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Testimonio
Así me enseñaron educación sexual (más bien antisexual)
«Me dijeron que la menstruación se llamaba pacho; la vagina, entrepierna o “por allá”; las toallas higiénicas, tutús o galletas, y que se podía perder la virginidad por montar a caballo». ¿Qué mitos les dijeron sus padres?
Por | Ilustración: Leo Parra

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A los doce años, mientras me bañaba, encontré sobre las baldosas del suelo la punta de una mina de lápiz de color rojo. Medía unos milímetros. Se estaba derritiendo, y su alma colorada formaba un hilo que desembocaba en el sifón. Me asusté al pensar que ese trocito se me había caído de las entrañas. Pensé que era el encargado de producir la menstruación. Estuve tentada a devolverlo al sitio de donde creía que se había escapado, pero me dio más miedo escarbar en mi parte íntima donde no llegaban mis ojos ni mis conocimientos. ¿Por qué no pensé que se trataba de una mina cualquiera extraviada en el baño? Ahora que recuerdo la situación, la encuentro descabellada y no culpo a los que la consideran una exageración. 

Cuando me vino por primera vez el periodo, mi abuela exclamó: «¡Le llegó pacho!». No tenía ningún familiar con ese apodo, ni alguno llamado Francisco, y pensé que mi angustia por ese sangrado genital no tenía nada que ver con una visita. Al notar mi rostro de confusión, me explicó: «Cuando una mujer se pone “malita” es porque le abre la puerta a pacho». 

Mi abuela me enseñó que a la menstruación había que llamarla con ese nombre masculino; a la vagina, entrepierna o «por allá»; a las toallas higiénicas, tutús o galletas… Ella lograba ocultar un hecho natural con una combinación inentendible: «De por allá llega pacho, hay que comprar tutús o galletas».

Parte de mi niñez y de la adolescencia temprana la viví en una de las ciudades más católicas de Colombia, de gente rezandera y solapada, que cambiaba el nombre de las cosas para no pecar de palabra. Se cubrían el cuerpo con gruesas ruanas, caminaban por las calles con gesto santurrón, y los sacerdotes condenaban a diestra y siniestra para crear, al final de cada misa, una atmósfera de arrepentimiento. 

En el colegio, las monjas se encargaban de instruirnos en educación sexual hablando de la virginidad perpetua de la madre de Dios; de la fe de San José ante el embarazo de su esposa y del sexo después del matrimonio y sólo con fines reproductivos. También aseguraban que los besos de las telenovelas eran falsos porque los actores, desde distintos lugares, fingían besar al otro y luego los editores unían las imágenes para crear la ilusión en los espectadores.

***

Mi entrepierna, mi tesoro, ese que sería entregado con la tela intacta de la virginidad a mi primer y único marido, lo cuidaba hasta de mi propia curiosidad. En la época escolar practicaba gimnasia olímpica, hacía volteretas sobre colchonetas y trampolines con el orgullo de ser la mejor del colegio, pero no me atrevía hacer algún spagat o split —en términos castizos, abrir las piernas hasta estirarlas por completo en direcciones opuestas—. Temía romper la tela que podía hacer la diferencia entre la futura vida de buena señora o el ultraje.

Aprendí de mi abuela a no forzarme «por allá» con ejercicios impropios de señoritas. Me lo enseñó a través de una historia real, sucedida cuando ella todavía era joven: una mujer decente, bien criada y amante de montar caballos se comprometió con un señor influyente. La boda, a la que acudieron mis bisabuelos, fue feliz. En la noche, el barrio despertó por los quejidos de la recién casada y los gritos del hombre, quien la llevaba a rastras mientras reclamaba que le habían prometido una niña y recibió una prostituta. La mujer fue devuelta al hogar paterno. Ella juraba no haber sido tocada por nadie y la familia, confiada en su buena crianza, manifestó que el himen se le había roto por tanto andar a caballo.

***

Con una camándula adherida en la conciencia, y consejos sexuales de religiosas, regresé a Bogotá. Luego de abstenerme alrededor de un año, me entregué al primer hombre que juró llevarme al altar, vestida de blanco, aunque perdiera mi pureza. Tras el placer de unos pocos minutos, imaginaba al Altísimo observándome desde el cielo, con el ceño fruncido y con ganas de enviarme a la morada de su peor enemigo. Le prometí que, a pesar de adelantar el acto, me casaría con ese hombre. El obstáculo para cumplir fue la falta de palabra de ese noviecillo.

Después de muchas exploraciones en camas, ascensores, terrazas y moteles de baja, mediana y bastante monta, se desvaneció la culpa. Dios dejó de ser un ente terrorífico para convertirse en mi método de planificación. Cada mes le pedía que volviera Pacho a mi vida, así fuera en la calle, en el salón de clases o en el lugar más vergonzoso que su creatividad divina escogiese. Era incapaz de comprar condones, y menos de pedirlos al amante, no fuera a pensar que yo era una desvergonzada.

Aunque experimentada en las mañas del sexo, aún era ignorante y no tenía consejeros a quienes acudir. Mi madre nos había abandonado, a mi padre ni loca le iba a contar mis aventuras, en el colegio tenía fama de mojigata y el internet, a principios de siglo, era precario. 

Dios, el gran planificador, cumplió por años. Atendió unos sesenta meses de ruegos hasta que se agotó de la pedidera y la menstruación se desvaneció. No recuerdo en qué circunstancias escuché que los lavados internos con vinagre, limón y sal podían deshacer lo hecho. Tenía todos los ingredientes en la despensa, pero me rehusé a tratar mi entrepierna como tazón de ensalada. 

Han pasado dos décadas desde que nació mi hija. No dice tutús, ni pacho, ni «por allá». Hoy se ríe de la ignorancia de su madre. 

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