En varios corregimientos del departamento de Córdoba dicen que un ser diabólico y bastante hambriento bebe la sangre y se traga el hígado y el corazón de las gallinas. No solo mata una o dos cuando sale de caza, puede devorar hasta setenta en una sola noche.

Los cuerpos desgarrados, con las vísceras por fuera, quedan desperdigados en patios y corrales como si un ser del infierno o de ultratumba hubiera guardado ayuno durante siglos para salir con inanición a descuartizar cuanta ave doméstica encontrara a su paso.

El velo del exterminio cubrió, primero, la casa de Juvenal Altamiranda, en el corregimiento La Doctrina del municipio de Lorica. Esa noche el hombre se acostó y sus dieciséis gallinas se acomodaron en el suelo o en las ramas del árbol del patio. En la madrugada fueron halladas muertas, algunas con los órganos revolcados, y otras con una mordida y la sangre exprimida. A pesar de la cercanía del cuarto con el patio, Juvenal no escuchó ningún cacareo de auxilio, fueron torturadas en un extraño silencio.

Desde la llegada de los primeros pobladores a ese corregimiento, en el siglo XVIII, hasta principios de febrero de 2025, las gallinas vivían tranquilas y solo eran sacrificadas por las manos de su criador y enterradas en una olla bajo aliños y trozos de yuca y ñame. Es cierto que a veces los zorros o los tigrillos invaden los gallineros y se llevan alguna ave entre el hocico. Pero nunca se había presentado un ataque tan violento y perturbador hacia ese animal cuyo único mal es corretear niños hasta hacerlos llorar.

Dos días más tarde, un vecino de Juvenal, Ángel Manuel Díaz, se encerró en su habitación poco tiempo después de la caída de la noche. Su hijo Miguel, y su nieta también estaban resguardados. Las gallinas criollas, como en la casa del primer afectado, merodeaban libres en el exterior del hogar, y los pollos de engorde permanecían en un galpón contiguo. Bajo el mutismo de ese corregimiento donde escasea la música —cosa rara en un pueblo de la costa colombiana— y de habitantes que se resguardan temprano y sin bulla, fueron asesinadas todas las sesenta y seis aves. No sonaron píos, píos, ni ca, ca, cas, ni co, co, co, cos. Se entregaron a la bestia sin queja y con una resignación excepcional. A las 3:40 a. m. sonó la alarma. Ángel despertó sin la tentación de cinco o diez minutos más de sueño. Luego de décadas de rutina y religiosidad, sabe que la pereza es el séptimo pecado capital, y la madre de todos los vicios.

«Al que madruga Dios le ayuda», proclaman muchos. Quizá debió levantarse aún más temprano para evitar el derroche de sangre, plumas y cadáveres maltrechos que encontró con horror al cruzar la puerta de salida. Consternado ante semejante escenario regresó los pasos, esta vez afanado, y despertó a su hijo. Miguel, ante el grito alterado del padre que mencionaba su nombre, corrió al patio.    

«Es el Aparato», dijo asustado. Más tarde el susto se transformó en despecho al ver su negocio arrebatado en una noche. Un negocio que no ha terminado de pagar al banco. Sesenta y seis gallinas, cada una con un valor de treinta mil pesos, equivalen a una pérdida de casi dos millones de pesos, sin contar la inversión en insumos y comidas.  

Con la luz del alba, el chisme del Aparato se extendió por las calles, se filtró por las ventanas y las puertas, se tradujo en persignaciones y golpes de pecho. El Aparato es un ente desconocido y oscuro que cambia de nombre de acuerdo a las creencias; es un demonio, un espíritu maligno, un extraterrestre o el chupacabras. ¿Más de sesenta gallinas descuartizadas en una sola noche y sin ruido de alerta? No puede ser un animal, dicen.

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Álvaro Arias relata que el ser arribó a este plano durante un rito en el cementerio, realizado por dos brujas del caserío, y tres importadas de quién sabe dónde. Él no las vio, los vientos costeros arrastraron ese rumor que se coló en la mente de los asustados moradores. Una mujer, que prefirió no dar su nombre, confesó conocer a las dos brujas vecinas, pero se abstiene de denunciarlas para evitar un hechizo capaz de matarle los animales, y de paso a sus seres queridos.

Si fueron brujas, Satanás o un espanto salido de una tumba para escapar del frío de la tierra y la escasez de alimentos, en todos los relatos es el cementerio el germen de los temores. Está ubicado al pie del parque principal, para que todos recuerden que los pasos terminan allí, con el cuerpo en posición horizontal. Desde el parque se ven las bóvedas blancas y descuidadas como si la muerte se hubiera marchado hace años o puesto su dedo exterminador sobre los animales. Quizá esa cercanía con los cadáveres convirtió a la comunidad en una menos dada a los placeres terrenales. A diferencia de los pueblos vecinos, no suenan los picós con vallenatos y champetas, ni se ven mesas ocupadas por hombres y mujeres con decenas de botellas de cerveza en una mesa, y espirales de humo de tabaco. Por ley religiosa, la mayoría de las tiendas no venden cerveza ni cigarrillos. A Dios no le gustan los borrachines ni los viciosos, y los comerciantes no quieren ser cómplices de desatar la ira del Altísimo. La mayoría de los dueños de negocios son cristianos y evangélicos. Para saciar la sed, y de paso embriagarse, hay que salir del centro, cruzar por laberintos de calles solitarias, empaparse de sudor bajo ese sol que penetra hasta enturbiar los pensamientos, y llegar al confín, cerca del río Sinú y lejos de la santidad y las tumbas. Allí, los moradores creen en el diablo, y en la capacidad de olvidarlo con copas de ron.

En el interior de la casa de la familia Romero, Erlina, una mujer de unos cincuenta años, ojeras de insomnio y el ceño con expresión de dolor, está obligada a permanecer en una silla por la reciente operación de la pierna derecha. A su alrededor llegan pollos quejumbrosos y juguetones que se le encaraman. Pollitos huérfanos por culpa del Aparato. Desde ese día, la mujer no ha logrado conciliar el sueño; lo jura, y se le ve en el rostro. También se lamenta de su pierna estropeada. Si se materializara el ente sobrenatural, no podría huir.

A unos metros de Erlina, una gallina negra y de pico altivo desfila con la rabadilla descubierta. La noche del ataque, a mediados de febrero, dieciocho compañeras plumíferas fueron masacradas, y ella, que no se resignó como las demás, pataleó y aleteó hasta soltarse de las fauces del ser que ya la tenía presa del trasero. Dice que gracias a ese forcejeo se salvaron otras gallinas y pollitos, ahora tan traumatizados que se encierran en una jaula, al final del día, por voluntad propia.

«¡Es esto!», interrumpe Lilia Romero, la hija de Erlina. Extiende su celular y muestra una de las representaciones de Baphomet, una deidad con cabeza de cabra, cuernos de carnero, cuerpo humano, un pentagrama en la frente, pezuñas en lugar de pies y un báculo entre sus piernas. «¿Mamá, cierto que es parecido al que han visto con forma de canguro?». No espera la respuesta. En su mente está confirmada la similitud y los eslabones de una teoría que mezcla a Baphomet con el chupacabras, las profecías de Apocalipsis y los videos sobre posesiones.

En La Doctrina, incluso la luz solar es cómplice del miedo y de pensamientos fatalistas. El sol alumbra y calienta hasta los últimos resquicios, pero la oscuridad ha conquistado las almas. Lilia teme que el ángel exterminador le arrebate a su hija Sofía, una niña que, como los pollos, se mueve inquieta, con los pasos vacilantes de quien es nuevo en el oficio de caminar. La madre extiende de nuevo el celular con un video de una joven hondureña que, entre gemidos y lágrimas, advierte sobre la venida de un ángel cruel que masacrará infantes después de exterminar los gallineros. Con un aire de sabiduría y un público familiar atento a su sermón, Lilia habla de la muerte masiva de animales más allá de los límites de su pueblo. «Es el comienzo del final de los tiempos».

En 2021, la población chilena de Colnache rezó durante la Navidad para que Dios les repusiera las llamas y las alpacas asesinadas. Las oraciones, por lo visto, no llegaron a los oídos divinos porque los camélidos siguieron apareciendo desangrados y con mordidas en el cuello. Las víctimas fueron más de cincuenta. A diferencia de los doctrineros, los chilenos buscaron explicaciones más terrenales: el chupacabras era el criminal.

Este ser legendario, una especie de vampiro silencioso que succiona la sangre de sus víctimas, es famoso en toda América. Un Drácula que, a diferencia del europeo, es irracional y tiene rasgos animales. La gente lo compara con un reptil, un perro negro gigante o un ser antropomórfico y deforme. Los conspiranoicos aseguran que surgió de un mal experimento norteamericano, fugado del Área 51.

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Tres años después de la tragedia en Chile, la leyenda subió por la cordillera de los Andes, tomó la ruta de la cordillera Oriental, y se asentó en un pueblo boyacense, Sogamoso. En 2024, el Día de la Madre amaneció con una docena de animales despatarrados y con la yugular abierta. Durante el mes de mayo, cabras, vacas y ovejas fueron supuestas víctimas de ese ser ya denunciado en Puerto Rico, Honduras, Venezuela y Ecuador. 

Al parecer, el menú del chupacabras se ha extendido. Este año, en La Doctrina, se ha dedicado a consumir gallinas. Según dicen algunos lugareños, es el culpable de la masacre de más de 250, el equivalente al 13 % de la población humana de ese caserío de casi 2.000 habitantes. En febrero, el mismo mes en que empezó el derrame de sangre y plumas, la bestia también aprovechó para pasear por el departamento de Córdoba, y cenar en Cereté 60 aves; en Moñitos, 6 carneros, y una vaca en una finca cercana a San Bernardo del Viento.

Ante la histeria colectiva y la muerte de los plumíferos, Alberto Muñoz, coordinador del Centro de Atención y Valoración de Fauna Silvestre de la Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y San Jorge (CVS), acudió a los municipios y corregimientos cordobeses para bajar a la tierra lo que se hallaba en el plano metafísico. Según el funcionario, todo el mal se debe a una manada de unos siete grisones: mamíferos más pequeños que la nutria, de color grisáceo, y tiara blanca sobre su cabeza. Con esas caras de roedores inocentes, es impensable imaginarlos desgarrando pellejos y devorando corazones en un atracón de apetito.

Muñoz explica que, debido a los monocultivos de palma y arroz en la región, y el uso de químicos en la tierra, varias especies que hacen parte de la dieta del grisón, como sapos, lagartijas, peces y aves, desaparecieron o emigraron, y por ello debieron buscar alimento en los hogares. Además, a principio de año, y en agosto, durante la época de apareamiento, se les despierta el surplus killing o el síndrome de gallinero, en el que los depredadores matan más presas de las que pueden comer, y luego esconden o abandonan los restos.

La versión del especialista en fauna fue insuficiente. Los moradores consideraron que la ciencia no entiende de religión ni de brujería. Desde que la niebla del misterio se tendió sobre La Doctrina, sus pobladores aseguran que suceden otros fenómenos inexplicables: golpes en la puerta sin visitante a la espera, susurros fantasmagóricos de nombres de los habitantes, un hombre trastornado al percibir la figura de un cabro en un árbol —situación publicada en un video—- y piedras lanzadas a policías, según relata el subintendente Wilmer Malagón. 

Para la comunidad es más sabio el amigo sordomudo del pueblo que, según cuentan, tiene el don de ver el más allá. Amenábar Díaz vive cerca al parque principal, a disposición de cualquier trabajo, oficio o conversación, aunque no pueda escucharla. Se mantiene en su hogar, siempre a la espera de que alguien lo llame para extraerlo del tedio y la soledad. Por eso su puerta permanece sin tranca desde que se levanta, y así la mantenía abierta las veinticuatro horas, hasta que entró el Maligno.

Guiado por Lilia, Amenábar entra en la morada de los Romero. Mira los labios y sonríe ante la alegría comunal, y espera la mirada para comenzar su historia. Llegado el momento se levanta de la silla y narra, en gestos, su encuentro con el diablo: El hombre indica el dos con los dedos y señala el sol (las dos de la tarde), luego sopla y se da una palmada en la nuca (sintió un vaho extraño e invisible en el cuello). Hace farolas con las manos sobre su rostro y señala el rojo de una camisa (tenía ojos rojos y brillantes). Sube sus dos índices sobre la frente, bate una mano detrás de su cola, aletea con ambos brazos extendidos, y marca una medida, con la palma vertical, más arriba de la cabeza (tenía cachos, cola, alas, y era más alto que él). Menea las manos alrededor de las sienes y contrae los dedos cerca de su boca (pensó que estaba mareado por el hambre). El público mira sus gestos exagerados, el rostro contorsionado por el recuerdo del susto y sus piernas correteando en el mismo lugar para dar a entender la huida.

Un mes y medio atrás, nadie le creyó su historia, que cuenta en traducción de mímica. «Aparte de discapacitado, loco», pensaban antes de los sucesos extraordinarios que comenzaron en la casa de Juvenal Altamiranda, y continuaron en donde Miguel Ángel Díaz, la familia Romero, Sixta Gutiérrez, José Ballesta, Balbina Padilla, Marfelina Díaz (a esta última a principios de marzo), y varios otros que no quisieron dar el nombre, pero que sufrieron el duelo.

Con decenas de versiones vecinales, los doctrineros concluyeron que el demonio transmutaba. Bajo esa lógica, la teoría del grisón sirve para comprender otra de las formas que toma según sus afanes y apetito. Lo han visto como roedor, tejón, nutria, dos perros gigantes y negros, y un diablo alado de altura humana. Solo falta que se convierta en hombre y engañe a los pobladores convertido en un falso pastor.

Con el pueblo convencido de que un extraño fenómeno se tendía sobre ellos, salieron tres días después del primer ataque, en una procesión, acompañados de valerosos vecinos de otros lugares de la región, armados con machetes y palos, a buscar al protagonista de la desgracia. Hicieron guardia en el cementerio para vigilar si un ente se escapaba de su tumba. Otros cientos de personas aguardaron en la plaza principal. El subintendente Malagón, al ver semejante tumulto, ordenó a sus subalternos acompañar la búsqueda, y, durante dos semanas, continúo haciéndolo. Mientras el pueblo se movía en masa, la fiera desconocida aprovechaba la ausencia de los dueños de casa para seguir atacando presas cada dos días.

La Corporación Autónoma Regional de los Valles del Sinú y San Jorge instaló cámaras trampa, pero en ninguna quedó registrada la imagen del depredador. A la semana la procesión mermó, más valía cuidar los gallineros propios, y en su lugar organizaron turnos nocturnos de cinco o seis hombres. Concluyeron que el maligno, por su malicia de viejo y experiencia de siglos, era más inteligente que ellos. A un mes de la primera masacre, no hay guardia y continúa la masacre.

Los biólogos y los veterinarios saben que el fenómeno va a desaparecer en los próximos días, pero advierten que regresará dos veces al año, y les aconsejan a los doctrineros que guarden las aves en galpones de más de un metro de alto, para evitar una nueva matanza. Los creyentes del chupacabras siguen expectantes para tomarle la primera foto de la historia. Y los católicos de la comunidad esperan con ansia la Semana Santa, porque, según creen, Cristo llegará con su espada justiciera para devolver al diablo a su morada infernal.