El 2 de febrero, la escritora argentina Gabriela Cabezón Cámara ganó el Premio Ciutat de Barcelona con su más reciente novela, Las niñas del naranjel, que narra la historia de Catalina de Erauso, una monja que escapó del convento, se vistió de hombre y viajó a América como soldado. Se trata de un libro imperdible que usa una prosa silvana para describir la selva paranaense, poner en cuestión el género y preguntarse por nuestra animalidad. Cabezón Cámara nació en Argentina, en 1968. Debutó en la ficción, en 2009, con La Virgen Cabeza, una historia sobre una travesti a quien se le aparece la virgen en una villa de Buenos Aires, y se estableció de manera definitiva como otra de las grandes voces de la literatura latinoamericana contemporánea con Las aventuras de la China Iron, una narración visionaria del Martín Fierro que estuvo nominada al Premio Booker Internacional. El escritor y periodista Santiago Wills cruzó una serie de correos con ella para hablar sobre la novela, el jaguar y la crisis climática. Esta es, también, una conversación sobre la quietud.
Querida Gabriela:
Quisiera empezar preguntándote por ese viaje a la selva paranaense que hiciste con el fotógrafo Emilio White. Según entiendo, ya llevabas un buen rato trabajando en Las niñas del naranjel cuando te decidiste a ir. La experiencia te obligó a reescribir gran parte de lo que ya tenías. ¿Cómo era esa selva imaginada antes de conocerla?, ¿qué fue aquello que tuviste que revisar en tu manuscrito?, ¿y cómo fue ese viaje? ¿Cuál fue ese detalle que quizás nunca sospechaste descubrir y que fue imposible ignorar una vez estuviste allí?
Lo pregunto por varias razones. Por un lado, me fascinó la descripción que haces de esa selva en tu libro. Hay un desorden de los sentidos y un lenguaje frondoso y abejucado que refleja los recuerdos o la idea que un lector puede tener de la selva.
Por otro lado, lo ocurrido con tu viaje me recordó una anécdota sobre Coleridge que Borges solía contar cada vez que hablaba del poeta. Coleridge, al parecer, escribió su Balada del viejo marinero, un largo y bello poema sobre un viaje en el mar, sin realmente haber visto sus aguas. Al verlo por primera vez camino a Alemania, el poeta se decepcionó. «El mar de su imaginación era más vasto que el mar de la realidad», dice Borges. Siempre me ha parecido una historia poco creíble, pero, más allá de su veracidad, me interesa la cuestión de las ideas preconcebidas que podemos tener sobre escenarios como el mar o la selva. En varias entrevistas mencionaste que no hallaste muchas referencias literarias sobre aquella que rodea el Paraná. ¿De qué se nutría esa selva inicial y cuál fue el mayor cambio que encontraste entre esta y la real?
Un gran abrazo,
Santiago
Hola, Santiago, buenas noches, ¿cómo estás? Acá en la era oscura un poco iluminada hoy por tremenda multitud manifestándose.
Empiezo a contestarte:
Es difícil ahora recordar qué fue lo que revisé. Creo más bien que reescribí buena parte de la novela. La escribí muchas veces a esta novela. Lo que sí puedo contarte es lo que no había previsto, por ejemplo la quietud. Hay que estar muy quieta para ver lo que ve Emilio. Quieta, quieta, respirando suave. Sintiendo cómo te caminan por la piel distintos insectos, empezar a discriminar los pasos de una araña de los de un mosquito de los de una abeja, por ejemplo. No estuve horas suficientes como para singularizar la sensación del ascenso de las garrapatas. Pero me subieron todo lo que quisieron. Íntimas fuimos las garrapatas y yo. Estar quietísima, entonces, horas y horas. Y empezar a ver por ejemplo las nubes de bichitos patinadores que andan haciendo lo suyo en las superficies de las aguas tranquilas. O la cantidad de texturas de las hojas de los distintos muchísimos árboles. Una selva es un animal bastante despeinado. La cuestión de la atención, de lo presente que tenés que estar. Una yarará no quiere picarte pero vos tenés que hacer el favor de estar despierta y no pisarla. La información, y muchas veces el deleite, que puede traer un olor u otro. Yo no creo que haya que necesariamente visitar un lugar para escribirlo. Podés inventarlo, claro. Tampoco sé si Coleridge se inventó un mar. No importa mucho lo documental en un libro literario. Pero lo sentido se puede hacer imagen y, ya sabemos, esa imagen puede distanciarse mucho de la impresión concreta. Pero algo de cómo se tejen las lianas y los bichos, de cómo está fresco adentro del tronco hueco de un árbol centenario, algo de eso quedó en este caso, me parece.
Gabi
Querida Gabriela:
Me llama mucho la atención el tema de la quietud. No sé si tuviste la oportunidad de ver el documental El leopardo de las nieves, de Marie Amiguet. Se trata de un viaje al Tibet en busca del felino junto al fotógrafo Vincent Munier y el escritor Sylvain Tesson, quien también escribió un libro con el mismo nombre sobre el recorrido (el subtítulo es Un elogio de la paciencia, la lentitud y el silencio). La quietud es uno de los temas principales. Munier la cultiva desde niño, cuando su padre lo llevaba a acampar y buscar animales en los bosques franceses.
Por alguna razón, las faldas nevadas del Tibet y el leopardo de las nieves, ese fantasma de las montañas, arrastran consigo la idea de la quietud sin mayor esfuerzo. Peter Matthiessen, en su Leopardo de las nieves —el título al parecer es inescapable— también la aborda. Quizás tiene que ver con el budismo, con el hielo o con los paisajes montañosos como estampas japonesas —las fotos de Munier tienen algo de ello—. O, más bien, con la imposibilidad de ver al animal de otra manera. Tesson y Munier pasan días enteros, camuflados en escondites, observando parajes de rocas, pastos y sombras, atentos a cualquier movimiento, un posible indicio de la pantera de las nieves. Eventualmente, la ven y su vida cambia.
Todo lo anterior es para decirte que no solemos asociar la selva con la quietud, a pesar de que deberíamos hacerlo. La mayoría pensamos en ese animal despeinado del que hablas como un ser inquieto, pleno de vida y muerte, un genuino móvil perpetuo. Y, sin embargo, como bellamente lo describes, necesitamos esa quietud para poder verlo. Los pueblos originarios eran conscientes de ello: de ahí su visión del mundo.
Y eso me trae a otro animal que me interesa muchísimo, pues llevo dándole vueltas ya casi siete años: el jaguar. Contrario al leopardo de las nieves, ni siquiera la quietud nos garantiza verlo. Por fuera de un par de puntos en Brasil, donde los felinos ya están habituados a botes o autos, y de un lugar poco conocido en Bolivia, es prácticamente imposible viajar para verlo con un alto nivel de certeza. No obstante, su presencia permea no solo la selva, sino casi toda la América continental. Ocupa, por no ir muy lejos, un lugar prominente en la selva paranaense donde se transforman Antonio, Michi y Mitakuña, los personajes principales de Las niñas del naranjel.
La respuesta quizás sea obvia, pero no puedo evitar la tentación de leer lo que piensas sobre el yaguareté. Llevo cuatro años viajando por América para escribir un libro de crónicas sobre el felino y estoy seguro de que lo que escribas lo iluminará. ¿Cómo llegaste al jaguar? ¿Por qué ocupó ese puesto en el libro? ¿Y qué tanto te influyó, si es que lo hizo, el libro La mirada del jaguar, del antropólogo brasileño Eduardo Viveiros de Castro?
Un enorme abrazo,
Santiago
Yaguareté-Avá: la metamorfosis, Santiago querido. Pasarse al otro, ser el otro reconociéndolo como otro, raspándose con el borde áspero de la diferencia pero también abrazándose hasta fundirse en lo común, en eso del otro que también me constituye. Y después volver a sí. O perderse para siempre. Se puede ser yaguar porque en la jaguaridad hay humanidad. Y se puede ser humano porque en la humanidad hay jaguaridad. Y porque jaguaridad y humanidad no son la misma cosa. O lo son de modos bien diferentes. Hay, en el perspectivismo amerindio que Viveiros de Castro condensa en La mirada del jaguar, una cultura relacional, no esencialista: una sociedad de la red, una sociedad interespecie que se reconoce otra en todo otro incluyéndose, que puede entregarse a la otredad y volver y entregarse otra vez y así, crecerse y conocerse en relación. Es una sociedad interespecie, nace viva y teje vida y se sabe parte de la red vital terrícola, la de Tierra quiero decir. El avá es yaguareté porque el yaguaraté es el predador mayor de Abiayala: el que tiene el hambre, los dientes y las garras necesarios para sostener vivas a las demás especies. Ya sabemos: si hay demasiados herbívoros, no crecen los árboles nuevos, entonces la tierra se suelta y no hace suelo y el río hace de todo su lecho y todo se inunda o se seca porque no hay árboles para hacer llover. El yaguareté mata para la vida. Piadosamente mata: se arroja encima de la presa, el golpe del peso aplastante y latiente, le muerde la nuca y kaput. No hubo tiempo para el dolor. La vida misma así. El yaguareté es Abiayala porque está vivo y trabaja para la vida. La máquina occidental, la que sometió y somete, es una máquina muerta que produce muerte en su propia reproducción de parásito incapaz de más simbiosis que el exterminio del otro: un fractal vampírico con una boca saliendo de otra que sale de otra que sale de otra fagocitando todo y escupiendo cadáveres que se parecen a sí mismas, todas tejidas a la manera de los ferrocarriles hace cien años: tragando todo para el centro voraz de la maraña. Yaguareté: la fuerza que necesitamos, la suya. Yaguareté-Avá: la metamorfosis que necesitamos, la nuestra.
Abrazo
Gabi
Querida Gabriela:
Consideré seriamente dar por terminada nuestra correspondencia con tu último correo. No creo que se pueda añadir mucho más a tu oración final, pero, al mismo tiempo, no me resisto a hacerte otro par de preguntas: ¿qué significaría para ti la extinción del jaguar? ¿La de cualquier ser, como consecuencia de ese apetito voraz que nos domina desde hace siglos?
Alguna vez, en una conversación, me preguntaron algo similar y respondí con lo que inicialmente pensé que era una hipérbole: «El fin del mundo llegará el día en que muera el último jaguar». Ya no creo que fuese una exageración. De hecho, pienso que la misma sentencia es verdadera si reemplazamos el yaguareté por una infinidad de seres. Si no fuese así, la extinción no sería más que un hecho común, la regla que ha sostenido la evolución en la Tierra desde sus inicios. Hay una intuición: no quiero vivir en un mundo sin jaguares, así como no quiero vivir en un mundo sin los libros, la música y las obras de arte que me han sostenido. Y sospecho que la metamorfosis, la nuestra, llegará, si es que lo hace, demasiado tarde.
Pero me desvío. ¿Para ti qué significa está sexta extinción masiva que ya comenzamos a presenciar?
Dejo en tu respuesta el final de estos correos y te agradezco felinamente por tus palabras.
Un gran abrazo,
Santiago
Un fin del mundo significa. Hubo otros. Hasta que el sol estalle va a haber más. Pero este, el nuestro, se está terminando. No la vida de la Tierra, eso va a seguir de un modo u otro, va a volver a empezar. Con los hongos, que siempre traman. O con las tilapias, que aprendieron a soportar hasta la radiactividad. O con los tardígrados, que saben secarse y aguantar hasta que las cosas mejoren. Años, décadas. Saben ir al espacio y volver capaces de vida. Pero este mundo, el nuestro, se está terminando. Y así estamos: sin idea de futuro. Apenas la pesadilla de un tecnofeudalismo posapocalíptico. Y nada más. Por ahí es hora de ponernos a pensar uno. Un futuro, digo. Deberíamos aprender de los pueblos amerindios: ellos ya vivieron un fin del mundo. Más de uno. Y acá están. Siglos de genocidio no lograron que dejen de ser ellos mismos. Ellos saben cómo: desde lo arrasado, desde lo descuartizado, desde lo devastado resisten. Han de tener una idea de futuro. ¿Recuperar la tierra? La Tierra. Parece un buen plan. Habrá que ver desde la mirada del jaguar. Y seguirlo.
Abrazo, Santiago.
Gabi
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