Fue amable, y yo lo recordaba como una persona auténtica. Cinco años atrás, un texto suyo salió en un libro institucional que edité y ahora quería participar en un concurso de cuento —participar, pero sobre todo ganarlo—. Luego de alabar mi trabajo, me pedía que le diera mis honestas opiniones y que le diera palo, si era el caso [sic]. Puesto que soy receptivo a la amabilidad, y como no me había parecido una persona en absoluto pretenciosa, ni amiguera ni trepadora, y porque no adjuntó los textos al correo, le respondí.
Recibir su mensaje fue curioso, pero me agarró en una época difícil: mi papá acababa de morir y yo no estaba en capacidad de hacerle este favor, al menos no en ese momento. Le envié un saludo y le deseé lo mejor.
Respondió inmediatamente lamentando mi pérdida y abrazándome «desde su humanidad». Pasado algo más de un mes, volvió a la carga. De una biblioteca pública había sacado una antología que yo tuve la oportunidad de compilar para una editorial independiente, un libro que ha tenido éxito y en cuyo prólogo se lee «… buscamos relatos inéditos de calidad», y ahora que el concurso había quedado atrás le gustaría conocer mi opinión acerca de sus cuentos. De pronto, si me parecían buenos, podrían hacer parte de una tercera versión de la antología. «Hasta he fantaseado al respecto», concluía.
Respondí diciéndole que me podía enviar un texto.
Me envió tres, en PDF.
Señalé que enviar un relato en PDF siempre es mala idea. Le dije que por favor me enviara uno solo en Microsoft Word.
Me envió los tres en Word.
Los leí apenas los envió: eran malísimos.
Como buena parte de los escritores y las escritoras que conozco, yo también he impartido clases de escritura creativa. Para ganarme unos pesos, principalmente, y porque, para una persona que vive encerrada, salir de casa a veces es divertido. Siendo pecuniaria mi motivación, he hecho lo que ha estado a mi alcance por ofrecer clases comprensibles, bien organizadas e informativas, que me han permitido compartir con los estudiantes lecturas que para mí han sido fundamentales. Desde luego, ser buen profesor no significa ser buen escritor, ni ser buen escritor se traduce necesariamente en ser un profesor medianamente decente. El hecho de que gente que vive en permanente incertidumbre laboral (me refiero a autores y autoras) obtenga dinero a cambio de este trabajo ya hace que valga la pena. El problema son los alumnos. Su entusiasmo y sus expectativas. Las irrefrenables ganas de publicar (no de escribir). El anhelo de ganar un concurso (no de formarse).
Dejemos esto en remojo y pasemos a una pregunta que ha generado airadas respuestas desde diversos centros de opinión: ¿se puede enseñar a escribir? La escritora canadiense Mavis Gallant, en una famosa entrevista que le hizo la ganadora del premio Pulitzer Jhumpa Lahiri, afirma lo siguiente: «Creo que es una causa perdida. Estoy en contra. No puede enseñarse a escribir […] No estoy de acuerdo con las clases de escritura para alumnos sin talento».
Talento: he ahí la palabra clave. Tras unos quince años de dar clases de creación literaria, yo apenas he visto talento para la escritura, talento puro, en un par de oportunidades. Tras identificarlo, pronto comprendí que tenía muy poco que enseñarles a esas personas.
Dice Gallant al respecto:
«En Toronto tuve a una alumna con talento, y le hice jurar que no se matricularía en ningún otro curso de escritura cuando yo regresara a París. “Sobre todo —le dije—, no asistas a ninguna de esas clases de escritura en las que otros alumnos critican tu trabajo, porque solo van a buscar cosas que criticar. Tú lee, lee y sigue a tu manera.”».
Más allá de la cuestión de qué es o cómo adquirirlo, un libro no se hace únicamente con talento. Se necesitan carácter, obstinación, disciplina, una buena red de contactos, suerte… cosas que no se pueden enseñar.
(Dudo acerca de la «red de contactos». Algunos escritores fundamentan sus carreras en la capacidad para hacer amigos y en el cuidado de las relaciones que van forjando, pero no sé si estarían dispuestos a compartir estos conocimientos en un aula de clases. Sería muy interesante, en todo caso, mucho más interesante que las nebulosas conceptuales de las que suelen hacer alarde.)
Lanzadas las afirmaciones que han ido conformando este texto, cabe una pregunta para mí mismo y para quienes han trabajado y trabajan en esto: ¿acaso les hemos enseñado algo a los alumnos sin talento o con moderado talento, o a aquellos que únicamente tienen entusiasmo, o a aquellos que van llevando sus cuenticos de taller en taller y de maestría en maestría?
Una cosa es más cierta en los tiempos que vivimos que en otros, totalmente abúlicos, en los que siempre publicaban los mismos (unos quince años atrás en el caso colombiano): todo el mundo tiene derecho a publicar, a optar por una publicación. Y parece haber espacio para todos. Las editoriales independientes y los cursos de escritura se han encargado de cimentar lo que parece un aspecto positivo de los tiempos que corren.
Ciertamente, es ingenuo pensar que solo publican los escritores con talento. No: publican todos lo que pueden publicar, que es distinto. Pensándolo un poco, lo verdaderamente extraordinario siempre ha sido una minoría, en todas las épocas y en todos los sitios, y hay libros llenos de talento que pasan desapercibidos, como hay unos que venden muy bien, ya sean muy buenos o muy malos. De hecho, si los editores supieran qué libro y qué autor tendrán éxito —independientemente de su talento—, solo publicarían esos libros y a esos autores (que es un poco lo que sucede, aunque suelen descacharse, y también, porque no todo es horrible, de vez en cuando le dan la oportunidad a un autor nuevo que saben que no venderá mucho; es decir, de entrada asumen la derrota). A lo que voy es que no hay manera de predecir el éxito, no con total certeza. En nuestro país, para no ir más lejos —aunque no solamente en nuestro país—, los escritores sin talento publican una y otra vez y ahí siguen tan campantes, vendiendo muchos ejemplares o muy pocos.
Pero volvamos al joven que con todo derecho quiere volar a las alturas del párrafo anterior.
No le respondí el día que leí los textos. Me dije a mí mismo que lo haría en el transcurso de las semanas, pero estas se fueron acumulando y yo seguía ignorando la nota en mi libreta: «Responderle a Fulanito».
Por un lado, me pedía una opinión honesta y, como no había sido mi alumno —a los alumnos siempre los vas a tratar distinto—, estaba en capacidad de dársela. ¿Pero no sería esto «matarlo»? Y, desde luego, está el asunto de la subjetividad. Puede que a mí no me gustaran sus textos, pero eso por sí mismo no los hace «malísimos». ¿O sí? Cabe la posibilidad de que a alguien le puedan gustar. Autores de la talla de Gabriel García Márquez o J. K. Rowling han sido rechazados por editores que en su momento eran considerados luminarias. Por otra parte, ¿no debería evitar un escritor de mi edad los juicios de valor sobre el trabajo de los demás?
Pasó más de un mes y medio para que me animara a contestarle:
Lamento no haber escrito antes. A decir verdad, no sabía muy bien qué decirte, pero me pediste una opinión honesta y te la voy a dar. Estos textos no tienen ninguna posibilidad de ser incluidos en una tercera versión de Puñalada trapera. No es que sean malos, pero no son muy buenos. Entiendo que esta puede ser una opinión subjetiva, pero es la opinión que me pides. Trataré de explicarme un poco: estos cuentos bien podrían hacer parte de una Antología Relata, por ejemplo, que es una antología para escritores que recién comienzan. Para ese nivel la escritura no es mala, aunque hay incorrecciones que te señalo en el adjunto. Pero el problema es más profundo. El principal problema es que son textos muy inocentes, tanto en su concepción como en sus alusiones. Es decir: no hay estilo. O hay un estilo que apenas se está construyendo. ¿Y qué es el estilo? Pues el estilo es uno mismo, algo que no se puede reproducir ni enseñar, una búsqueda muy personal que lleva muchísimos años, muchísima escritura y, sobre todo, muchísimas lecturas. No digo que no lo puedas alcanzar, claro que puedes, pero necesitas más tiempo y recorrido. Pero, por sobre todas las cosas, muchísimas más lecturas. Libros buenos, malos, regulares: libros y más libros.
Confío en que estas palabras no te desanimen. Mi idea al escribirlas es justamente la contraria. Te deseo la mejor de las suertes y muchos éxitos en el futuro.
Este correo se quedó sin contestación, y aún sigo considerando si hice bien, o no.
En la entrevista ya citada, en el momento en que Gallant afirma no estar de acuerdo con las clases de escritura para alumnos sin talento, Lahiri toma la palabra:
—Yo no sé si habría empezado a escribir de no haber asistido a un curso en el que alguien me alentara a escribir.
—Alentar es distinto. Pero ¿enseñarles? ¿Cómo se hace eso? Y tu maestro es solo una persona. Puede haber otras diez que lean tu obra de diez modos distintos.
A mi modo de ver, este es un defecto ostensible de los talleres. Gente que habla por hablar, por no quedarse callada, y en su afán de no verse eclipsada termina soltando series inconexas de idioteces y sinsentidos. Y los instructores se ven forzados a transformarse en motivadores, en mentirosos, en ciegos que van liderando su manada de ciegos (como afirmó J. D. Salinger), y no todos tenemos el estómago, ni la vocación. También suele suceder algo que es mucho peor y que es un símbolo de nuestra época: los estudiantes menos inteligentes se quedan enredados en las barbas ideológicas y en las posturas políticas de sus maestros, y gastarán sus mejores años pasándoles revista, tuiteando, creando sus propios talleres y convirtiéndose en copias de algo cuyo origen, en gran parte de los casos, ya era mediocre.
(Algunos hasta fundan sus editoriales independientes.)
Hace unos veinte años, en un salón de clases en el que yo participaba como alumno, instado por el profesor, afirmé que la crónica de un compañero me parecía mala. Todos se voltearon a mirarme, y el autor de ese texto, a partir de esa opinión, me ha odiado con la disciplina y el tesón que lo habrían llevado a publicar algo más o menos digno si se hubiera permitido encauzar de mejor manera esas energías.
Pero es que no tiene talento, y así es difícil.
Ya que hablo de carreras literarias, sucedió algo en la mía propia mientras esta situación con el aspirante a escritor se desplegaba. La edición de un libro que publiqué en 2018 con una editorial independiente se agotó y los editores me informaron que no pensaban reimprimirlo. Así, quedaba yo libre de hacer lo que quisiera con esas cuarenta mil palabras. Recibida la noticia, comencé a considerar qué camino podía tomar. Buscar un editor o una editora, escribirle alabando su trabajo, quedar para un café o un almuerzo. En resumen, el teatro de siempre. ¿Y por qué no un agente? Para este caso es mejor un agente. Editor puede ser cualquiera (y, de hecho, es cualquiera), pero un agente debe tener unos talentos muy específicos. Además, el libro está escrito en inglés, y lo más inteligente sería tratar de publicarlo en Estados Unidos o en algún país angloparlante. Un agente es la respuesta que he estado buscando. Ahorraré a los lectores la crónica de los muros que tuve que escalar y los monstruos a los que me tuve que enfrentar para la obtención del correo de una de las agentes top del momento, una auténtica máquina de éxito, una persona que con solo mirar a un desvalido autor, aunque mejor si es autora, puede cambiar su suerte y bañarlo —bañarla— en la gloria literaria.
La saludé comentando positivamente su trabajo y expuse mi caso. Tuve la elegancia de no adjuntar el mamotreto.
Por supuesto, no contestó.
De toda esa experiencia solo puedo sacar una cosa en claro: yo soy mejor que ella, porque yo le respondí al muchacho.
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