Estaba ahí, en el fondo de un charquito de agua, encorvado sobre sí mismo, como una larva gorda y blanca. Fue lo primero que pensé: que era un gusano, un mojojoy, la oruga de los escarabajos que los indígenas amazónicos se comen tan gustosos, con los ojos cerrados. Allí conmigo estaban mis hijas, entonces de nueve y once años. Íbamos de primeros en la fila del paradero de los buses que suben a Santa Elena, el corregimiento de las laderas orientales de Medellín, célebre por el relato de los silleteros y sus arreglos monumentales de flores. Yo sumergí la punta del zapato en el agua y les dije a ellas que miraran. El reflejo de los tres cupo en el charco. El gusano resultó ser un dedo, un índice izquierdo. ¿Era de verdad? Parecía que sí. Lo confirmaba la finura de la piel, la robustez de la carne, el extremo de un hueso al descubierto, la uña amoratada, apenas desprendida. Era un hallazgo sorprendente, pero no extraordinario. Por allí mismo, en los recovecos del centro de la ciudad, la policía suele encontrar cadáveres en bolsas de basura. Una vez detuvieron a un hombre con tres cuerpos en una carretilla. Dijo que se los habían dado para que los botara. Lo dijo y se encogió de hombros. ¿Dónde estaba el resto de ese dedo huérfano? Uno no llega a pensarlo, pero es verdad que nos vamos muriendo por partes: las uñas que nos cortamos, el apéndice que nos extirpan, la muela que nos sacan, el pelo que se nos cae, el lunar de toda la vida que nos borran en un santiamén. Solemos pensar en la muerte como un suceso definitivo y absoluto, y lo cierto es que ocurre por partes y desde antes. Un José que vendía dulces en la esquina de la Placita de Flórez perdió su pierna derecha por culpa de la diabetes. El hombre le hizo novena de difuntos a esa extremidad que se anticipó a su muerte. ¿Qué haces con un dedo que te encuentras en la calle? ¿Llamas a la policía? En Medellín sigues de largo. Fue lo que hicimos esa vez. Vino el bus a Santa Elena y Laura, María Alejandra y yo lo dejamos ahí, señalando curvo quién sabe adónde.
Un dedo
Solemos pensar en la muerte como un suceso definitivo y absoluto, y lo cierto es que ocurre por partes y desde antes. Con este texto inauguramos la columna «El ojo que oye», de José Alejandro Castaño, que publicaremos cada quince días en el portal de CasaMacondo.