El Mugriento era un tipo luminoso. Yo lo llamaba Chucho. Dormía en las salientes de los edificios de La Playa, en el centro de Medellín, y también unas cuadras más allá, en las bancas del parque Bolívar, a los pies del Libertador montado en su caballo. Yo trabajaba cerca, en el edificio Lucrecio Vélez, sobre la calle Junín, en la gerencia tecnológica de Conavi, aquel banco cuyo símbolo era una abeja sonriente. Al principio nos encontrábamos por ahí, de tropezón. Pero con el tiempo comencé a buscarlo antes de mi turno, que empezaba a las diez de la noche y se prolongaba hasta las seis de la mañana, en una oficina con muros de concreto reforzado y puertas de acero. Había renunciado a estudiar Ingeniería Forestal en la Universidad Nacional y me había trasplantado a Comunicación Social, en la Universidad de Antioquia, una carrera de la que terminé graduándome —casi a mi pesar— doce años después. Yo solo quería ser periodista y comencé a ejercer muy pronto como redactor en El Colombiano gracias a que no me pidieron un certificado actualizado de materias. Hágase el güevón, me aconsejó Chucho. Sus monsergas solían incluir libros de regalo, sucios y viejos, con subrayados a colores y comentarios al margen: novelas, ensayos, cuentos. Aún debo tener algunos de esos ejemplares menesterosos en las cajas que me sobreviven después de tantas mudanzas, con títulos de Cortázar, García Márquez, Borges, Vargas Llosa, Sabato, Tolstói, Dostoyevski, Maupassant, Quiroga, Mejía Vallejo, Juan Rulfo, Oriana Fallaci, Nadine Gordimer… A veces los libros eran la mitad de ellos mismos y para terminar de leerlos debía pedirlos prestados en la biblioteca de la universidad. Me pasó con La perla, de John Steinbeck, un libro pequeñito; con Opiniones de un payaso, de Heinrich Böll, y con El tambor de hojalata, de Günter Grass. Somos los libros que leemos, por supuesto, pero además los ejemplares en que lo hacemos. Hace mucho le perdí la pista a Chucho. La última vez que nos vimos, hará quince años, fue en las puertas de la iglesia de San Ignacio, todavía con pilas de agua bendita para que los feligreses se santiguaran y que él usaba para peinarse el pelo. Mientras el cura convertía el vino en la sangre del Dios de los cielos, me contó lo que acababa de pasarle en esos días, un 20 de julio, fiesta de la Independencia. Fue durante el conticinio, la hora de la madrugada en la que el mundo es mudo. Él iba atravesando el parque Bolívar cuando se encontró de golpe con el Libertador en persona, ahí de pie y apeado de su caballo, con ademanes de urgencia. Bolívar le preguntó por el cruce de Colombia con La Paz y Chucho, conocedor de la nomenclatura del centro, le respondió que esas calles no se cruzan. ¡Tendrán que hacerlo un día!, me dijo que le dijo el héroe entristecido, antes de regresar de un salto a su pedestal de mármol. Yo lo fui aprendiendo, de a poco: no es que leamos para saber cosas; leemos para que nos ocurran esas cosas. Por ejemplo, que las estatuas nos hablen de modos memorables.

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