A mis abuelos, Consuelo y Gabriel
«Contar historias para llenar el vacío que dejó una casa.
O llenarlo con árboles».
Los llanos, Federico Falco
1.
Quien muere en mi familia se convierte en árbol. Las lombrices, bacterias y hongos descomponen el cadáver y lo vuelven tierra. La semilla que cae se siembra en esa tierra y de ella se alimenta. Absorbe los restos. Se hace cadáver. Crece. Y así la muerte se descascara y se escurre por el subsuelo en forma de raíz. Renace en tronco, ramas, hojas y flores. Es nuestro ciclo natural como seres que reencarnan. Samsara.
Antes todo esto era un lote baldío, pero ahora se ha llenado de especies nativas y deviene en bosque: tantos son los muertos que acumulamos. En el centro, una casa de madera nos alberga a nosotros, los vivos. Quedamos cuatro: mi papá, mi mamá, mi hermana y yo. Ahí dormimos, cocinamos y comemos. Afuera ocurre todo lo demás: caminamos por los senderos que se forman entre un tronco y otro, nos revolcamos en la tierra, comemos los frutos que maduran y meditamos bajo la sombra de los árboles más altos.
Al morir, la abuela se hizo sietecueros y el abuelo sangregado. Los tomates de árbol, los alisos y los tibares son sus padres, hermanos y primos. Yo aún no sé en qué árbol reencarnaré. Lo decidirán los vientos que arrastran semillas, los pájaros y murciélagos que las defecan, las hormigas que las cargan y desechan. A ellos les rezo y les pido: háganme ceiba, o encenillo, o arrayán.
2.
La conversión de la abuela en sietecueros comenzó en su vida humana, con la enfermedad. Sus músculos se paralizaron endureciéndose en tejido leñoso y los glóbulos de su sangre quisieron ser blancos como la savia. Muchos años se postró en la cama, preparándose para lo estático. Cada vez que luchaba contra la muerte, que era en realidad una lucha contra el dolor, su cuerpo volvía a ser un poco más humano. Pero la enfermedad ya había echado raíz y siempre resurgió.
Ella supo ser árbol antes de la muerte y renacer fue recordar.
El abuelo se hizo sangregado de repente. Se tropezó con la raíz de un samán y el golpe lo sembró en el suelo. Tuvo que aprender a ser árbol en el camino hacia la ramificación.
La perrita se hizo árbol lejos de la tierra. Murió lejos del lote, en la ciudad, en una escapada urbana con mi papá. Entre tanto revuelo, mi papá hizo lo que pudo: la sembró en una matera. Volvió con ella en brazos y la pusimos sobre la mesa de la sala. Es una reencarnación contenida, crece lento, sus raíces se hacen finas para buscar el espacio, poco, que aún queda entre el enredo. Hacia arriba, se ramifica en miniatura.
Es una muerta bonsái.
Yo a veces cargo con ella, la pongo al sol, le riego agua, le hablo. La llevo a visitar a los abuelos y juntas nos sentamos bajo el sietecueros o trepamos las ramas del sangregado. Mientras ella hace su fotosíntesis, yo medito.
3.
El samsara, decían los abuelos, es el ciclo continuo de reencarnaciones. Es también el ciclo continuo de sufrimiento y de apego al mundo material con sus placeres. Quien se libera de él no vuelve a nacer y, entonces, no vuelve a sufrir. Es eso el nirvana: el cuerpo que se descompone por última vez y el alma que se libera. La iluminación.
El Buda se iluminó meditando bajo una higuera pipal. Murió años después, acostado entre dos árboles de sal. Su cuerpo se descompuso allí, por última vez, y entre los dos árboles no hubo nunca un árbol nuevo.
Decían los abuelos también que después de la muerte y antes de la reencarnación —o de la iluminación— el alma deambula en el bardo como deambulamos mi muerta bonsái y yo entre los árboles. Allí, es tentada por la visión de una pareja en pleno coito y, si se deja llevar por el ardor que esta le causa, una semilla la atrapa. Renace.
El deseo de vida es un deseo erótico. El alma que quiere iluminarse debe ignorar a esa pareja y sus gemidos: oídos sordos, ojos ciegos, mente en blanco y la lengua pronunciando el mantra la la la la la la. Eso es meditar: ignorar, con cada uno de los sentidos, la tentación de un orgasmo. Como una niña que no quiere oír el regaño de sus padres, se cubre los oídos y grita la la la la la la.
Algo así, más o menos, si mal no recuerdo, me dijeron los abuelos.
Yo le temo a la iluminación porque aún no he sido árbol, porque quiero descomponerme y echar raíz. Porque me quiero acercar, así sea una vez más, a mis muertos.
A veces medito bajo la sombra del sangregado. Me concentro, mis sentidos se apagan, y siento cesar el sufrimiento. Me pregunto si es la iluminación acercándose, amenazante. Por si acaso, abro los ojos y busco lo terrenal. El olor de las flores del sietecueros; el placer de mis pies desnudos aferrándose al pasto; el ardor de una mirada; la humedad de un beso; la humedad, la humedad, la humedad. Y luego lloro y sufro, porque recuerdo que nada de eso es permanente.
En la noche, sueño con una pareja que copula y con una semilla que me atrapa.
Así aseguro mi reencarnación.
4.
Si el viento sopla del norte las hojas de los abuelos se arriman, pero no se tocan nunca: sus flores no se encuentran ni sus ramas se entrelazan. Así eran en su vida humana también. Dormían distanciados, habitaban espacios distintos de la casa, se cruzaban solo a veces. En algún corredor sus pieles se rozaban, se sonreían, y cada uno seguía su rumbo. Encontraban placer y sufrimiento en fuentes ajenas al otro. Al menos eso era lo que dejaban ver.
Lo que hacen como árboles bajo tierra es cosa de ellos. Quizás allí sí se enreden y se amarren. O quizás no les haga falta y hundirse raíz abajo sea placer suficiente.
Así los abuelos-árboles también se aferran a este plano. La iluminación no apura; aún queda disfrute.
Me hacen pensar que reencarnar una y otra vez es copular con la tierra en un mete y saca milenario. Se la adentra con cada muerte y se la evade con cada renacer. Se la atraviesa hacia adentro y hacia afuera, árbol tras árbol. El nirvana es la unión última y definitiva. La penetración eterna. El orgasmo final.
5.
Los árboles más viejos del lote mueren de a poco. Son mis bisabuelos, mis tatarabuelos, mis tataratatara… Primero mueren las hojas. Luego las ramas. Luego la corteza externa. Luego los anillos del tronco, uno a uno, hasta el centro. Luego las raíces. No se trata de una enfermedad progresiva. No tienen un corazón animal que se detenga de golpe; su cuerpo se apaga en capas.
Mi abuela sietecueros morirá así, cuero
tras cuero
tras cuero
tras cuero
tras cuero
tras cuero
tras cuero.
El alma de los árboles reencarna de a pocos también. Una parte renace en hongo, otra en musgos, líquenes y helechos, y otra parte renace en árbol.
Es el alma reproduciéndose y propagándose, aferrada al ciclo de reencarnación.
Es el alma alejándose del nirvana.
El mundo vivo es quizás una sola alma que se dividió y propagó, muerte tras muerte. Se dejó tentar por la pareja que copula, se humedeció ante sus gemidos, de tan húmeda se volvió fértil y así se aferró a este plano haciéndolo más: más árbol, más hongo, más animal, más vida, más muerte, más renacer, más, más, más.
A los abuelos árboles ya no los veré morir y renacer de nuevo. Sus vidas serán largas, mucho más que mi vida humana. Me han dicho que un sietecueros vive cien años; un sangregado, doscientos.
Quizás los sienta luego, en su segunda muerte, cuando yo sea ceiba, encenillo o arrayán y sus raíces les pidan a las mías los nutrientes que les falten. Me lo comunicarán por medio del micelio que en el subsuelo conecta los bosques. Es esa, quizás, la lengua de los muertos, pues es también la de los árboles.
Y cuando mis abuelos árboles mueran y se descompongan una vez más, para luego renacer múltiples, el árbol que seré yo hará el duelo que ya sabrá hacer, por haber adolecido tanto ahora. Por adolecer como adolezco.
6.
Dicen mis papás que después de mucho meditar han resuelto vender la casa. Es cuestión de desapego.
Hay que mudarse pronto, dejar el lote. Los árboles se quedan, no es posible llevárselos: se han vendido junto a todo lo demás. Cada quien empacará sus cosas, se irá por un sendero y no volverá nunca. Encontraremos nuevas casas, nuevos suelos donde caer muertos, nuevas tierras en las que volvernos árboles; cada uno por su lado, la familia separada. Es cuestión de desapego, repiten.
Yo lloro lágrimas de apego. Los abuelos árboles no me verán morir y renacer. No me sentirán devenir árbol en su mismo suelo. Y yo, lejana, no los sentiré morir su segunda muerte y no sabré, lejana, cuándo adolecer.
Si he de morir lejos y descomponerme en otro suelo quizás ya no quiera renacer.
Lo empaco todo y agarro camino. En mis brazos cargo la matera de la perrita, mi muerta bonsái. La trasplantaré por ahí, donde vea un suelo fértil y una buena vista.Mientras ando, hago oídos sordos, ojos ciegos, mente en blanco y me alejo cantando el mantra: la la la la la la.