La embarcación enfila aguas arriba en dirección del resguardo Jirí Jirí, el corazón del pueblo Muina Murui en el Putumayo, en la Amazonía colombiana, en el borde fronterizo con el Perú. Al mando del pequeño motor fuera de borda está Eliécer Muñoz, uno de los cuatro indígenas que hallaron en lo profundo de la selva, en el límite de sus fuerzas, a los niños que sobrevivieron al accidente de la avioneta en la que viajaban junto a su madre.

En enero pasado, luego de la publicación de Relato de un milagro —el libro que detalla esa proeza y que escribí en coautoría con el periodista Pacho Escobar—, surgió el pedido de un parque infantil para la escuela de la comunidad Muina Murui. Ojalá tuviera deslizaderos, subibajas y columpios, dijo Eliécer. Eran los días de una celebridad que los noticieros vaticinaron eterna —o casi— y que por supuesto resultó fugaz. 

El viaje del pequeño parque comenzó a quinientos cincuenta kilómetros de distancia, en los hangares de la Fuerza Aérea, en el aeropuerto Catam, en Bogotá. Tras varios días de espera, al fin fue posible encontrarle un lugar en El Antártico, uno de los aviones Hércules que cada dos semanas surten a los batallones establecidos en Puerto Leguízamo, un área de once mil kilómetros cuadrados entre los ríos Caquetá y Putumayo. 

El general Pedro Sánchez, comandante del Comando Conjunto de las Fuerzas Militares, dio la orden para que se priorizara su envío sin alterar el suministro táctico de sus soldados, en una de las zonas selváticas con mayor presencia de grupos ilegales. Su entusiasmo con las comunidades amazónicas es genuino. El estratega militar más destacado del país —que diseñó y lideró la Operación Esperanza— mantiene un trato cercano con los indígenas con quienes caminó monte adentro buscando a los hermanos Mucutuy.

Cumpliendo sus órdenes, una mañana de finales de julio, los técnicos de carga de la Fuerza Aérea acomodaron el armazón de maderas inmunizadas y fibra de vidrio en la panza del hércules. El único promontorio disponible resultó ser de bultos de alimento para los comandos caninos que acompañan a los militares en sus desplazamientos por la manigua, olfateando alijos de droga, personas desaparecidas y campos minados. El general Pedro Sánchez dice que ese suministro es esencial para sus hombres, igual que la provisión de proyectiles y morteros. 

Que el único lugar disponible fuera encima de esos bultos resultó como un ladrido, un reclamo memorioso sobre el sacrificio de Wilson, el perro rescatista devorado por la selva antes del hallazgo de los restos de la avioneta, el día trece de la búsqueda. Según los indígenas, los espíritus del bosque tomaron el alma del animal a cambio de la libertad de los niños, apresados entre lianas y bejucos, e invisibles a los ojos humanos.

Este mediodía, el rostro de Eliécer parece inquieto. El río Caquetá es un gigante de dos mil ochocientos kilómetros y discurre por entre la selva que aquí, desde el embarcadero de La Jagua y el territorio Muina Murui, tiene dueños. Del lado derecho del cauce son las disidencias de las FARC, al mando de alias Iván Mordisco; del lado izquierdo son los Comandos de la Frontera, al mando de alias la Araña.

Se supone que unos son de extrema izquierda, los otros de extrema derecha, pero no hay diferencias y ambos llevan la bandera de Colombia cosida en sus uniformes de camuflado como si fuera un distintivo. Ninguna serpiente venenosa, jaguar o caimán, ningún insecto ponzoñoso, produce más recelo en la espesura del bosque. Eliécer gira la cabeza, atento. Trás meses de silencio, las ráfagas de fusil han vuelto a las riberas. 

Los meses más calmos, después de mucho tiempo, ocurrieron luego del rescate de Lesly y sus hermanos, en junio de 2023. Entonces se produjo una creciente que ninguno conocía, similar a la de los sábalos cuando nadan a contracorriente y son fáciles de atrapar sin necesidad de redes de pesca, apenas con las manos. Varias productoras de cine y televisión recorrieron los cauces del río Caquetá comprando los relatos de quienes participaron en la búsqueda de los niños.

Para asegurarse la cesión de derechos, los declarantes debían suscribir contratos que se formalizaban en notarías. La gerente de una productora española recuerda el caso de indígenas que, pese a ese compromiso legal, vendieron hasta cinco veces sus testimonios, ofreciéndolos como exclusivos. Ante esa incertidumbre, a pesar de haber grabado numerosas entrevistas, decidió suspender su proyecto de filmación. Era imposible avanzar en medio de esa oferta de buhoneros y mercachifles, recuerda ella.

El mutismo de la familia materna de Lesly acrecentó aún más el valor de los testimonios, incluso de aquellos que no participaron en la Operación Esperanza pero que tenían una relación de cercanía con los niños y podían hablar de ellos como si acabaran de verlos. En esos días, los recorridos en lancha que costaban miles de pesos, de pronto costaban miles de dólares. Un año después, tras el hartazgo de la subienda, algunos de los que recibieron fortunas y se mudaron a Bogotá han vuelto a las riberas del río. 

Uno de ellos es un exgobernador muina murui que ayer en la tarde llamó a Eliécer para pedirle que por favor le cargue un poco de saldo a su número de celular. Él calcula que el hombre recibió unos doscientos millones de pesos. Y ahora no tiene plata ni para hablar por teléfono, dice Eliécer y sobre su cabeza cruzan dos guacamayas rojas.

Él nunca se fue. Su casa sigue siendo la de siempre, en el resguardo Jirí Jirí, en un alto que evita que las aguas alcancen el piso de maderas de golondrino y se metan a los cuartos en la época de las crecientes. En vez de deslizaderos, subibajas y columpios, el indígena pudo pedir dinero, y lo habría conseguido. Pero su respuesta a la pregunta sobre un pequeño gesto de gratitud tras la publicación de Relato de un milagro fue un parque infantil, y unos libros de texto para la escuela de su resguardo. 

Otras personas se sumaron, a cambio de permanecer anónimas. En la embarcación va Jorge Eliécer Doria, el técnico armador de la empresa Multiparques, que donó su trabajo, las herramientas y los materiales. Su esfuerzo exige un coraje mayor. Hace unos meses murió su hija. Se llamaba Yefany Taliana y tenía siete años. Levantar un parque infantil en medio de niños que ríen es, en su caso, una alegría dolorosa.

Justo ahora es la época de las mariposas. En las tardes, cuando baja el sol, se apacientan en las orillas del Guaviare, sobre el pantano reblandecido, y liban las sales que las flores no pueden ofrecerles. Son cientos, y de todos los colores. Azules, verdes, amarillas, plateadas, blancas, fucsias, lilas. Cuando vuelan parecen agujeros que se abren y se cierran sobre el verdor del bosque, el amarillo terroso del río, el rostro sudoroso de los niños. 

Hace nueve meses nació una bebé, es la más pequeña de la comunidad. La madre la llamó Lesly, convencida de la conjura de valentía que ese nombre supone. Mientras la besa, la mujer dice que jamás se ha subido a un columpio. Alguien cuenta en susurro que el otro día pasaron por allí los hombres de la Araña. Entonces, de enfrente, los hombres de Iván Mordisco les ordenaron cruzar el río e informarles los pormenores de esa visita.

Los indígenas del resguardo Jirí Jirí marcharon juntos, en silencio, y cumplieron la cita puntuales. Eliécer dice que el río, que divide en dos los males, también los junta. Él está citado para dar cuenta del dinero que le dieron a cambio de la celebridad pasajera con la que tropezó cuando halló a Lesly y a sus hermanos allá, al sur del Apaporis, después de cuarenta días buscándolos. 

¿Cuándo comienza a olvidarse lo que en apariencia es inolvidable? Eliécer Muñoz responde que no sabe. La memoria es frágil como las mariposas, dice. El viento que sopla desde el río se mete por las ventanas de su casa y trae la vocinglería de los monos aulladores, aguas arriba, a kilómetros de distancia. Los muina murui —sobrevivientes del holocausto indígena durante la explotación del caucho a comienzo del siglo pasado— creen que la gratitud es regalo divino y que los espíritus del bosque bendicen a quienes la ofrecen y a quienes la reciben. Yo le prometí escribirlo así, tal cual, a mi regreso.

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