Miguel Abraham Polo Polo suele ir maquillado. Cejas, labios, cabello, uñas. Sus trajes de sastre son de diseñador, igual que sus zapatos y cinturones, que combina con lentes de sol y un reloj de correa dorada. Acaba de cumplir treinta años y es como si encarnara su propia definición del éxito, que en resumen consiste en no ser pobre. «Yo odio la pobreza, la detesto», ha dicho vehemente. Su pasado como vendedor ambulante de planes de internet y telefonía celular, bajo el sol abrasador de Cartagena de Indias, debe ser el recuerdo de un suplicio.
Sus fotos preferidas incluyen escenas de opulencia, en lugares que se suponen codiciados y que confirman su ascenso social, al lado de algunas de las vedettes de la política nacional o de hombres y mujeres reconocidos que él abraza y que lo abrazan. Uno de sus lemas es que si la gente quiere, puede. Él, por ejemplo, ha conseguido mucho porque lo ha querido mucho. No hay secretos en esa fórmula básica e irrefutable, según su experiencia. «Por eso amo el capitalismo, porque es el único sistema político y económico que le da la oportunidad a los seres humanos de poderse superar y salir adelante», ha dicho.
Hay quienes, oyéndolo, lo ven inspirador. Creen que su logro es replicable con suficiente intrepidez y entusiasmo personal. Pero es mentira, porque la verdad es que Miguel Abraham Polo Polo no es un creador de riqueza, como alardea. El dinero que recibe no es producto de una cualidad suya como innovador, descubridor o hacedor de alguna actividad intelectual o física que produzca los más de cincuenta millones de pesos mensuales que los contribuyentes le pagamos. Se lucra de ese dinero puntualmente, a pesar de ser uno de los parlamentarios más vagos, denunciado por sus reiteradas ausencias al trabajo.
El representante a la cámara por la circunscripción especial afro —curul que obtuvo tras largas controversias judiciales— es un consumidor pasivo del patrimonio público, un perezoso repetidor de proclamas sobre el liderazgo, la creatividad y la multiplicación del capital que él no encarna. En sus redes sociales se presenta como emprendedor, aunque no dice de qué. Antes de graduarse de político con sueldo de congresista, había aspirado sin éxito al concejo y a la alcaldía de Tolú. Nadie puede negar que, a falta de otras virtudes, Polo Polo sea voluntarioso.
Y así pretende mantenerse, como un político siempre en campaña, promulgando propaganda, es decir, pareceres sin sustento fáctico, exagerando, distrayendo, mintiendo. Su retórica, rebozada de demagogia, suele incluir agresiones, burlas y promesas inhacederas, como aquella de construir la prisión más grande del continente en mitad de la selva. Su estilo es el de un «influencer-político», una suerte de comediante cuyo repertorio se limita a despreciar a la izquierda y a ensalzar a la derecha, convencido de que ese antagonismo contiene la totalidad de las ideas sobre la sociedad y el mundo. Es un ignorante.
Polo Polo ya debería saber que millones de colombianos desprecian por igual la barbarie guerrillera de las FARC y los vínculos con el paramilitarismo y el narcotráfico de Álvaro Uribe Vélez, su tutor e inspirador ideológico. La crueldad de la extrema izquierda no justifica la crueldad de la extrema derecha. Pero él no lo cree. Piensa que los actos de corrupción del gobierno de Gustavo Petro son más detestables que los del gobierno de Iván Duque. Para él, admitir la matanza de los 6402 jóvenes asesinados a manos de las fuerzas militares es una derrota ideológica, no un acto de justicia. Debería prestar más atención.
En las fotografías en las que sus mentores millonarios lo abrazan y sonríen, algo se trasluce. No parecen escenas entre iguales sino entre dispares. Las personas a su lado se ven benevolentes. Son empresarios, hacendados, congresistas, expresidentes de la república. Dan la impresión de haberlo acogido, después de todo. ¿Él lo sabrá? Se asemejan a esas postales de propaganda electoral en las que los candidatos se sientan en el suelo a comer con los más pobres y cargan niños sin importar lo sucios. En su álbum de instantáneas, la sonrisa de Miguel Abraham Polo Polo no es solo de alegría. Además parece agradecido.
