Un día fui citado a la penitenciaría de Itagüí por Diego Fernando Murillo Bejarano, alias Don Berna, el sumo señor de la guerra en Medellín desde la muerte de Pablo Escobar, en diciembre de 1993, y hasta su extradición a Estados Unidos, en mayo de 2008. Alias Danielito, su lugarteniente y hombre de confianza, dispuso mi ingreso a la cárcel. Fue después de una reunión en la que mi vida pendió de un hilo, en el despacho de un alcalde que medió a mi favor. La celda de Don Berna era un apartamento con su propia cocina y un cocinero. Había allí un mural con planetas y constelaciones, estrellas y la Luna, herencia de otro narcotraficante poderoso, muerto de un ataque al corazón. Murillo Bejarano quería saber si era verdad que yo estaba escribiendo un libro sobre los Pepes, el bloque mafioso que apoyó a la Policía y al Ejército en la persecución del jefe del cartel de Medellín. Un año antes, en 2005, durante tres semanas, había entrevistado a la viuda y al hijo de Pablo Escobar en su apartamento de Buenos Aires, en Argentina, y también en su casa de campo, en un pueblito a las afueras llamado Open Door, una antigua colonia de enfermos mentales. El propósito era escribir un reportaje extenso, un libro periodístico. «No es una buena época para poner a hablar a esa gente», me aconsejó Don Berna y luego me invitó a almorzar. Fue un plato pérfido, para las tripas de un asesino: frijoles con cidra y jugo de papaya en leche. Yo no fui capaz de terminarlo. Tampoco un joven que se sentó a la mesa con nosotros y que resultó ser su profesor de Ciencias Religiosas, un muchacho vestido con suéter de lana, zapatos negros, el cabello a ras, las uñas impecables. Después lo recordé: Don Berna llevaba una medallita en el pecho, la estampa de los Caballeros de la Virgen, esos hombres con botas de caballería que se disfrazan de monjes medievales y rezan el rosario como si entonaran una marcha de guerra. Algo sorprendente ocurrió en la madrugada del 13 de mayo de 2008, día de la Virgen de Fátima. Diego Fernando Murillo Bejarano fue entregado a la DEA, junto con otros trece jefes paramilitares, y extraditado a los Estados Unidos. Fue una traición para ellos, una infamia de Álvaro Uribe Vélez, el líder político que más amaron y al que más sirvieron. Al parecer, el plan del entonces presidente fue prenderles fuego y lanzar sus cenizas al olvido. Pero algo no resultó. La conversión de esos asesinos en gestores de paz —dieciséis años después, en el primer gobierno de izquierda del país— horripila a la extrema derecha, la encoleriza. Es comprensible. Don Berna —y Mancuso y los demás— encarnan el poder político que los amparó para ser lo que fueron y que todos sabemos: verdugos al servicio de algunas de las familias más ricas y poderosas de Colombia. Es la verdad, que suele ser lanza, convertida en búmeran.

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