Partimos hacia La Libertad porque nos dijeron que allí vivía un abuelo indígena yagua, un tal Amador, quien conocía un pozo lleno de peces ornamentales. El lugar debía mantenerse secreto, pues, según el viejo, allí nadaban otocinclos (Otocinclus), un género de pequeños bagres populares entre los aficionados a los acuarios por su temperamento pacífico y su capacidad para mantener a raya el crecimiento de las algas. Desde hacía meses, los exportadores de peces en Bogotá los reclamaban con afán y —una rareza, según los acopiadores en Leticia— estaban dispuestos a pagar más o menos bien por cada individuo de entre 2,4 y 5,5 cm, dependiendo de la especie. Sus cuerpos bruñidos, como diminutos torpedos de acero atravesados por una línea negra horizontal, son una de las pocas formas que hoy tienen quienes viven de la pesca ornamental en la Amazonía colombiana para llegar a fin de mes. La clave es el volumen, afirman: los otocinclos se mueven en grandes cardúmenes, por lo que, en cada faena, se pueden sacar decenas de miles. Por esto, el pozo del abuelo yagua era una mina que debía explotarse antes de que alguien más la hallara.
Zarpamos en busca de los peces la mañana del 2 de septiembre. El sol apaleaba las aguas sepia del río Amazonas cuando dejamos atrás el Acuario Leticia, el centro de acopio de la familia Dos Santos, una de las primeras en pescar peces ornamentales en la ciudad. Viajábamos en una canoa de madera de siete metros de largo por casi uno y medio de ancho, acomodados en tres tablones. En la proa, Alexander Valencia Dos Santos, un pescador de 45 años a quien todos en la zona conocen como Jimmy, le hacía señas a Robinson Rodríguez Do Nascimiento, un brasileño de 34, apodado Preto, quien manejaba en la popa el peque peque, un motor fuera de borda de una decena de caballos de fuerza que recuerda una podadora. Los implementos de pesca —nasas, cestos, redes—, las maletas y unos plásticos azules, destinados a construir estanques dentro del bote para alojar a los otocinclos, se hallaban en el medio, delante de una tercera banca en la que yo intentaba en vano acomodarme.
Hacía un par de días, Lucila Dos Santos, la madre de Jimmy, una mujer vivaz de 74 años que lleva más de seis décadas persiguiendo peces ornamentales en la Amazonía, me había invitado a acompañar a su hijo en una faena. En las últimas semanas, pescadores de Brasil, Perú y Colombia habían pasado por el Acuario Leticia con supuesta información privilegiada sobre zonas de pesca de ornamentales. Un peruano, por ejemplo, le había hablado de un caño en la frontera de su país con Brasil, al parecer repleto de otocinclos. Se ubicaba a apenas unas dos horas de distancia, por lo que no se gastaría mucha gasolina, no habría que comprar tantas viandas y los peces no sufrirían tanto en el viaje de regreso.
Sonaba como una oportunidad inmejorable, pero había dos problemas, me dijo Lucila. Por un lado, el pescador no estaba del todo seguro de si los peces efectivamente eran otocinclos. Lucila se los había descrito, pero, como el peruano no tenía celular, no había podido enviarle una foto de los peces para confirmar su identidad. Por otro lado, el caño en cuestión se encontraba en el río Yavarí, un afluente del Amazonas que atraviesa Perú y Brasil, donde piratas atacan y detienen embarcaciones que intentan coronar uno de los tantos cargamentos de droga que impulsa con cada vez más fuerza la economía de la región. Desde hace algunos años, los ladrones han dejado de limitarse a los estupefacientes y han comenzado a robar motores, dinero, comida, bebidas y mercancía. En una ocasión, a Jimmy no solo le quitaron 18.000 reales (unos 3.350 dólares), sino también casi mil peces ornamentales que traía de regreso a Leticia.
Otras propuestas tenían problemas similares. La mejor —la más segura, de acuerdo con la familia Dos Santos— era la de Amador, el abuelo indígena yagua de La Libertad, un resguardo indígena a medio camino de Puerto Nariño, el segundo municipio más importante del departamento del Amazonas. Lucila conocía a Amador desde hacía más de tres décadas. Había pescado y concretado negocios con él. Confiaba en su criterio más que en el de los otros. El lugar, además, quedaba a alrededor de tres horas río arriba, un poco más lejos que el caño en el Yavarí, pero estaríamos todo el tiempo en territorio colombiano, en principio lejos de los piratas.
Al final Lucila tomó la decisión y, poco después de las nueve de la mañana del 2 de septiembre, Jimmy, Preto y yo nos hallábamos rumbo a Puerto Nariño cargados con un bidón de gasolina, cuatro kilos de fariña y comida para varios días. A lado y lado del río oscilaban barcos de misiones médicas, enormes planchones para transportar madera o hidrocarburos, y balsas o casas flotantes donde jugaban niños y ladraban perros pequeños color avellana y marrón. Conforme avanzábamos, el sonido del peque peque se reflejaba en la orilla, imitando una motosierra.
El bote pertenecía al hermano de Preto. Jimmy les había prestado el suyo —«el bote grande», lo llamaba— a unos amigos pescadores de la Orinoquía. En teoría, debían haber llegado la tarde anterior, pero no habían aparecido. Tendríamos que pasar los días y las noches que durara la faena en la canoa pequeña y luego encontrar una manera de regresar con veinte, treinta o cincuenta mil otocinclos en estanques formados entre las bancas. Ya miraríamos cómo acomodarnos, porque valdría la pena, dijo Jimmy: los exportadores estaban pagando entre 200 y 250 pesos por cada diminuto bagre en forma de proyectil. En el peor de los casos, eso equivaldría a entre cuatro y cinco millones de pesos (1.000 a 1.250 dólares), mucho más de lo que últimamente se hacían en una faena y lo suficiente para poder solventar otro mes. Cada día era más difícil vivir de la pesca de ornamentales, me había dicho Lucila antes de despedirnos. Algunos meses, habían tenido que pedir prestado para comprar comida. Serían un par de días incómodos y largos, dijo Jimmy, pero sí, claro que sí: por supuesto que valdría la pena.

El río Amazonas. Foto Santiago Wills.
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Los peces son los animales más explotados del planeta. Más de la mitad de todos los vertebrados que se comercian en el mundo pertenecen a este grupo. Según un estudio reciente, basado en datos de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), entre 2000 y 2019, anualmente se capturaron entre 1,1 y 2,2 billones de peces. Esa cifra no incluye la captura incidental, la pesca deportiva (estimada en 47 mil millones de peces al año), la pesca fantasma —aquella que ocurre cuando se pierden, abandonan o dejan a la deriva implementos de pesca— o simplemente lo que no se reporta —pesca ilegal, pesca para carnada, etc.—. En su rango superior, el número representa más de mil veces la cantidad de gallinas o reses que sacrificamos cada año. Si asumimos que cada uno de esos peces mide en promedio diez cm de largo, el acumulado de esas dos décadas de pesca, organizado en fila india, cubriría la distancia de la Tierra a Plutón.
La mayoría de la pesca —cerca del 56%— se destina para la producción de harina y aceite de pescado, que luego se usa principalmente en concentrado para ganado, pollos, cerdos, otros animales domésticos y peces de granja. En otras palabras, pescamos sobre todo para dar de comer a los peces y los otros animales que luego comemos. Gran parte de lo que no se usa como alimento de nuestro alimento, también lo devoramos, en este caso sí de manera directa. La FAO calcula que el consumo anual per cápita de pescado es aproximadamente de 20,7 kg, más de tres kilogramos por encima del pollo, la carne más consumida del mundo, por encima del cerdo y la res (la FAO no incluye el pescado en sus estadísticas de consumo de carne). Somos más piscívoros que carnívoros, pero por alguna razón esto rara vez se menciona.
En comparación con la pesca de consumo, la ornamental es exigua y, en principio, más sostenible. Personas como Jimmy y Preto suelen devolver al río los peces que no se venden, pues ocupan espacio y contaminan el agua en la que deben transportar aquellos que sí tienen un valor comercial. Los volúmenes de esta pesca, sin embargo, también son colosales. Se estima que cada año se movilizan alrededor de 2.000 millones de peces ornamentales de casi 6.500 especies. Lo anterior quiere decir que actualmente casi un 20% de todas las especies de peces registradas en el planeta se venden con fines decorativos.
Rara vez los vemos en público, pues los acuarios suelen estar en las salas de las casas o en los cuartos de los niños, pero, como cuenta la periodista Emily Voigt en su libro The Dragon Behind the Glass: A True Story of Power, Obsession, and the World’s Most Coveted Fish, la mayor cantidad de mascotas son peces, al menos en Estados Unidos. Hay cerca de 160 millones en ese país, casi un pez por cada dos personas, repartidos en acuarios en 3,9 millones de hogares. En total, suman una cantidad similar a todos los perros y gatos juntos. El valor de mercado de la industria de los acuarios podría alcanzar los 30 mil millones de dólares, casi una y media veces el producto interno bruto de un país como Nicaragua (al igual que ocurre con las demás mascotas, la gente destina la mayor parte de su dinero a los accesorios).
Peces de mares y ríos alimentan ese caudal. Casi todos los marinos se capturan en arrecifes. El 90% de los ornamentales de río, en cambio, se reproducen y crían en enormes complejos ubicados en el Sudeste Asiático y algunos países de Europa. Muchas de las especies que se reproducen allí provienen de ríos de otras regiones del mundo. Al igual que ocurrió con las plantas y los laboratorios farmacéuticos, viajeros robaron especies de peces endémicas del Sur Global y aprendieron a explotarlas. En cierta manera, esto benefició a las poblaciones de peces locales, pues dejaron de extraerlas de sus ecosistemas, pero también trastocó el mercado y afectó a pescadores que vivían de esta actividad.
Hoy la pesca ornamental sobrevive en la Orinoquía y la Amazonía colombiana gracias al 10% que no se produce en criaderos. Este porcentaje incluye especies recién descubiertas, especies que no se han logrado reproducir en cautiverio y otras a las que los coleccionistas les otorgan un valor adicional por ser silvestres o «salvajes».

Jimmy sostiene una bolsa con peces ornamentales en el Acuario Leticia. Foto Santiago Wills.
Dentro de ese mismo conjunto es que bracea el crimen. En la Amazonía, los peces ornamentales silvestres componen la mayor parte del tráfico de fauna, de acuerdo con los datos obtenidos por el proyecto Autopistas de depredación. La mayoría de las confiscaciones ocurren en Brasil, donde, entre 2010 y 2025, se incautaron millones de estos animales, según datos del Instituto Brasileño del Medio Ambiente y de los Recursos Naturales Renovables (IBAMA). En contraste, en Colombia, las incautaciones son pocas. Entre 2020 y 2025, las autoridades en el aeropuerto El Dorado, en Bogotá, detuvieron apenas 11 lotes con poco más de 1.200 peces. Estas cifras, sin embargo, ocultan la realidad del tráfico en el país, de acuerdo con Armando Ortega Lara, un biólogo marino de 53 años que lleva más de dos tercios de su vida recorriendo y analizando los ríos colombianos.
Prácticamente todos los peces ornamentales que se exportan desde Colombia provienen de otro país, dice Ortega Lara, autor de los dos principales libros sobre peces ornamentales que se han publicado en Colombia. En Leticia, más del 90% de los peces que reciben los acopiadores provienen de Brasil o Perú. Algo similar ocurre en la Orinoquía con Venezuela, según varias personas que conocen el funcionamiento de la pesca en la zona. Ese flujo de animales es técnicamente ilegal. Cada país exige permisos especiales para la pesca comercial y es muy raro que se le lleguen a otorgar a un pescador extranjero. No obstante, debido a la falta de controles, los pescadores capturan en las zonas que les conviene, sin importar el país.
De manera breve, la explotación de peces ornamentales en un país como Colombia funciona de la siguiente manera: pescadores, ubicados en regiones como la Amazonía y la Orinoquía, capturan animales en países vecinos y se los venden a acopiadores, que usualmente tienen acuarios o bodegas en la región. Una vez los acopiadores acumulan un volumen suficiente de peces que justifique el pago de un flete aéreo, los envían a Bogotá, donde los exportadores los reciben y revisan. Cuando, a su vez, los exportadores ya tienen una cantidad importante de peces, los mandan en avión a compradores internacionales en Asia, Estados Unidos y Europa, que luego los venden a tiendas de mascotas, acuarios y coleccionistas. Por lo anterior, puede afirmarse sin exageración que casi toda la industria ornamental colombiana se basa en la legalización del contrabando y el tráfico de especies (algo similar ocurre en países como Perú).
Más allá de este «lavado» o «blanqueo» de animales, algunos actores también se aprovechan de la ausencia de control, los grandes volúmenes y la ignorancia de las autoridades para mover especies prohibidas o no declarar las cantidades reales que se exportan. La Autoridad de Acuicultura y Pesca de Colombia (AUNAP), entidad a cargo de regular el recurso pesquero en el país, en teoría debe revisar las exportaciones de peces ornamentales. Sin embargo, esto no ocurre a menudo, según una persona que trabaja allí y que habló bajo condición de anonimato. Solo se examinan entre el 5% y el 10% de las cajas de cada embarque, y solo se inspeccionan alrededor de la mitad de estos, me dijo.
Cuando sí se hacen revisiones, se requiere de un conocimiento amplio para poder identificar correctamente las especies y de una gran cantidad de tiempo para asegurarse de que los números de peces reportados sean los correctos. Ambas condiciones suelen faltar. Por ello, las incautaciones son poco frecuentes. Solo en casos muy raros se detienen envíos o se imponen sanciones, como muestran las cifras de la Secretaría de Ambiente de Bogotá. En julio de 2021, por ejemplo, se confiscaron más de 200 zebras pleco (Hypancistrus zebra), bagres blancos y negros endémicos del río Xingu, en Brasil, unos de los peces más traficados de ese país, cuyos precios oscilan entre los 145 y 1.300 dólares).
Casi todos los envíos salen sin problema. Entre 2010 y 2025 se exportaron más de 360 millones de peces por un valor de casi 140 millones de dólares, según datos obtenidos de la Dirección Nacional de Impuestos y Aduanas a través de un derecho de petición. Entre los peces que viajan a Asia, Europa y Estados Unidos, destacan las arawanas, o peces dragón, como las llaman en Asia, unos parientes del pirarucú (Arapaima gigas), de la familia Osteoglossidae (del griego osteo «hueso» y gloss «lengua»), de grandes escamas plateadas o azulosas, cuerpos oblongos que pueden alcanzar más de un metro de largo y una mandíbula inferior protuberante que las hace ver como si siempre estuviesen de mal humor; varias especies de discos, peces de cuerpos redondeados de tonos crema o naranja con rayas negras o puntos aguamarina pertenecientes al género Symphysodon; una gran variedad de corredoras —nombradas así por su género, Corydoras—, bagres con barbillones o «bigotes» que les ayudan a buscar comida o detectar peligro en el fondo del río; y minúsculos peces multicolores o brillantes como los cardenales (Paracheirodon axelrodi) o los neones (Paracheirodon innesi).
Y, por supuesto, los otocinclos.
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—No, no, espere que no hay señal.
En la proa de la pequeña embarcación, Jimmy se paró e hizo un ademán con el brazo para que Preto se arrimara a la orilla derecha del Amazonas. Eran casi las once de la mañana y estábamos cerca de La Libertad cuando Jimmy recibió la llamada del pescador peruano del Yavarí. A pesar de que habíamos salido en la dirección opuesta, pues la propuesta de Amador era más segura, Lucila quería confirmar si los peces que había visto el peruano se trataban de otocinclos.
La conversación no tardó mucho. El pescador llegaría pronto a Leticia, dijo Jimmy luego de colgar. Si tenían suerte, en apenas un par de semanas podrían capturar casi cien mil bagres, añadió sonriendo antes de indicarle a Preto que acelerara.
Avanzamos cerca de la orilla. Cuando se sube por el río, es mejor no transitar por el centro, pues ahí hay más corriente, me dijo Preto en portuñol. Cuando bajas, en cambio, es mejor alejarse de las márgenes para aprovechar ese impulso extra que te da el caudal. Al final, el propósito es ahorrar gasolina. El galón en Leticia cuesta casi cinco dólares y cada mililitro extra reduce parte de las ganancias de la pesca.
El atronador zumbido del peque peque rebotaba en pastizales, chacras y yarumos —árboles con hojas abombadas en forma sombrillas dañadas del género Cecropia—, la última barrera antes del inicio de la selva. Pescadores lanzaban atarrayas blancas y turquesa o recogían redes cuya línea de flotación estaba formada por botellas plásticas. Cerca de nosotros, dos delfines rosados emergieron fugazmente. Los señalé emocionado, pero Preto me ignoró. Cada tanto, algunos peces saltaban a nuestro lado.
Hay por lo menos 2.400 especies de peces en el Amazonas, más de diez veces las que se encuentran en el río Nilo y tres veces las que nadan en el Mediterráneo. Cada año, en brazos y recodos poco transitados del río, se descubren más, por lo que se cree que deben existir al menos unas 3.000, más o menos el 8% de todas las especies que existen en el planeta. A pesar de esa diversidad, sabemos muy poco acerca de los comportamientos y características generales de la mayoría, de acuerdo con biólogos marinos, zootecnistas y acuaristas.
La realidad es que casi nadie estudia los peces de ríos —o los peces, en general—. Los que se conocen bien es porque se pescan —para consumo, adorno o como deporte—. Pocas personas dedican su tiempo a las vidas acuáticas de los peces que no encajan en alguna de esas categorías. Esto en parte se debe a que, para la mayoría de las personas, son los vertebrados menos carismáticos. Como escribe el ictiólogo Brian Curtis en el libro The Life Story of the Fish, tenemos prejuicios contra estos animales por su aspecto. «El rostro del pez es una de sus características evidentemente más débiles», escribe Curtis. Aunque fue el primer rostro de la historia del planeta, nos cuesta observarlo sin cierta sorna o reticencia. Tiene una forma angular diferente a la nuestra y carece de párpados o músculos para imitar las expresiones faciales típicas de los mamíferos. Su rostro «no sirve para fruncir el ceño o sonreír», como escribe Curtis. Si pudiera hacerlo, seguramente recibiría más simpatía.

Preto regresa al bote con un bagre que acaba de pescar con un machete en medio de un banco de arena en el Amazonas. Foto Santiago Wills.
Su rol como nuestros antepasados tampoco ayuda, como señala el etólogo británico Jonathan Balcombe en el ya clásico What a Fish Knows: The Inner Lives of Our Underwater Cousins. Los peces son los vertebrados más antiguos del planeta. Los primeros fósiles se remontan al temprano periodo Cámbrico, casi 200 millones de años antes de la aparición de los primeros dinosaurios y alrededor de 450 millones de años antes de que un primate caminara la Tierra. Pensamos en ellos como animales «arcaicos» o «primitivos», residuos acuáticos que no tuvieron la suerte de escapar del agua y convertirse en mamíferos «evolucionados», como nosotros.
Pero la selección natural no está encaminada a «mejorar» las especies o alcanzar seres «más desarrollados». Justamente la antigüedad de los peces habla de su capacidad de adaptación y éxito evolutivo. Si hablamos en términos de variedad de especies o cantidad de individuos, por ejemplo, superan con creces nuestra clase. Existen al menos 36.000 especies de peces, más de cinco veces el número de mamíferos. No hay información en términos de la cantidad de individuos, pero, en lo que se refiere al peso, un estudio en 2021 estimó la biomasa de los peces del océano en 10,9 billones de kilogramos, casi 10 veces la de todos los mamíferos terrestres del planeta.
No hay cálculos para los peces de agua dulce. Parecieran vivir en otro mundo, aún más ajeno a nosotros que las alturas donde planean las aves, los pantanos donde se retuercen las serpientes o las profundidades del océano donde viven los Lophiiformes, con sus mandíbulas aterradoras y sus rayos de aleta luminiscentes, que atraen con mayor facilidad el interés del público. Con la excepción de los acuaristas y un puñado de biólogos e ictiólogos, pocas personas pueden identificar o nombrar una especie de pez de agua dulce que no se coman. Los billones que recorren los ríos del planeta y sostienen las cadenas tróficas de miles de ecosistemas son como espectros en un pueblo olvidado. Están presentes, pero no los queremos ver. Un pez salió disparado del agua tapir y me golpeó el rostro mientras observaba ensimismado el río. Fue un gesto grosero por lo evidente. Sacudí la cabeza, me limpié el cachete y volteé a mirar a Preto, esperando una risa burlona. Seguía impasible maniobrando el peque peque. El pez —destellos de plata reflejando el sol— saltaba desesperado entre los charcos de la canoa. A Preto parecía no importarle, así que me retorcí en la banca y, después de varios intentos, logré agarrarlo y arrojarlo al río.
Al poco tiempo, Jimmy señaló un caserío en la orilla derecha. Un par de barcazas yacía en una playa de barro seco a la que se acercaba el pasto. A unos treinta metros, había un árbol caído frente a una casa verde y roja con techo de zinc. Desde allí, un camino ascendía tierra adentro hasta otras viviendas de madera, varias antenas —había conexión a internet, cortesía del Ministerio de Tecnologías de la Información y las Comunicaciones— y la maloca de techo cónico de La Libertad. Jimmy y Preto tomaron sus maletas y cubrieron el resto del equipaje con un plástico negro antes de dirigirse hacia el poblado.
Un grupo de indígenas nos saludó con parquedad a mitad de camino. En la maloca, una mujer nos informó que el abuelo Amador estaba en la chacra y regresaría en un rato. Mientras esperábamos, Preto compró por poco más de un dólar un racimo de cuatro pescados y los mandó a preparar para el almuerzo.
Amador apareció hacia la una de la tarde. Medía alrededor de 1,60 y vestía una pantaloneta azul rey y una camisa de manga corta azul oscura. Unos surcos hondos en su frente escondían gotas de sudor. No nos esperaba hoy, nos dijo. Jimmy se acercó, lo saludó con cariño y luego le mostró una foto de los peces. Amador asintió. Lo seguimos a su casa y almorzamos un caldo de pescado con su familia. Luego, nos dirigimos al bote. Su nieto nos acompañó, así que tuvimos que acomodarnos cinco en las tres bancas. Jimmy empujó la canoa hacia la corriente y Amador apuntó al norte. El pozo está allá, dijo su nieto en la proa.
Dimos vueltas casi una hora buscando el hogar de los otocinclos. En los últimos días, el río había bajado varios centímetros y había nuevas playas e islas. El paisaje había cambiado, nos dio a entender el nieto. Entramos con el bote por un brazo del río hasta que encallamos. Amador señaló un espacio más allá de un muro de yarumos. Dejamos la canoa sobre la arena y caminamos media hora a través de gramalotes y cañas bravas. Preto y Jimmy limpiaban el camino con machetes. Incluso si hallamos el pozo, no creo que logremos sacar los peces, me dijo Jimmy. Cargarlos en bolsas durante media hora o cuarenta cinco minutos bajo el sol de la mañana mataría a los peces y nos acabaría a nosotros. Bajó la cabeza y apuró el paso.

Jimmy, Amador y Preto rumbo al pozo donde en teoría se hallaban los otocinclos. Foto Santiago Wills.
Nos dimos por vencidos en un caño agrietado y a punto de secar. Jimmy le agradeció a Amador su tiempo y llamó a su madre mientras el nieto estudiaba el horizonte con cara de decepción. Había malas y buenas noticias, nos dijo Jimmy. El pescador peruano había llegado y Lucila le había mostrado fotos de los otocinclos. Era otra especie que carecía de valor. Sin embargo, el pesador conocía un caño cerca del Yavarí donde había otro pez que los exportadores también estaban pidiendo. Se trataba de la Corydoras melanotaenia, una corredora de escamas verdes metalizadas y barbas áureas a la que los acuaristas estadounidenses llaman afectuosamente green-gold Cory. Por cada millar pagaban 400.000 pesos, unos 100 dólares. Otra especie similar de nariz larga —«trompuda o long nose», dijo Jimmy— podía venderse por un poco más. No eran otocinclos, pero una buena faena les permitiría ganar algo del dinero que necesitaban para cubrir sus gastos. Regresaríamos de inmediato a Leticia y saldríamos hacia Benjamin Constant, en Brasil, apenas llegara el bote grande, dijo Jimmy. La pesca ocurriría en el Yavarí.
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Los humanos criamos peces en estanques desde hace por lo menos 4.500 años. En Egipto y Mesopotamia, textos, pinturas y bajorrelieves en tumbas muestran reservorios en piedra llenos de peces para consumo. La acuacultura, el cultivo controlado de animales de agua dulce o salada, es incluso más antigua: hay indicios de que en China, por la misma época en que se comenzaban a domesticar las gallinas, hace cerca de 8.000 años, ya se reproducían carpas en cautiverio en medio de sembrados de arroz.
La captura de peces con fines decorativos también tiene una larga historia. En Roma, hace poco más de dos mil años, las clases altas no solo mantenían cisternas con especies para comer en sus banquetes, sino también estanques construidos en mármol o rocas junto al mar con peces gato (Galeichthys feliceps), anguilas (Anguilla) y morenas (Muraena). Más allá del aspecto ornamental y del cariño que algunos llegaban a profesarles a los peces —Plinio cuenta que el político y orador Quinto Hortensio Hórtalo lloró tras la muerte de su morena favorita—, las piscinae, como se denominaba a los estanques, se convirtieron en un símbolo de estatus social y eventual ocaso, dados los absurdos costos que implicaba construir la infraestructura, y luego capturar y mantener a los peces. Según testimonios de la época, la madre del emperador Claudio ponía aretes y collares en las aletas y cuellos de sus anguilas o morenas favoritas. El gran orador romano Cicerón se burlaba de los ricos llamándolos piscinarii y «Tritones de los estanques». En algunos de sus textos, identifica la tenencia de peces ornamentales como una clara muestra de la decadencia de la era. «Son tan tontos. A pesar de que la República está perdida, esperan que sus estanques de peces permanezcan a salvo», escribe. Su vaticinio fue más o menos certero: las piscinae con sus criaturas ataviadas de oro desaparecieron con la caída no de la República, pero sí del Imperio.
La cría de peces ornamentales resurgió en otro continente algunos siglos después. Durante la Dinastía Jin, en China, entre finales del siglo III y mediados del V, pescadores comenzaron a seleccionar artificialmente carpines (Carassius carassius), una especie de pez de agua dulce de la familia Cyprinidae, que en ocasiones exhibía tonos escarlata, naranja y oro entre sus escamas grisáceas. La bailarina o pez dorado (Carassius auratus) nació de esa alquimia.
Con el tiempo, como ocurrió en Roma, los peces se transformaron en un emblema del lujo y una forma de ostentación. Entre el siglo X y XIII, la familia imperial de la dinastía Song adoptó la bailarina amarilla como una insignia de su casa y prohibió a las personas comunes tenerlas o criarlas. Se exhibían en cuencos de porcelana, jarrones o estanques en los jardines imperiales. Su atractivo, en parte, nacía de un asunto lingüístico. El carácter chino para pez 鱼 (yú) se pronuncia de la misma manera que el carácter para abundancia o exceso, 余 (yú) (en parte por ello, en Año Nuevo, se acostumbra a comer pescado en lugar de otros animales). Se creía por ello que la bailarina, el pez de oro 金鱼 (jin yú), no solo representaba la riqueza, sino que traía buena suerte y fortuna. Además, estaba su forma y color, que los criadores lentamente manipularon para crear tonos carmesí, marfil y fuego, escamas más fulgentes y cabezas, ojos y colas más grandes.
El culto por los peces en cuencos llegó a Japón y Corea hacia el siglo XVII. Como suele ocurrir, los japoneses lo perfeccionaron. Al igual que los chinos, seleccionaron artificialmente individuos de carpas comunes, privilegiando aquellas que se habían adaptado a vivir gran parte del año en la oscuridad y el frío. El resultado fue un pez de entre 30 cm y 90 cm con pinceladas coral y negro sobre escamas nieve, al que llamaron carpa bordada o nishikigoi, koi para abreviar.
Comerciantes y viajeros llevaron las bailarinas a Europa por la misma época en que entraron a Japón. No obstante, su popularidad en ese continente solo despegó a mediados del siglo XIX, luego de la invención del acuario. En 1832, Jeanne Villepreux-Power, una naturalista y bióloga marina francesa que estudiaba moluscos en Sicilia, diseñó tres clases de arcas de vidrio para poder observar los comportamientos de los animales marinos. La moda del acuario se extendió en el resto de la población. En los primeros años de la era victoriana, al tiempo que los imperios europeos se expandían y crecía el afán por lo «exótico», era común hallar peces, anemonas y otros seres acuáticos nadando entre paredes de vidrio en las salas de los pudientes.
La afición decayó a partir de 1860, pero emergió una vez más con furia después de la Segunda Guerra Mundial, gracias al ascenso de la clase media en Estados Unidos. De repente, millones de personas deseaban un mundo submarino propio para admirar. Los dueños de acuarios afirman tenerlos, sobre todo, por tres razones: observar los peces nadando en sus tanques los relaja (estudios muestran que la exposición a los acuarios reduce el estrés y la ansiedad, incluso antes de una cirugía dental); disfrutan creando y cuidando un ambiente en que sus animales prosperen (existe toda una subcultura relacionada llamada aquascaping); o admiran las formas y comportamientos de las especies que cuidan. Por último, están los coleccionistas, que buscan los especímenes más difíciles de conseguir o extraños para ganarse el derecho a presumir o por una necesidad interior que cuesta precisar.

Jimmy con un pez ornamental en un caño del Amazonas. Foto Santiago Wills.
La demanda de los aficionados llevó a viajeros y exploradores como el estadounidense Herbert Richard Axelrod, el alemán Heiko Bleher y el japonés Shigezo Kamihata a recorrer las cuencas de ríos en Asia, África y Sudamérica en busca de nuevas especies para acuarios (entre los tres, descubrieron más de mil). Había un afán por encontrar las nuevas bailarinas: peces que por su forma o color se convirtieran en un elemento esencial de los acuarios en todo el mundo. Y los exploradores estaban dispuestos a pagar lo que fuese por hallarlos.
Hacia mediados del siglo XX, la fiebre por los peces se convirtió en una insospechada fuente de recursos para comunidades en lugares como Leticia. De un momento para otro, personas al otro lado del mundo estaban dispuestos a pagar fortunas para exhibir en sus acuarios animales que los pescadores antes descartaban o ignoraban, ya que ofrecían poca o mala carne. En el Sudeste Asiático, Brasil, Perú y Colombia, familias como la Dos Santos encontraron su vocación.
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El bote grande —una canoa sin carpa cuatro metros más larga y medio metro más ancha que la otra— llegó a Leticia el 4 de septiembre hacia las 10 de la mañana. En el Acuario Leticia, una casa flotante, ahora en tierra, servía como centro de negocios y hogar para Lucila y dos de sus hijos. Jimmy y Preto salieron a ayudar a los pescadores del Orinoco a descargar sus capturas. En piscinas entre las bancas, los amigos de Jimmy traían centenares de tigritos (Pimelodus pictus), bagres blancuzcos de casi 10 cm pintados de manchas redondas negras (leoparditos habría sido un mejor nombre). Lucila los observaba desde la ventana del segundo piso de su casa, donde había pasado la mañana rememorando la historia de la familia.

Lucila Dos Santos en frente de su casa. Foto Santiago Wills.
Antonio Dos Santos, el abuelo de Lucila, era de origen brasileño y su esposa, Justa Pérez, colombiana. La pareja viajaba de manera constante entre Perú, Brasil y Colombia vendiendo caucho y pieles de animales. Durante uno de esos recorridos, nació Norberto, el padre de Lucila. Eventualmente, la familia se asentó en Mocagua, una comunidad indígena tikuna ubicada no muy lejos de La Libertad. Norberto aprendió a cazar y pescar allí. Tenía 12 años cuando su padre murió. Para sostener a la familia, se vio obligado a aprovechar ambas habilidades y las bonanzas de pieles y plumas que por esa época asolaban la Amazonía.
En 1953, después de terminar el servicio militar, Norberto planeaba regresar a Mocagua para vivir de la pesca de consumo. Antes de que partiera, el capitán Luis Alberto Sáenz Arévalo, un amigo suyo del Ejército que tenía contactos en Estados Unidos, le pidió que capturara algunos de los peces que estaban solicitando fuera del país. Los ejemplares lo impresionaron tanto que abandonó el Ejército para dedicarse a exportar peces con la ayuda de Norberto.
La decisión coincidió con una serie de cambios en el departamento del Amazonas que beneficiaron a la nueva empresa. En 1954, se instauró un vuelo semanal de Bogotá a Leticia y se redujeron los costos de envío de mercancía. Antes de ese año, el transporte aéreo era irregular, por lo que era casi imposible comercializar cualquier producto vivo o perecedero. Con la nueva ruta, negocios como la pesca de peces ornamentales tomaron vuelo.
Norberto incluyó a su esposa y sus doce hijos en el oficio. A Lucila, una de las mayores, la llevó a pescar por primera vez cuando tenía ocho años. Se acercaron en canoa a un gramalote, una especie de pasto que crece en la orilla y, mientras su padre lo cortaba, Lucila rodeó el espacio con una red. Allí pescaron abramites (Abramites hypselonotus), un pez bicolor rayado de 13 cm de visos ambarinos (tigrito, sería un mejor nombre), al que Norberto llamaba el «200 pesos». Cuando capturaban suficientes, les pagaba a sus hijos lo suficiente para que compraran un helado o cruzaran a Brasil a ver un partido de fútbol.
La pesca de ornamentales vivió su apogeo en el país entre 1960 y 1980. En esa época, Colombia fue el principal exportador de peces de Sudamérica (hoy es el tercero, después de Brasil y Perú). Durante parte de esos años, el capitán Saénz contrataba vuelos chárter semanales para enviar peces a Estados Unidos. Lo mismo hacían extranjeros como Mike Tsalikis, un estadounidense con raíces griegas que despachaba peces, pieles y fauna a Estados Unidos con aviones propios.
El auge de la cocaína contribuyó al declive de la pesca de ornamentales, según Lucila. Varios pescadores y exportadores, incluido Tsalikis, migraron sin mayores miramientos al nuevo negocio. Otros más descubrieron que los peces ornamentales eran un buen método para lavar dinero, una práctica que aún persiste, de acuerdo con al menos tres personas involucradas en el negocio en Bogotá.
Lucila y sus hermanos pagaron la educación de sus hijos con el dinero de los peces. Realizaban faenas en los brazos colombianos, peruanos y brasileños del Amazonas. Usaban varadores —atajos y caños poco conocidos— para evitar los crecientes controles de las autoridades de cada país. Una red de contactos y pescadores les avisaban donde podían encontrar las especies que estaban de moda en el mercado internacional, que crecía y crecía sin aparente techo. El valor global, que en 1976 rondaba los 21,5 millones de dólares, para 2007 se había multiplicado casi 15 veces hasta llegar a los 315 millones.
Los mejores años pasaron, me dijo Lucila observando la canoa por la ventana. Desde la década de 2010, han perdido varios botes y motores a manos de las autoridades brasileñas y los piratas. Hay mucha inseguridad. Grupos criminales nacionales y extranjeros controlan cada vez más negocios y territorios en la triple frontera. Y los pescadores no reciben mayor apoyo de la AUNAP ni ninguna otra autoridad.
Jimmy subió al segundo piso para avisarnos que todo estaba listo. Camino al bote, vimos que otro acopiador de peces, en la casa vecina, preparaba un envío de más de treinta bolsas plásticas con miles de ornamentales. Unas compradoras peruanas observaban el proceso. Jimmy las saludó de lejos y subió a la nueva canoa, que también dependía de un peque peque. Se ubicó atrás en una banca cerca de Preto y me pidió que me hiciera en la proa. El sonido como una motosierra me arrulló mientras la barca enfilaba hacia la frontera del Brasil.

El bote pequeño y el bote grande. Foto Santiago Wills.
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Tardamos casi medio día en dar con el paradero de Denis Alvarado Rodríguez, el pescador peruano del Yavarí. No estaba en su casa flotante cuando pasamos, así que dimos vueltas hasta el atardecer en Benjamin Constant, un municipio brasileño en el Yavarí, en parte controlado por el crimen organizado y donde se registró una de las mayores incautaciones de cocaína en la historia de la Amazonía.
Denis, un hombre grueso de 54 años con un oscuro bigote tupido, llegó a su casa en el río cuando anochecía. «Los esperaba mañana», le dijo a Jimmy, a modo de saludo, mientras abría puertas y ventanas. Dos perros corrían ladrando sobre las tablas que rodeaban la estructura central de su hogar. Cerca de la cocina, una lora decía algo.
Ya era tarde para salir a pescar, anunció Denis, una vez bajamos el equipaje. El caño donde estaban las corredoras trompudas no quedaba lejos, pero sería mejor ir en la mañana y luego aprovechar la noche. Así, además, podríamos descansar y probar el caldo de pescado que su esposa se disponía a preparar. Le agradecimos y nos sentamos en la sala a conversar. Las sombras de canoas y barcos se dibujaban en la ventana contra los tonos ígneos del atardecer en el río. Jimmy, Preto y Denis hablaban sobre faenas de pesca. Una palabra se repetía una y otra vez: arawana.
Todos los pescadores ornamentales de la zona hablan con nostalgia de las mejores épocas de los discos y las arawanas, los peces responsables de las mayores ganancias en la historia del negocio en la Amazonía. Las arawanas plateadas (Osteoglossum bicirrhosum) y azules (Osteoglossum ferreirai), ambas del género Osteoglossum, durante décadas representaron el principal ingreso para familias como la Dos Santos. Se exportaban más que todo a China, donde existe un culto alrededor de este género, que ha llevado a coleccionistas a pagar por ejemplares de otras especies más de 150.000 dólares, como cuenta la periodista Emily Voigt. En ese país y en Japón se las considera talismanes de buena suerte y polos de abundancia. Como ocurre con los koi, a algunos de estos peces se los trata como a prestigiosos caballos de carreras o perros de exposición. En Aquamania y Aquarama, dos de los eventos más importantes del gremio acuarista a nivel mundial, las arawanas más raras tienen escoltas 24 horas al día. A algunas incluso les hacen cirugías plásticas para que se adapten mejor a los estándares recomendados.

Botes en el Yavarí. Foto Santiago Wills.
En los años noventa, avionetas aterrizaban en Tarapacá y Puerto Nariño exclusivamente para sacar arawanas. Los compradores internacionales les daban miles de dólares como adelanto para asegurar la pesca, me dijo Lucila. En algunas ocasiones, incluso resultaba rentable bajar a Brasil, comprar un barco, pescar y subir con el resultado de la faena hasta Colombia. Podían ganar 20 millones de pesos, unos 5.000 dólares, o más en los mejores viajes. Pero todo se acabó con la pandemia. Por culpa del fantasma de las enfermedades zoonóticas, China, la principal compradora, cerró sus puertas a las arawanas colombianas y a otros animales que venían de medios silvestres.
Los pescadores tienen historias sobre los mejores lugares para capturarlas, los ejemplares más raros y los preferidos de los coleccionistas. Jimmy, por ejemplo, pescó una vez tres arawanas albinas. Con lo que le pagaron, vivió y festejó dos meses en Perú, me dijo. Una noche, Preto sacó en varios lances 14.000 arawanas plateadas, que luego le permitieron comprar motores, electrodomésticos y licor. Denis tuvo éxitos similares pescando junto a Lucila, décadas atrás.
Casi todos las arawanas se pescaban en países diferentes a Colombia. Ocurre con esta especie, pero también con las demás. Los pescadores en la triple frontera se aprovechan de las vedas o de las diferencias normativas para maximizar sus ganancias. En Brasil, por ejemplo, la pesca de arawanas está prohibida. En cambio, en Perú y Colombia existen vedas para la pesca de la arawana plateada, aunque las fechas no coinciden: mientras que en el primero es ilegal capturarlas entre el primero de diciembre y el 15 de marzo, en el segundo la prohibición va del primero de septiembre al 15 de noviembre. Debido a ello, durante la bonanza, era posible pescar arawanas el año entero moviéndose entre países.
En las poblaciones de la Amazonía, es raro que alguien se tome en serio los límites nacionales. La vida está tan integrada que existe un popurrí cultural. Mientras Jimmy y Preto preparaban el bote grande para salir hacia el Yavarí, por ejemplo, Eric, otro hijo de Lucila, veía una película en portugués en el televisor de la sala, donde colgaba un tejido con llamas, cóndores e imágenes de Machu Picchu frente a una hamaca con el escudo del Flamengo. Todos nos tratamos como si fuéramos una sola nación, me había dicho Lucila.
Por otro lado, el negocio empezó cuando no existían las protecciones ambientales actuales y pocas personas se han adaptado. La pesca ornamental sigue funcionando de la misma manera que hace 50 años, dice el biólogo marino Ortega Lara. Si tuviese que adaptarse sin ayuda gubernamental, probablemente desaparecería, por lo que no hay incentivos reales para el cambio.
Antes de la cena, en la casa de Denis, Jimmy tomó un libro con fotos de todas las especies de ornamentales en Colombia y se lo mostró al pescador peruano. Hizo hincapié en algunas de las especies que los exportadores estaban pidiendo. Denis asentía y hacía preguntas sobre los colores y las formas. Cuando no pescaba, se dedicaba a aserrar madera, me dijo. Más tarde, después de comer pescado, arroz y fariña, usamos parte de la gasolina para prender la planta eléctrica y ver un partido de fútbol de la selección brasileña. Jimmy puso una alarma para despertarnos antes del amanecer. Un gallo cantó toda la noche.

El atardecer a través de una ventana en la casa de Denis. Foto Santiago Wills.
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Tres explosiones sacudieron el cielo sobre Benjamin Constant la mañana siguiente. Apenas clareaba, pero ya algunas personas lanzaban voladores para celebrar el Día del Amazonas. Aún algo dormidos, doblamos hacia el Yavarisinho, un caño al lado del municipio. Íbamos en dos botes: Jimmy y Preto viajaban detrás en el grande y Denis y yo adelante en uno más chico. En ambas orillas, chulos escarbaban entre plástico, icopor, envoltorios, tejas y basura.
Unos diez minutos después de dejar atrás el puerto del municipio, nos envolvió un silencio de alfombra. Un martín pescador se balanceaba en una rama observando el agua caoba. Centenares de ondas surgían y se expandían en la superficie del caño. «Son corredoras», dijo Jimmy al pasar a nuestro lado. «Se alcanza a ver un poco del verde». Entorné los ojos y asentí, aunque no podía distinguir nada. Parecía una llovizna seca.
Denis me dejó en la orilla con la canoa y se subió al bote grande para ayudar a Jimmy y a Preto. Entre los tres tomaron el arrastrón, una red negra de 25 metros de largo con ojales de alrededor de un centímetro. Jimmy tomó uno de los extremos y saltó al agua mientras Denis sostenía el otro en el bote. Lentamente, Preto maniobró la embarcación para que el arrastrón rodeara una de las zonas del caño donde se veían más ondas. Una vez completó el semicírculo, usó un remo para clavar uno de los extremos de la red en la orilla y arrastrarla hacia tierra firme.

Jimmy dentro del semicírculo formado por el arrastrón. Foto Santiago Wills.
Los tres hombres halaban la malla negra con los pies en el agua. Cuando finalmente empezó a salir, se agacharon. Miles de peces se retorcían atrapados en los ojales. Tenían forma de monedas, agujas, proyectiles, lápices y diminutas carabelas. Había oro, plata, nácar, verde metalizado, crema, sangre, cian y flama: un caleidoscopio que se iluminaba con los destellos del sol.
(«[…]. Agua luz, agua pez; el aura, el ágata,
sus desbordes luminosos; Fuego rastreante el alce
huidizo —Entre la ceiba, entre el cardumen; llama pulsante», escribe la poeta mexicana Coral Bracho).
Elevando fragmentos de la red sobre el agua, Jimmy, Preto y Denis se pusieron a seleccionar los peces que servían. Tomaban con delicadeza escalares comunes, ganchos rojos y las corredoras verdes que nos habían traído al Yavarisinho y las ubicaban en neveras de icopor y recipientes plásticos llenos de agua del río. Algunas especies son más delicadas que otras, me dijo Jimmy. Los escalares, por ejemplo, no deben manipularse demasiado, pues tienen una capa de mucosa que los protege y que, si la pierden, se mueren. Lo mismo ocurre con los otocinclos, los agujones, las arawanas, los araríes y los tetras. Las corredoras verdes, por el contrario, pueden manipularse. Casi todo ese género es resistente, añadió Jimmy.
Los animales que no servían se lanzaban por encima del hombro de regreso al río. La mayoría eran peces de unos 10 cm de largo de espuelas filudas a los que llamaban bocones o aceitosos. Otros —los de mayor tamaño— se botaban a la playa, el lugar designado para lo que más tarde sería nuestro almuerzo. Había bagres atigrados, pirañas y especies con nombres comunes en portugués. Eran buenos asados o en caldo, según Denis.
Moscas, tábanos y mariposas revoloteaban a nuestro alrededor. El trabajo era lento, pues muchos de los peces, tal vez como reflejo o defensa, apretaban sus aletas y se aferraban con fuerza a la red. A menudo los pescadores debían romper sus espuelas y aletas para poder zafarlos. De cualquier modo, los enviaban de vuelta al río. En la playa, me acerqué a los peces destinados a ser nuestro alimento. Un tucunaré (Cichla ocellaris), un pez carnívoro con visos rojo encendido y un bello ojo de búho en la cola que me recordó a algunas mariposas, boqueaba en el barro junto a aceitosos y bagres. Sin saber qué hacer, lo grabé un tiempo. Luego, mientras Jimmy, Preto y Denis continuaban sorteando la captura, aproveché para devolver disimuladamente al agua a varios peces que, a mi juicio, no nos iban a hacer falta. Me sentí mal por estar quitándole comida a mis acompañantes, pero me costaba ver a los peces asfixiándose. El arrastrón no les permitía una lucha justa. Muchas de las especies se mueven en grandes cardúmenes como una manera de evitar o protegerse de sus depredadores. Redes como el arrastrón se aprovechan de ese método de supervivencia y capturan cardúmenes enteros y todo lo que se atraviese en el fondo del río. Son una versión artesanal —y microscópica, en términos de tamaño e impacto— de las mallas de arrastre que se utilizan en el océano.
«Yo, un horror hecho de dedos y sol, para él
lo hice morir».
Así se imaginó en 1923, D.H. Lawrence en su poema Fish. Hoy el horror carece de luz y está hecho de nylon y polietileno.
Luego de un rato, me acerqué a los pescadores. Escalar, trompuda, bocón, bocón, escalar, bocón, falso gancho, aceitoso, cucha, verde, verde, bocón, bocón, corredora, bagre, bocón: Jimmy y Preto nombraban los animales que iban soltando. A su lado, en el agua, se escuchaban gritos similares a los de una lora y algo parecido a un gemido de un perro. Tardé un tiempo en darme cuenta de que los sonidos provenían de las corredoras y los bocones.

Preto selecciona uno de los centenares de peces atrapados en la malla negra. Foto Santiago Wills.
Los pescadores hicieron lances y repitieron varias veces el mismo proceso con la red, hasta que el sol se hizo insoportable. Hacia las 10 de la mañana estábamos de regreso en la casa de Denis. Allí, Jimmy pasó los peces a unos contenedores plásticos en la sombra, les cambió el agua y les puso un poco de sal para, en sus palabras, «ayudar a asentar el barro». Los escalares brillaban platinados en el agua turbia. Una vez terminó, Jimmy se acercó con una sonrisa. Pescaríamos toda la noche para volver a Leticia con volumen, dijo.
***
Solemos pensar que los peces son los más tontos y absurdos de los vertebrados. En inglés, el término fish-brain, cerebro de pez, se usa para caracterizar a las personas lentas o con una memoria pobre. Una creencia popular asegura que la memoria de las bailarinas dura apenas tres segundos (es un mito: de acuerdo con un estudio, son capaces de recordar durante al menos un año el color del botón que les conviene oprimir para recibir comida). En general, ignoramos la complejidad de los peces. Casi nunca los vemos fuera de platos y lo usual es concebirlos como criaturas más cercanas al supuesto automatismo de los insectos que a la plasticidad cognitiva de las aves o los mamíferos. Los vemos como vertebrados de segundo orden, parte de una categoría distinta: de ahí que algunos vegetarianos que abandonan la carne no sientan mayor culpa al comer pescado. Dudamos si sienten dolor y nos cuesta imaginar sus vidas
(«qué siente un pez,
los pájaros, no lo sé
el año acaba», escribe el maestro japonés del haiku Matsuo Bashō).
Es una concepción completamente errada, como detalla Jonathan Balcombe en What a Fish Knows. Los peces no solo se comunican de forma acústica usando sus mandíbulas, vejigas natatorias, huesos y anos (los arenques al parecer se tiran pedos para expresar algo), sino que también usan herramientas para resolver problemas (los peces colmillo usan rocas para abrir almejas) e incluso superan a primates en ciertos experimentos de toma decisiones y razonamiento a futuro (un grupo de científicos dispuso un plato azul y un plato rojo con la misma comida; si el animal empezaba con el rojo, el azul se quedaba y podía comer lo que había allí también, si empezaba por el azul, le quitaban el rojo: peces limpiadores aprendieron a elegir luego de poco más de cuarenta repeticiones, mientras que chimpancés tardaron más de cien).
Hay peces extraordinarios que exhiben características o comportamientos equiparables o más avanzados que los nuestros. Algunos peces, por ejemplo, al igual que los félidos tienen un tapetum lucidum, una capa de tejido detrás de la retina que refleja de vuelta la luz e incrementa la visibilidad nocturna. Otros perciben la luz infrarroja o la ultravioleta. Ciertas especies navegan miles de kilómetros usando el olfato, cuenta Balcombe, y unas más son capaces de identificar el olor de las aguas donde deben reproducirse en el equivalente a una millonésima parte de una gota de una piscina olímpica. Varios estudios muestran que algunos peces reconocen los rostros de los miembros de su misma especie e incluso a individuos particulares. Los salmones, como las tortugas, usan el campo magnético del planeta para ubicarse en sus migraciones. Las anguilas eléctricas producen corriente no solo para cazar o defenderse, sino para comunicarse. En los océanos, algunos peces limpiadores, variedades que se alimentan de los parásitos de otras especies, aprenden y heredan formas específicas de lidiar con los peces que «atienden». Todo indica que muchos también disfrutan jugando en acuarios o en sus hábitats naturales, que sienten dolor (otro mito nacido del cartesianismo y perpetuado por la ciencia) y que sienten placer al saltar o volar por los aires cuando cruzan, sin aparente razón, la frontera que separa su reino del aire.
En Colombia, los científicos y organizaciones que estudian los peces de agua dulce se cuentan con una mano. Los análisis son muy costosos de hacer, debido al transporte, y a las instituciones no les interesa financiarlos. Se saben apenas algunas cosas. Por ejemplo, que la biomasa de los otocinclos es gigantesca. Habitan zonas donde el oxígeno es bajo y hay materia orgánica en descomposición. Ese es su alimento. Los pequeños bagres en forma de torpedo ayudan a degradar esos desechos. Si desaparecieran, disminuiría la cantidad de oxígeno sostenible en el agua, lo que posiblemente favorecería la proliferación de bacterias u hongos, que pueden ser causantes de enfermedades. Las arawanas, por su parte, son depredadoras en la cima de la cadena trófica con comportamientos peculiares. Como sucede en los pirarucús, los machos son los encargados de proteger su descendencia. Guardan los huevos fecundados y luego a las crías en su boca para protegerlas. Comen otros peces, pero también cazan animales fuera del agua. Aguardan cerca de la superficie, calculan y compensan el efecto de la refracción, y saltan disparados del agua para atrapar insectos, aves pequeñas e incluso murciélagos. Controlan biológicamente las poblaciones de otras especies, lo que contribuye a mantener el equilibro del ecosistema. Las corredoras cumplen una función similar. Se alimentan de insectos pequeños en el fondo del río y mantienen el balance de las cadenas tróficas. No sabemos qué ocurriría exactamente si se extinguieran, pero todo apunta a que habría un efecto cascada que repercutiría hasta en los peces que nos alimentan.

Estanques llenos de tigritos en el bote grande. Foto Santiago Wills.
Las organizaciones de acuarios a nivel mundial suelen asegurar que la pesca ornamental no tiene efectos significativos en las poblaciones de peces. Las principales amenazas contra estos animales, afirman, son la crisis climática, la contaminación por agroquímicos, minería o desechos tóxicos, y la pesca de consumo. Todo lo anterior es cierto, pero, de acuerdo con biólogos marinos como Ortega Lara, la pesca ornamental contribuye a estresar aún más poblaciones que ya deben lidiar con todos esos problemas. En parte por ello, dice, es que los pescadores cada vez deben ir más lejos para hallar ciertos ejemplares. Esto es cierto tanto en la Orinoquía colombiana, donde se sacan volúmenes mucho más grandes, como en la Amazonía.
Los peces que se capturan no son los únicos que mueren. Los críticos de la pesca ornamental suelen señalar los altos niveles de mortandad como uno de los principales problemas de la labor. No hay estudios definitivos, pues esta varía con cada especie, pero, como sea, es alta, según pescadores, acopiadores, exportadores y biólogos. Algunas personas en Colombia hablan de 70%, en promedio, y otras de al menos 50%. En Brasil, donde hay más controles, la FAO menciona una tasa de mortandad promedio del 30%. Dados los volúmenes que mueve el negocio, esto quiere decir que, en Colombia, millones de peces salen del río y mueren antes de llegar a los acuarios que convertimos en su destino.
Las muertes son en gran medida el resultado de malas prácticas, de acuerdo con Ortega Lara. Se sigue pescando y transportando de la misma manera que hace cincuenta años, a pesar de los malos resultados. Las bolsas plásticas, por ejemplo, son un enemigo de los peces, ya que acumulan amonio y los envenenan poco a poco. El oxígeno tampoco ayuda, pues, cuando la concentración es muy alta, puede causar quemaduras a los animales.
En otros países se usan estanques móviles y otros métodos para reducir la mortandad. El Proyecto Piaba, ubicado en el municipio de Barcelos, a orillas del río Negro, en Brasil, sigue las mejores prácticas disponibles y tiene mortandades menores al 3% o 5%, según la FAO. Allí la pesca de tetras y otros peces ornamentales —el término piaba, en portugués, se usa para referirse a todos— sostienen el municipio y contribuyen a la conservación, como cuenta la periodista estadounidense Sy Montgomery en Amazon Adventure: How Tiny Fish are Saving the World’s Largest Rainforest. Sin embargo, la iniciativa ha sido exitosa en gran medida gracias al apoyo de zoológicos y acuarios privados en Estados Unidos, que han ofrecido equipos, capacitaciones y evaluaciones científicas para transitar el mejor camino.
En Leticia, por supuesto, no existen soportes de ningún tipo. La familia Dos Santos sigue trabajando como siempre, aunque con mayores dificultades, según Lucila. Gran parte de los peces mueren, a pesar de sus esfuerzos.
***

Jimmy iluminando la captura. Foto Santiago Wills.
Lanzaron el arrastrón por quinta vez a las diez de la noche. Llevábamos casi cinco horas en el Yavarisinho, llenando estanques construidos entre las bancas del bote grande con escalares, corredoras verdes y trompudas. Los zancudos tenían poco espacio libre donde picarnos. Una luna casi llena iluminaba rostros serios y cansados.
(Más tardé recordé los versos de García Lorca:
«Cayó una hoja
y dos
y tres.
Por la luna nadaba un pez»).
—Aquí hay poquinho poquinho— dijo Preto al dirigir la linterna en su cabeza hacia los ojales petróleo de la malla.
—Solo veo escalarsitos— añadió Denis.
Jimmy gruñó. La pesca en la noche había sido un fracaso. Por alguna razón, la promesa de la mañana no se había cumplido. En los cuatro lances anteriores, habían sacado pocas green-gold Corys, contrario a lo que había ocurrido al iniciar el día. Las cosas no habían salido bien. La llovizna seca había cesado y les había costado dar con áreas con corredoras. Un palo se había enredado en el arrastrón durante el tercer intento y casi todos los peces se habían perdido. Salía mucho aceitoso y bocón y uno que otro escalar, una especie que siempre era apetecida, pero por la cual no se pagaba demasiado. Tendrían suerte si obtenían lo suficiente para vivir una semana.
Los haces de luces de las frentes de los pescadores pasaban de una parte de la malla a otra. Cada tanto, maldecían en español o portugués al enterrarse la espuela de un bocón que se rehusaba a soltar la red: «¡Malparido!», «¡Filho da puta!», «¡Nos vienen a joder!». La paciencia para desenredarlos era cada vez menor. Rompían más aletas que al principio. El zumbido de los moscos opacaba el croar de los sapos y los ruidos de los peces en la malla y la tierra.
En los últimos lances, los ayudé con la selección repitiendo los nombres que había oído: bocón, aceitoso, verde, trompudo, escalar, piraña, matacaimán, tucunaré, falso gancho. Cuando encontraba especies desconocidas, les preguntaba el nombre o las devolvía de forma subrepticia al río.
Más tarde, intenté averiguar detalles sobre la ecología de las diferentes especies de peces que habíamos sacado, pero la información era mínima. En Colombia, los científicos y organizaciones que estudian los peces de agua dulce se cuentan con una mano, de acuerdo con miembros del gremio. Los análisis son muy costosos de hacer, debido al transporte, y a las instituciones no les interesa financiarlos.
Se saben apenas algunas cosas. Por ejemplo, que la biomasa de los otocinclos es gigantesca. Habitan zonas donde el oxígeno es bajo y hay materia orgánica en descomposición. Ese es su alimento. Los pequeños bagres en forma de torpedo ayudan a degradar esos desechos. Si desaparecieran, disminuiría la cantidad de oxígeno sostenible en el agua, lo que posiblemente favorecería la proliferación de bacterias u hongos, que pueden ser causantes de enfermedades. Las arawanas, por su parte, son depredadoras en la cima de la cadena trófica con comportamientos peculiares. Como sucede en los pirarucús, los machos son los encargados de proteger su descendencia. Guardan los huevos fecundados y luego a las crías en su boca para protegerlas. Comen otros peces, pero también cazan animales fuera del agua. Aguardan cerca de la superficie, calculan y compensan el efecto de la refracción, y saltan disparados del agua para atrapar insectos, aves pequeñas e incluso murciélagos. Controlan biológicamente las poblaciones de otras especies, lo que contribuye a mantener el equilibro del ecosistema. Las corredoras cumplen una función similar. Se alimentan de insectos pequeños en el fondo del río y mantienen el balance de las cadenas tróficas. No sabemos qué ocurriría exactamente si se extinguieran, pero todo apunta a qué habría un efecto cascada que repercutiría hasta en los peces que nos alimentan.
Las organizaciones de acuarios a nivel mundial suelen asegurar que la pesca ornamental no tiene efectos significativos en las poblaciones de peces. Las principales amenazas contra estos animales, afirman, son la crisis climática, la contaminación por agroquímicos, minería o desechos tóxicos, y la pesca de consumo. Todo lo anterior es cierto, pero, de acuerdo con biólogos marinos como Ortega Lara, la pesca ornamental contribuye a estresar aún más poblaciones que ya deben lidiar con todos esos problemas. En parte por ello, dice, es que los pescadores cada vez deben ir más lejos para hallar ciertos ejemplares. Esto es cierto tanto en la Orinoquía colombiana, donde se sacan volúmenes mucho más grandes, como en la Amazonía.
Terminamos de acomodar los escalares y las corredoras en los estanques del bote grande. El Yavarisinho estaba desierto para la hora en que regresamos a la casa de Denis. Cigarras y otros insectos tronaban desde el interior de la selva.

Corredora verde. Foto Santiago Wills.
Cenamos un caldo preparado con bagres y tucunarés del caño y nos despedimos de Denis y su familia. Amparados por la luna, atravesamos el Yavarí sin percances. Había pocos barcos transitando el brazo del Amazonas a esa hora. Una fina llovizna que dibujaba ondas en las piscinas de los peces nos acompañó hasta llegar a Leticia hacia las dos y media de la mañana. Lucila nos esperaba despierta. Ayudó a su hijo y a Preto a acomodar los peces en los estanques de madera del primer piso de su hogar. Un par de anguilas eléctricas nadaban en un contenedor plástico junto a la cisterna donde dejaron los escalares. Al agua de algunos de los peces le pusieron antibióticos y a otra sal. Balas de oxígeno para llenar las bolsas plásticas en las que viajarían a Bogotá se hallaban cerca. Algunos animales flotaban horizontales en los estanques.
Una semana después de la pesca, Jimmy me confirmó cuántos peces habían sobrevivido: 280 corredoras verdes, 138 verdes trompudas, 280 escalares y medio centenar de individuos de otras especies. Los enviaron a Bogotá a los pocos días. Todos los escalares murieron en el camino, ya que los cargueros acomodaron las bolsas muy cerca de pescado de consumo congelado y el frío los mató. La venta de los demás peces pagó el costo del transporte aéreo y poco más, así que al final no se hizo nada.
La mañana antes de abandonar la Amazonía, le pregunté a Lucila sobre el futuro del negocio. Casi todos los pescadores ornamentales se están muriendo, me dijo mientras miraba el río desde el segundo piso de su casa. Ya muy pocas personas saben dónde o cómo pescar varias de las especies. Algunos exportadores se demoran meses en pagar o simplemente nunca reconocen los peces recibidos —«Este es un negocio perverso», me dijo más tarde una persona involucrada en ese lado de la industria—. La inseguridad crece cada día y ninguna entidad ayuda a los pescadores.

Jimmy en la casa de Denis. Foto Santiago Wills.
Sin embargo, añadió, no creo que la pesca de ornamentales se vaya a acabar. La gente siempre quiere algo nuevo para sus «acuarios de lujo». Nunca había tenido uno. Una vez Jimmy guardó unas corredoras albinas en un estanque hasta que su tío Fausto le ofreció lo suficiente para que las vendiera. En unos días, dijo Lucila, llegarían unos pescadores brasileños con miles de corredoras de una especie aún no descrita por la ciencia. Los exportadores en Bogotá estaban dispuestos a pagar bien por esos animales.
«El negocio va a seguir porque cada vez salen más especies raras», dijo. Asintió observando el río. Las aguas ya comenzaban a retroceder. Al final, eso es lo que la gente busca, añadió.
Esta historia se realizó con el apoyo del Pulitzer Center.
