Coroliano Amador, el hombre más rico de la ciudad a finales del siglo XIX, era dueño de haciendas de ganado y de café, y de sociedades que importaban mercancías de Estados Unidos y de Europa, y era comerciante de tierras, urbanizador y constructor de carreteras, puentes y líneas ferroviarias. Amador era más bien odiador, a juzgar por su vocación de pleitista consumado. Llegó a lidiar hasta nueve querellas judiciales de manera simultánea, como un malabarista de antorchas encendidas. Pero él rara vez se quemaba. Los ardidos solían ser sus competidores comerciales y mineros. De tantos que venció en juicio, quizá el más célebre sea el conde francés Adolfo de Bourmont, a quien Coroliano acusó de estar saqueando las vetas de oro de su famosa mina El Zancudo, en el suroeste de Antioquia. Aquello fue la ruina para el extranjero nobiliario, forzado a pagarle una indemnización al hombre más rico de Antioquia. Los restos del conde reposan en el segundo piso de la torre de la iglesia de San José, sobre la avenida Oriental. Yo subí a saludarlo un par de veces. La lápida dice, en mayúsculas heráldicas: «Felipe Augusto Adolfo, conde de Ghaisne y de Bourmont». Nada más cupo en la piedra de mármol, apenas el año de la muerte: 1883, y el nombre en letras pequeñas de quien pagó el nicho como un último gesto de amistad: Pablo de Bedout. De tantas escenas protagonizadas por Coroliano Amador, la más memorable es una ocurrida el domingo 19 de octubre de 1899. Fue a mediodía, frente a la iglesia de la Candelaria, en pleno corazón de la ciudad, que a punto estuvo de detenerse del puro susto. El ricachón apareció a bordo del primer automóvil del que se tuvo noticia en este lado del mundo. El armatoste, más pequeño que un carruaje de caballos, había llegado al puerto de Barranquilla, en un barco proveniente de Francia y en compañía de su chofer particular. Las gentes afuera de la iglesia desataron una lluvia de bendiciones en un día tan luminoso. Era un modelo reciente de la marca De Dion-Bouton, de combustión a gasolina e iniciación con manivela. Tenía capacidad para dos pasajeros y podía correr a veinticinco kilómetros por hora, la mitad de la velocidad de un caballo a galope. Pero la exhibición solo duró unos metros y el automóvil se detuvo tras un estrépito de hierros y alaridos humeantes. Su cilindraje, de cuatrocientos centímetros cúbicos, resultó insuficiente para las calles empedradas de aquella ciudad diminuta, a la que se llegaba cruzando selvas y precipicios sin fondo. A quienes desguazaron el automóvil, que jamás volvió a arrancar, les fascinó el olor a gasolina. Tanto, que terminaron usando el combustible como loción, detrás de las orejas y sobre las mejillas recién afeitadas. Algo ya revelaba de Medellín aquel gesto de palurdos. Así que el alma del difunto De Dion-Bouton siguió andando por las calles, su efluvio aceitoso y penetrante avivando amores, encendiendo fuegos.

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