Carlos y Jaime llevaban dos años en una relación sentimental tras las rejas. Se habían conocido en la cárcel El Barne, ubicada en Cómbita, Boyacá, donde de noche la temperatura baja a los seis grados centígrados. El frío y la soledad —dicen quienes han estado presos en ese sitio— son las dos peores penitencias. En aquellos pabellones la pareja consolidó su amor. Incluso, lo hicieron oficial, documentando su relación ante el Comité de Enfoque Diferencial y LGBTI de la cárcel (ante esas mismas instancias, Jaime se identificó como transgénero).
Las cosas iban bien hasta que el Inpec decidió trasladar de cárcel a Jaime. Fue Carlos quien «gritó». Lo hizo interponiendo una tutela el 3 de agosto de 2023 contra las directivas de El Barne. En el escrito recordó que llevaba siete años privado de la libertad y que la reubicación de su pareja era un acto discriminatorio en contra de los dos. Un juzgado de Tunja admitió la tutela y le dio al Inpec cuarenta y ocho horas para responder. Así lo hizo la institución que maneja las cárceles del país. En la contestación afirmó que la medida no se echaría atrás porque no se vulneraban ni se ponían en peligro los derechos fundamentales de Carlos, el accionante.
El Inpec también argumentó que los centros carcelarios permitían los encuentros virtuales y que así la pareja se podía comunicar. No obstante, los dos debían cumplir con ciertas condiciones: estar condenados, demostrar buena conducta y no poder acceder a visitas por motivos geográficos de ubicación. En esa primera ronda, el juzgado falló a favor de la penitenciaría y negó la acción de tutela por improcedente.
¿Había otra salida para que Carlos pudiera estar más cerca de Jaime? Solo fue hasta 1992 que se permitieron las visitas conyugales y las citas en las que se admiten encuentros sexuales en determinados espacios privados de las cárceles. En 2013, la Corte Constitucional ordenó al Inpec reglamentarlas para parejas del mismo sexo, reconociendo su derecho a la igualdad y no discriminación. Pero la implementación no fue tan amorosa: hubo que pelearla.
Ocurrió cuando Luz Ángela y María Elena, dos reclusas que pagaban sus penas en la cárcel El Pedregal de Medellín, pidieron un espacio privado para amarse. El director de la penitenciaría se opuso porque Luz Ángela estaba casada con un hombre llamado Jhonny. Aunque el camino fue pedrizo, la reclusa logró demostrar que esa relación había terminado varios años atrás y que ahora amaba a Luz Ángela; lo confirmaban los catorce meses que llevaban de novias tras los muros de la cárcel.
El caso llegó a la Corte Constitucional y llenó de preguntas a los magistrados: «¿Quedan excluidos de la posibilidad de disponer de una visita íntima aquellos solteros y solteras que al momento de ingresar al establecimiento carcelario no lograron consolidar alguna relación afectiva? O, como en este caso, ¿están restringidos los encuentros sexuales para aquellos internos casados sobre quienes acaezca, de hecho, una separación de cuerpos?».
Después de estudiar los hechos durante ocho meses, la Corte concluyó que no se debían restringir los derechos sexuales a una persona que había demostrado estar separada de su expareja. Así que, mediante la Sentencia T-372 de 2013, se garantizó por primera vez «el disfrute periódico del derecho a la visita íntima» por parte de parejas del mismo sexo recluidas en establecimientos carcelarios.
Nueve años después, en 2020, un caso similar llegó a la Corte Constitucional. En este se evidenció que, a pesar de la jurisprudencia, persistían dificultades para las parejas del mismo sexo a la hora de acceder a las visitas conyugales. En su respuesta, la Sentencia T-365 de 2022, la Corte reiteró la obligación del Inpec de garantizar este derecho de manera efectiva y sin discriminación. Desde entonces, las parejas del mismo sexo en Colombia han tenido la plena posibilidad de acceder a las visitas conyugales en las cárceles del país, bajo las mismas condiciones y requisitos que las parejas heterosexuales.
En el caso de la pareja de El Barne, Carlos no estaba reclamando el acceso a visitas conyugales, sino algo mucho más complicado en materia penitenciaria: que regresaran a Jaime a esa cárcel. Todo parecía indicar que la Corte Constitucional, adonde había llegado el caso, iba a amparar los derechos de estas dos personas. Pero lo que iba a unir la justicia lo separó el (des)amor.
Dentro de las diligencias judiciales, un funcionario de la Defensoría del Pueblo visitó la cárcel La Picota para tomar la declaración de Jaime. Este, sin embargo, le hizo saber que su relación con Carlos había terminado y que no estaba interesado en tener una «visita íntima con él».
La situación se tornó singular. Dos funcionarias de la Defensoría del Pueblo entrevistaron a Carlos en Boyacá, pero él les dijo que no había instaurado la acción de tutela, y que tal vez había sido Jaime buscando volver a El Barne. El amor se había roto, advirtieron las defensoras. La Corte, ante los nuevos hechos, y después del desgaste jurídico, cerró el caso, no sin antes advertir que las parejas del mismo sexo condenadas a penas intramurales tienen los mismo derechos conyugales que las parejas heterosexuales.
Como diría Joaquín Sabina: «De ti depende y de mí que entre los dos siga siendo ayer noche, hoy por la mañana». En el caso de Carlos y Jaime no alcanzó la noche y no habrá mañana.
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