Era asiática. Llegó al antiguo Zoológico Santa Fe, en el barrio Guayabal de Medellín, en un camión de mudanzas. La enviaba, en calidad de obsequio, el banquero Félix Correa Amaya, propietario del conglomerado de empresas financieras Grupo Colombia, quien le había robado sus ahorros a dieciocho mil familias y terminó en la cárcel acusado de estafa, abuso de confianza, falsedad en documento, captación ilegal de dinero y autopréstamos. Al opulento señor lo había conmovido la desdicha del animal, obligado a una vida itinerante en el Circo Hermanos Gasca, así que sus abogados la aceptaron como parte de pago por una deuda vencida. Se llamaba Lucy. Yo la visité un miércoles para ver cómo la bañaban, tomarle unas fotografías y contar su historia en la revista Soho. La gente adora a los elefantes. Su figura suele ser anzuelo publicitario de marcas de ropa, jarabes, juguetes, enjuagues bucales, cereales infantiles, seguros de vida. Una fábrica de productos de limpieza usa uno de color azul como símbolo de poder absorbente y otra repuja su figura en rollos de papel higiénico. A manera de golosina, antes de bañarla, los cuidadores de Lucy le ofrecieron una papaya madura y ella la engulló de un solo bocado. Hacía unos años, su primer domador había pasado de visita por el zoológico y le ordenó que saludara al público. Ella lo reconoció, se sentó y estiró la trompa, entonces el hombre lloró, o eso me contaron. Un domingo, para atraer visitantes, las directivas del zoológico decidieron hacerle una fiesta de cumpleaños. Fue un éxito. Los cuidadores le prepararon un ponqué de hierba, frutas y figuras de animalitos, y decenas de personas le cantaron el Happy birthday. Su imagen salió en los periódicos de la ciudad y en el noticiero del mediodía, en la sección de espectáculos y habladurías de la farándula. Según escribió uno de los periodistas invitados al festejo, la elefanta era de signo Virgo y antes de llegar a Medellín había conocido más de quince países. Nadie mencionó su pasado reciente. Felix Correa Amaya había muerto después de salir de la cárcel. Nueve de sus socios huyeron a Europa, Argentina y Estados Unidos, y diez fueron asesinados en Cali, Medellín y Bogotá. Según la reseña de las autoridades, ciento veinte mil personas perdieron sus ahorros a manos del embaucador. Lo pensé aquella vez mientras fotografiaba a Lucy. Si mi madre tuviera que regalar un animal para expiar sus culpas, a ella, anciana valerosa que se iba tres veces por semana a bañar abuelos abandonados en un hogar para indigentes, le bastaría con obsequiar un pescadito de pecera, de esos apenas más grandes que una moneda. A lo mejor, a tantos campesinos expulsados de sus tierras les alcanzaría con regalar una lombriz. No creo que exagere. Después de un sufrimiento semejante, a la mayoría de los siete millones de hombres, mujeres y niños que deambulan por las calles del país, entrar al cielo prometido en las iglesias quizás les cueste uno de sus piojos. Se entiende. Para intentar expiar sus culpas, un banquero necesita regalar un elefante.
Una elefantaSi pudiéramos donar un animal como expiación de nuestras mayores culpas, ¿qué tamaño tendría?Autor: José Alejandro Castaño | Ilustración: Leo Parra
