Luis Alejandro Yépez pisó una mina explosiva y sus dos piernas volaron por los aires. Los periódicos y los noticieros habían publicado su historia en tono de lamento. Un par de días después de salir del quirófano, donde le cosieron los muñones de las extremidades perdidas, el niño cumplió nueve años. La esposa del gobernador de Antioquia creyó que era buena idea hacerle una fiesta sorpresa, entonces invitó a las esposas de algunos funcionarios de su marido, a la reina de belleza departamental y a un grupo de periodistas para que testificáramos a su favor, ella tan buena. La comitiva oficial irrumpió en el cuarto de Luis Alejandro, en el sexto piso del Hospital General de Medellín. El lugar, que antes olía a medicamentos y a desinfectante, se saturó con un vaho de perfumes mezclados. Después del Happy Birthday, alguien tuvo que explicarle al niño que esa canción se usaba para felicitar a los cumpleañeros y que se cantaba en inglés porque sonaba más bonito. A continuación, los invitados fueron entregando sus regalos: camisetas estampadas con el rostro de personajes de películas, una gorra con orejas de Mickey Mouse, un par de superhéroes articulados y un televisor. Ese fue el obsequio más grande. Lo mandaba el gobernador, anunció la esposa con una voz robusta, de genuino entusiasmo. Lo acomodaron sobre la mesita de la comida, a un lado de la cama, y ella lo encendió con el control remoto, como por arte de magia. La gente aplaudió y algunas de las señoras se emocionaron tanto que no pudieron dejar de llorar. Entonces Luis Alejandro, que había permanecido en silencio, dijo que en su casa no había luz. La madre del niño se llamaba Ester. Yo hablé con ella afuera del cuarto repleto de gente. Su hijo había pisado la mina regresando de la casa de un compañero de la escuela. La madre oyó la explosión desde la cocina. Ella nunca había visto tanta sangre ni había sentido tanto dolor. ¿El papá y los hermanos? Ninguno había podido salir del pueblo porque no tenían dinero para los pasajes. Eso me contó Ester con los puños apretados. Un rato después, cuando la reina de belleza intentó besar al niño, él apartó el rostro. En dos días debía volver al quirófano para frenar la infección que avanzaba por sus heridas y amenazaba con causarle nuevas amputaciones. Por eso los médicos habían prohibido que le dieran azúcar. A la mañana siguiente, después de leer el texto que salió publicado en el periódico El Colombiano, la esposa del gobernador me llamó indignada. Me acusó de amarillista e insensible, de periodistucho. Señora, le dije: lo oí todo con mis ojos. Las líneas finales fueron las que más la encolerizaron: que solo ella, sus amigas, la reina de belleza y un par de periodistas, habían comido pastel de cumpleaños.

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