Cuando cumplí trece años, mi mamá me regaló una máquina de escribir Olivetti, con su cinta de dos colores, roja y negra. Antes le pagó a una vecina que era profesora para que me diera clases de mecanografía. También me regaló un diccionario Larousse de tres tomos y lo puso sobre un escritorio de roble que parecía el del capitán de un barco. Era grande y macizo, con cajones secretos y un olor que a mí siempre me pareció el del mar. Mis primeros ejercicios de escritura ocurrían los domingos en la tarde, intentando repasar las homilías de Pedro, repitiendo sus palabras letra por letra, tecla por tecla. Nadie fue tan decisivo. Yo no lo sabía. Él tampoco.
Recuerdo esta frase de una de sus prédicas: que una semilla que no se muele, que no se pudre, que no se muere, sirve para collar, pero no para bosque. En sus homilías, Jesús hablaba con las hormigas y algo le enseñaban, a él y a nosotros. Y entre las historias de Moisés y otros profetas del Antiguo Testamento aparecían Antoine de Saint-Exupéry, el de El Principito; Albert Camus, el de El extranjero; Fiódor Dostoyevski, el de Crimen y castigo; Gabriel García Márquez, el de El coronel no tiene quien le escriba… En medio de esas escenas del mar partido a dos aguas también aparecían nuestras mamás, papás y abuelas, dándole sentido al mensaje final, con la rotundidad de un martillo cuando fija un clavo.
Nuestro barrio estaba muy abajo, en lo alto de las faldas occidentales que bordean Medellín. Se llamaba 12 de Octubre y a comienzos de 1986 se convirtió en uno de los más azarosos de la ciudad más azarosa del mundo. Al menos eso decían los periódicos. Los abaleados yacían en las esquinas cubiertos con sábanas y pasaban horas sin que los recogieran, los gallinazos mirándolos en el techo de las casas. Fue la época en que comenzó la guerra entre el cartel de Medellín y el cartel de Cali, los años en que Pablo Escobar, ahora convertido en souvenir para turistas, pringó esta ciudad con sus babas de atrocidad y podredumbre.
Todos recordamos el furgón en el que se llevaban a los muertos. La gente le decía La nevera porque, sin importar el calor de afuera, los de adentro iban fríos. Bajaba por las faldas del barrio a toda velocidad, a veces con las puertas del depósito entreabiertas, los policías detrás, con las armas desenfundadas, temiendo una ráfaga de tiros en cualquier esquina. Una tarde, de regreso del colegio, por el resquicio de La nevera mal cerrada, vimos la mano agitada de un difunto diciendo adiós. Nadie sabe el número exacto de los muertos de ese tiempo en nuestras calles. Fueron decenas, en Medellín más de treinta y cinco mil entre 1986 y 1993. Las familias se refugiaban en la iglesia, allá iban buscando consuelo.
La parroquia se llamaba Santa María del Carmen y era, en medio de la aridez que imponían la muerte y el miedo, nuestra orilla de agua. No es una metáfora. Orábamos para atender y estudiábamos para entender. Hacíamos lo de las vacas, así decía Pedro: que a fuerza de regurgitar y de rumiar convierten el pasto en leche. Tampoco era una metáfora. En lo peor de la guerra mafiosa, mientras en otras parroquias de Medellín se atragantaban con fajos de dinero mafioso a cambio de indulgencias, en el 12 de Octubre nos reuníamos para hacer análisis de coyuntura. Así llamábamos a esas jornadas de todo un día.
Mamás, papás, hijos, nietos, abuelos, vecinos nos encontrábamos para repasar las noticias de la televisión y de los periódicos, e intentar descifrar los intereses y malformaciones que condicionaban nuestra comprensión de ellas, es decir del relato oficial de la vida, con sus miedos y zozobras, con su alegría tan esquiva. El resultado más elocuente era que nos rebelábamos. Fue leyendo el Evangelio y cediéndonos la palabra que un día, en uno de esos análisis de coyuntura, escupimos de la boca aquella mentira dada por cierta de que los nacidos en el 12 de Octubre éramos malditos, jóvenes desafortunados que debían resignarse a ser sicarios temibles o putas fervorosas. Hicimos lo contrario. Nos reconocimos dignos.
Y decidimos hacernos otros sin dejar de ser nosotros, ser para los demás, ser nuestros. Así sobrevivimos a la barahúnda. Una vez, cuando los carros de la basura dejaron de subir al barrio y los desperdicios comenzaron a acumularse en las esquinas, hicimos un convite de vecinos y armamos montañas de protesta con la basura en los cruces de las calles más concurridas. Jamás tiramos piedras. Lanzábamos ideas. Y cuando el Gobierno ordenó que los buses de pasaje subsidiado fueran cambiados por buses de tarifa plena, la comunidad decidió que esos buses, que zaherían la subsistencia del pueblo de Dios, no desfilaran en la procesión anual de nuestra Virgen del Carmen, patrona de los conductores.
Así íbamos en aquel tiempo, como una gran romería, los unos al lado de los otros. Y cuando se inauguró el hospital de nuestro barrio, uno con el nombre de Luis Carlos Galán, no dijimos gracias. A esa inauguración, que fue la primera obra construida en el país con el nombre del político asesinado, vino el presidente César Gaviria y varios de sus ministros, entre ellos el célebre Rudolf Hommes, padre en Colombia de lo que se convino en llamar La apertura económica, apenas otra versión de la injusticia. Esa vez el pueblo de Dios recordó que cada ladrillo de ese hospital nos pertenecía por derecho ganado, que no había que extenderse en los aplausos. Más bien lo contrario.
En nuestra reflexión recordamos que ese hospital se había tardado años en llegar y que antes tuvieron que morir muchos de los nuestros —madres, hijos, abuelos, hermanos—, todos por culpa de la inasistencia y la falta de medicinas. No es que fuéramos aguafiestas. Al revés. Los domingos éramos testigos del milagro bíblico de la multiplicación. La comunidad había decidido apoyar las huelgas de los sindicatos de Medellín que reclamaban su derecho al pronto y justo pago, entonces hacíamos algo que llamábamos Operación Canasta. Los obreros y sus esposas y sus hijos iban de casa en casa recogiendo lo que cada familia podía compartir con ellos: una papa, dos tomates, tres huevos, una taza de azúcar, un puñado de arroz.
Al final del día los canastos se iban llenos para las carpas de los trabajadores, alzadas como toldos de circo a la entrada de las fábricas. Pero además de tercos pacifistas, éramos constructores de fin de semana. Años después de haberlos dibujado, comenzamos a construir nuestros salones parroquiales, que incluían un teatro y una biblioteca que decidimos llamar Tito Brandsma, en recuerdo del periodista y sacerdote carmelita, muerto en un campo de concentración nazi por oponerse a la matanza de judíos, al exterminio del amor como bien común. Fuimos testarudos. No permitimos que otras manos interesadas mezclaran siquiera el cemento, ninguna otra nariz allí metida más que las nuestras.
La soberanía tiene ese costo. ¿Qué tienen para ofrecer?, les preguntó Jesús a sus discípulos antes del prodigio de la multiplicación. Y nosotros respondimos: podemos recoger botellas de vidrio y después venderlas, y periódicos, cartones, hierro. Y también podemos hacer bazares y rifas mensuales de enseres domésticos: una cama, un comedor, una estufa. Eso hicimos. El número ganador lo establecía el sorteo oficial de la lotería de Medellín, el último viernes de cada mes. En una ocasión el premio fue un televisor que terminó ofreciéndose varias veces porque los ganadores, solo para que pudiera rifarse una y otra vez, se negaban a llevárselo a su casa. La suerte se multiplicaba de tanto compartirla.
Y una Navidad nuestro teatro estuvo terminado, también la biblioteca Tito Brandsma, con libros que sí aceptamos recibir de personas que no conocíamos porque, gracias a Dios, los libros rara vez suponen deudas, apenas gratitud. No siempre tuvimos tanta suerte. En los peores días, cuando Medellín parió a sus monstruos, los soldados de la Cuarta Brigada del Ejército se aparecían a medianoche en nuestras calles y se llevaban a hombres, a mujeres, a viejos, a jóvenes. A veces volvían. A veces no. Nosotros nunca dejamos de cantar a pesar de la zozobra. Entonábamos las canciones de la Misa Salvadoreña y escuchábamos las homilías de Monseñor Óscar Romero, santo a la manera de los pobres.
Nos decían guerrilleros hijueputas. Pero qué va. Cuando los grupos subversivos intentaron recoger su cosecha en nuestra huerta sembrada con tanta fe, les dijimos que esos frutos tampoco eran suyos. Abominábamos las armas porque todas matan, sin importar quién las empuñe. Y los muertos siempre los ponen los otros, es decir nosotros. Había algo más que nos alegraba, que nos confirmaba en la andadura: nuestro templo nunca fue lugar de alcancías, ni los nuestros fueron sacerdotes de hábito. Sí de hábitos. Pedro era obrero, también Javier, el otro cura de nuestra parroquia. Ellos jamás vivieron de la limosna, tampoco el barrio, ninguno de nosotros. Las misas no se cobraban, todo se ponía en común.
Y el tiempo les dio la razón. Nos la dio a todos. Muchos de aquellos que marchamos juntos, hijos de padres campesinos condenados al horror de la muerte y del espanto, fuimos a la universidad y nos graduamos de psicología, sociología, enfermería, filosofía, arquitectura, medicina, nutrición, música, biología, veterinaria, teatro, química, historia, educación, economía, bibliotecología e ingenierías: de sistemas, petróleos, hidráulica, minas, forestal… La cosecha fue buena y abundante. Algunos no han dejado de crecer y han obtenido títulos de maestrías y doctorados en francés, inglés, alemán, portugués… La metáfora de la buena semilla resultó cierta.
Yo me hice periodista, cronista incierto. Debo decirlo como algo íntimo, aunque a estas lejuras de la vida sea tan obvio: soy el que soy por todo aquello. Cuando fui a la universidad ya sabía lo esencial. No fue allá donde me enseñaron a afilar los sentidos, a oír con los ojos, a ver con los oídos, a oler con los dedos. La objetividad periodística es una farsa, la imaginación un recurso, la vida el regalo. Yo ya sabía esas verdades tan simples desde antes, desde niño. Y me aferro a ellas en noches de miedos y pesadumbres, con la fe malograda, su flecha de brújula señalando a cualquier parte.
El problema no es el miedo, nos enseñó Pedro. El problema es que nos venza. Porque no es tropiezo la duda, lo es el abandono. Él, cuidador de la vida, solía reírse de lo que se supone triste, y llorar por lo que se suponía insignificante. Nadie nos quiso tanto. Por eso se puso al frente cuando ninguno se atrevió. Se jugó la vida. Y detrás fuimos nosotros confiados, multiplicados. Un día lo echaron de nuestro barrio. Fue a mediados de 2013. No lo hicieron las bandas de sicarios, las milicias guerrilleras, los paramilitares, los vendedores de droga. Lo hizo el arzobispo de Medellín, Ricardo Antonio Tobón Restrepo, del que nada sabíamos, apenas su nombre.
De Pedro y de Javier en cambio conocíamos hasta las uñas, sin barniz, sin perfume, dedos astillados por el esfuerzo. Nada dijimos. Nos mordimos la lengua. La noche de su última eucaristía solo nos abrazamos. Pedro nos ordenó guardar silencio, ser semilla que se rompe, que se pudre. Ser bosque. Su casa del destierro sigue siendo nuestra casa. Allá nos encontramos, gracias a Dios. Está en lo alto de una montaña, en la cordillera central, rodeada de arbolitos de café y de guaduas, de dientes de león y de flores del pasto, tan pequeñas que el laberinto de sus pétalos solo puede admirarse con una lupa.
Cada tarde allá lejos, sobre los bordes filosos de los Andes, el sol se hiere, entonces lo vemos agonizar hasta morir. Su sangre bermeja salpica nubes, cimas, árboles, tejados, vacas, nuestros ojos mudos. Somos ese fallecimiento, dice Pedro, y somos el olor del viento, la terquedad de las polillas, el fruto que se madura en la oscuridad, la baba del gusano al reverso de la hoja, la Luna viuda, este instante que ya fue, el sol del siguiente día. La vida es el regalo, insiste él. Por eso jamás estamos tristes. Solo a veces.
