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Opinión
Miguel Uribe Turbay y la condena de los huérfanos

Migue Uribe Turbay y la condena de los huérfan
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José Alejandro Castaño

Opinión | 16 de agosto de 2025

La exaltación de su muerte tiene mucho de artificio, de propósito calculado. La intención de su partido político es plantar el próximo presidente de Colombia en el fertilizante de sus despojos.

Las más memorables fueron las imágenes del hijo corriendo y saltando, haciendo muecas en el Salón Elíptico del Capitolio Nacional, agitando el hedor de las flores rociadas con cloruro de benzalconio, el truco de los vendedores de pompas fúnebres para mantenerlas frescas, con apariencia viva. Las imágenes se repitieron en la Catedral Primada, mientras su abuelo paterno leía un discurso electoral insignificante. El niño aún no lo sabe, lo irá descubriendo. La ausencia que le impusieron los que ordenaron el asesinato de su padre jamás se irá, crecerá con él. Y nada la llenará, ni los recuerdos, que de a poco irán convirtiéndose en sueños, en destellos de la imaginación.

Casi ninguno en la montonera de los políticos que posaron solícitos ante los periodistas reconoció que la del hijo es la mayor tragedia, la más cierta y dolorosa, y que ellos no representan —sin importar cuánto vociferen y lo deseen— el dolor que el pequeño encarna y que es el mismo de miles de niños en Colombia, ni más ni menos, amputados de sus padres. Este país de homicidas —algunos allí, frente al féretro del político asesinado— es también el país de los huérfanos. Según el Centro de Memoria Histórica, el conteo de nuestras violencias cifra en cuatrocientos diez mil los homicidios entre 1949 y lo que va de 2025. A ninguna sociedad del continente la cruza un río de sangre semejante.

Pero de eso no habla la montonera de correligionarios del político martirizado. Su tesis, repetida como una retahíla, es que las violencias que engullen a casi cuarenta colombianos cada día son recientes, de los últimos tres años. Su propuesta, entre sollozos, es aquel lugar común —rancio y tramposo— de un cambio de rumbo que consiste, resumiendo, en su retorno a la presidencia y a las mayorías parlamentarias. Algo así propuso la madre en su discurso, también parvo, desprovisto de grandeza, «una Colombia renovada en las urnas». El gesto del hijo, al lado de ella y sus hermanas, resultó el más sincero. Se llevó las manos a las orejas y, juguetón, desenrolló la lengua a un lado del féretro, cubierto con la bandera nacional.

Pero los noticieros y los periódicos escogieron otra imagen y algunos, además de ponerle música triste, la ralentizaron para alargarla lo más posible: entonces se ve al niño como flotando, mientras corre con una flor blanca hasta donde yacía el hombre sobre el cual se edificaría el porvenir de Colombia. El timo con las elegías, con los sermones panegíricos, es su naturaleza embustera. Miguel Uribe Turbay era un líder primerizo, un pubescente favorecido por el linaje que lo precedía. Su asesinato, doloroso y abominable, no se puede comparar con los magnicidios de otros líderes políticos del país, como pretenden sus devotos. En la exaltación de su muerte hay mucho de artificio, de propósito calculado.

La intención de su partido es plantar el próximo presidente en el fertilizante de sus despojos, enterrados finalmente en el Cementerio Central, a mil y tantos pasos del Museo Nacional, una vecindad que algunos encontrarán venturosa. Ahora quieren negarlo. El líder que el político asesinado escogió admirar, su profeta rector, es un criminal condenado, santo de los ejércitos paramilitares, elegido para un segundo período presidencial gracias a un entramado de corrupción, sospechoso de tratos con la mafia desde joven, jefe de una veintena de altos funcionarios encarcelados, huidos del país o extraditados a Estados Unidos por narcotráfico, y artífice ideológico del asesinato a mansalva de 6.402 jóvenes inocentes. 

Una vez, en 2001, estuve en la casa de Nidia Quintero, la abuela materna de Miguel Uribe Turbay. Es una historia que ya conté. Su hija mayor, la periodista Diana Turbay, había sido asesinada en enero de 1991, en una finca en las afueras de Medellín, donde permanecía secuestrada por orden de Pablo Escobar. Doña Nidia responsabilizó de su muerte al presidente de entonces, César Augusto Gaviria, por autorizar una operación de rescate a sabiendas del riesgo que suponía. Él se defendió. Dijo que no sabía que ella estuviera allí. Diez años después, un primer fallo judicial le dio la razón a la madre. Los policías habían irrumpido en la finca advertidos de que Diana Turbay sí estaba en el predio. Todos mienten.

Yo tuve acceso a esa sentencia y le ofrecí llevársela a la ex primera dama a su casa, en Bogotá, para que me diera una entrevista. Ella accedió. Debí esperar en un cuarto con una biblioteca, a mano derecha de la entrada de su apartamento, en el norte de la ciudad, contiguo a un parque sembrado de eucaliptos. Ahí, en una repisa, había una foto de la hija asesinada al lado de Miguel, ambos riéndose abrazados, unos meses antes de la miseria que les arrasó la vida. Esa es nuestra tragedia inmarcesible, la compulsión de repetir lo que tanto nos duele y martiriza. 

De este lugar con olor a pompas fúnebres no nos sacarán los candidatos presidenciales de la extrema derecha, tampoco los de la extrema izquierda, está claro. Ellos y sus anhelos torvos, sus modos repugnantes, son los que nos tienen aquí, en esta desmesura, pringados de muerte y podredumbre. La hipérbole ya trazó su punto de partida en la frente del niño que juega junto al ataúd del padre asesinado. Los suyos, su abuelo, su madre, los políticos, los periodistas disfrazados de luto, el criminal preso en su casa, parecen advertirlo y casi desearlo. 

Ojalá se equivoquen y el huérfano no regrese en treinta años a una Colombia todavía ahogada en sangre, convertido en el siguiente predicador de la extrema derecha, ofreciendo una paz a fuerza de la fuerza, lo mismo que su padre, huérfano a su misma edad.

Foto de José Alejandro Castaño

José Alejandro Castaño

Escritor, periodista y editor. Ha sido finalista del Premio Kurt Schork, de Columbia University, y ganador del Casa de las Américas de Literatura, del Premio de Periodismo Rey de España y tres veces del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Es autor de los libros: La isla de Morgan (U. de Antioquia, 2002), ¿Cuánto cuesta matar a un hombre? (Norma, 2006), Zoológico Colombia: crónicas sorprendentes de nuestro país (Norma, 2008), Cierra los ojos, princesa (Ícono, 2012), Perú, reino de los bosques (Etiqueta Negra, 2012). Es coautor del libro Relato de un milagro. Los cuatro niños que volvieron del Amazonas (El Peregrino Ediciones, 2023). Algunas de sus crónicas están incluidas en antologías y han sido traducidas al inglés, francés, alemán y japonés. Cofundador de CasaMacondo.

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