que puede dar un levantador de pesas olímpico.

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