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Opinión
Miss Antioquia, o la soberana reivindicación de la ignorancia
La beldad miente: no renunció, la decapitaron. Y lo hicieron, no porque dijera lo que pensaba, sino por pensar lo que dijo. Los dientes tan blancos y alineados de Laura Gallego Solís encubren una mueca de fanatismo y emanan una hediondez de mortandad.
Por | Ilustración: Leo Parra

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En su video de dimisión, publicado hace unos días, Laura Gallego Solís se quita de la cabeza la corona que le habían dado tras ser elegida señorita Antioquia y que le exigieron devolver de inmediato, para que la ostente su reemplazo. Ella sonríe recién peinada y maquillada, pero su ropa es de riguroso negro luto: una camisa que quizá sea de chiffon de seda, con un lazo alrededor del cuello, sentada frente a su propia imagen, en el extremo de una mesa de comedor. Dice, tras descoronarse, que renunció a su condición de reina porque le querían imponer una mordaza, impedir que diera sus opiniones políticas. 

Pero la beldad miente: no renunció, la decapitaron. Y lo hicieron, no porque dijera lo que pensaba, sino por pensar lo que dijo. En su más reciente chascarrillo como influencer y animadora de eventos electorales, le había preguntado a un precandidato presidencial aquello de que, puestos a correr en un desierto, y teniendo una pistola con una sola bala, a quién le dispararía: al exalcalde de Medellín, Daniel Quintero, o al presidente de Colombia, Gustavo Petro. Como el interrogado escogió al primero, la reina sugirió que al segundo le dieran un cachazo. El acento paisa del video —una marca registrada de las series de narcos colombianas— acentúa su carácter violento e ignorante.

En el video de abdicación, la exseñorita Antioquia dice que su reinado, aunque fugaz, cumplió su objetivo: «No solo era demostrar que a la reina se le exige más que al presidente de la república, sino demostrar que nuestro sistema social actual sigue arrastrando a las mujeres a limitarse a solo ser lindas». Quién sabe qué quiso decir. Sus dichos —contrarios al altruismo del título nobiliario que ostentaba— incitan a la violencia, no a la defensa de algún derecho negado a las mujeres, como dice mentirosa. La descoronaron por atacar, no por amparar. Por carecer de miramiento y civilidad, no por ser sabia.

Todo ese asunto de una reina de belleza destronada es una soberana bobada, salvo porque, en este caso, trasluce un pensamiento colectivo, un modo de entender la realidad social. Lo que subyace en la propuesta de bala y cachazos de Laura Gallego Solís —que ya se había expresado otras veces igual de risueña— es una certeza furibunda de que la verdad es absoluta y reside, con toda claridad, sin atenuantes, fisuras ni excepciones, en un extremo ideológico. Justo por eso, para quienes profesan ese convencimiento, es tan fácil establecer primero, y justificar después, a quien se le dispara.

Gracias a ese fanatismo moral, a esa certeza absoluta, allá en Medellín se crearon las Autodefensas Unidas de Colombia, que tantos antioqueños amaron y aman, y que las familias más poderosas de esa ciudad financiaron con fortunas y silencio, también con la bendición encarecida de un sector de la Iglesia católica que, en vez de maldecir sus crímenes, los justificó, perdonó e incluso promovió. La certeza que encarnan los antioqueños más beligerantes —aunque no solo ellos— es la de buenos nosotros y malos los otros. En ese sentido, la exreina risueña y quienes la aclaman se corresponden. Se merecen mutuamente.

Ese modo de pensar es un arcaísmo del siglo XIX, una ranciedad de disparates que pretendían asegurar la subsistencia de unos sobre la aniquilación de otros. Entre 1819 y 1902 hubo, cuando menos, ocho guerras civiles en Colombia. La más cruenta, la de Los Mil Días, tuvo más de cien mil muertes. Cada uno de esos arrebatos armados se arreó con la idea endemoniada —e ingenua— de que la paz solo era posible con la aniquilación de los contrarios. Los dientes tan blancos y alineados de Laura Gallego Solís encubren una mueca de fanatismo y emanan una hediondez de mortandad.

Los dientes tan blancos y alineados de Laura Gallego Solís encubren una mueca de fanatismo y emanan una hediondez de mortandad.

Al final de la carta de renuncia que mandó a la organización del Reinado Nacional de la Belleza, la exseñorita Antioquia escribió bajo su firma que era abogada, pero la beldad volvió a mentir, porque lo cierto es que aún no se gradúa. Como reemplazo de la corona que le quitaron, pretendió exhibir un pergamino falso. Otro gesto de bajeza de su alteza.

Foto de José Alejandro Castaño

José Alejandro Castaño

Escritor, periodista y editor. Ha sido finalista del Premio Kurt Schork, de Columbia University, y ganador del Casa de las Américas de Literatura, del Premio de Periodismo Rey de España y tres veces del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Es autor de los libros: La isla de Morgan (U. de Antioquia, 2002), ¿Cuánto cuesta matar a un hombre? (Norma, 2006), Zoológico Colombia: crónicas sorprendentes de nuestro país (Norma, 2008), Cierra los ojos, princesa (Ícono, 2012), Perú, reino de los bosques (Etiqueta Negra, 2012). Es coautor del libro Relato de un milagro. Los cuatro niños que volvieron del Amazonas (El Peregrino Ediciones, 2023). Algunas de sus crónicas están incluidas en antologías y han sido traducidas al inglés, francés, alemán y japonés. Cofundador de CasaMacondo.
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