Sujetaron al animal mientras le escribían en la panza «Mono Jojoy», el alias de uno de los líderes de las FARC, quizá el más aborrecido y temido. Fue en vísperas de la nochebuena, un 24 de diciembre, en una de las calles del barrio La Magnolia, en Envigado, al sur del Valle de Aburrá. En ese tiempo, no hace tanto, estaban permitidos los sacrificios de animales en vía pública, y también su cercenadura a ojos de todos. Los bramidos de agonía de los cerdos siempre fueron parte del festejo. Tras bautizar al animal, al que rociaron con chorros de cerveza, lo amarraron a un poste del alumbrado público, a tres pasos del pesebre comunitario, alrededor del cual los niños rezaban la novena de aguinaldos y cantaban villancicos. «Benignísimo Dios de infinita caridad que tanto amasteis a los hombres, que le disteis en vuestro hijo la mayor prueba de tu amor». Yo conté la historia de aquella tortura en el periódico para el que trabajaba. Las FARC habían inventado las «pescas milagrosas», un método atroz de secuestro. Los guerrilleros bajaban de los montes hasta las carreteras, detenían el tránsito y, de la fila de vehículos, según la marca y la apariencia, escogían a algunos ocupantes y se los llevaban. A diez, a quince, a veinte de una vez. Después, para liberarlos, pedían rescates millonarios. La subversión nunca impuso tanto miedo ni sembró tanto desprecio. Fueron los días de atentados a mansalva con carros-bomba, bicicletas-bomba, burros-bomba… palabras cosidas con sevicia y habituales en los titulares de prensa. El rostro más visible de esa violencia terrorista fue el del Mono Jojoy, visceral y despiadado. Su nombre escrito en la panza de aquel cerdo resultó una invitación para insultarlo, como si el animal entendiera, y para lastimarlo, como si lo mereciera. Patadas, puñetazos, y conforme se acrecentó el festejo, tras la novena al Niño Dios, piquetazos de cuchillo. La música ahogó sus bramidos. Nadie se arrimó a darle agua ni consuelo. Las torturas más celebradas incluyeron explosiones de pólvora y chisporroteos de bengalas amarradas a sus orejas y a su cola. Cuando al fin decidieron apuñalarle el corazón, el cerdo ya estaba muerto de espanto y de cansancio. Por carnicerías al aire libre como esa, las autoridades prohibieron la matanza de animales en las calles. ¿Qué hicieron con él? Una pareja de esposos que siguió el martirio desde el balcón de su casa me dijo que el gentío se lo había comido hambriento y que un par de días después seguía ruñendo sus huesos.
Un CerdoEste relato se pregunta por qué los colombianos celebramos el odio con tanta alegría. ¿Qué nos impulsa a comernos lo que más despreciamos?Por José Alejandro Castaño | Ilustración: Leo Parra
