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Opinión
Homo columbianus horribilis, o por qué amamos repetir nuestras violencias
Desde los chulavitas hasta los grupos armados actuales, las atrocidades se han transmitido en el país como una herencia moral y cultural. Este ensayo explora la memoria histórica e investigaciones neurocientíficas para intentar responder por qué seguimos reproduciendo formas de sevicia que aterran a todo el mundo, excepto a nosotros.
Por | Ilustración: Leo Parra

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A los campesinos, algunos aún agonizantes, les abrían un tajo en la garganta y les estrujaban la lengua hacia afuera, entre espumarajos de sangre y de resuellos. Lo llamaban corte de corbata, por el colgajo en que quedaba convertido el órgano, atado al cuerpo y exhibido así, de modo abominable. En los listados de la tortura universal —que indaga y reproduce el cine, la televisión, la literatura, la música, las expresiones del arte popular—, ese tipo de muerte tiene denominación de origen, igual que los licores o los alimentos más preciados. Se conoce como «corbata colombiana», una distinción ignominiosa.

«Oye pana, no me gusta nada la corbata colombiana […] Si querían darme un susto, si querían asustarme, con matarme o insultarme ya tenía yo bastante», cantan los integrantes de Siniestro Total, un grupo de música punk-rock de Vigo, España. El escritor británico John Le Carré la menciona en su novela El infiltrado: «¿Sabes qué es esto, Harry? […] La lengua del doctor Apóstol saliéndole de la garganta, a la colombiana». Hay quienes bromean: «Colombian necktie» también es un disfraz de Halloween en Estados Unidos, que simula un tajo a borbotones en el cuello.

Toda esa crueldad tenía fines políticos. Desde comienzos del siglo XX, en el país se había configurado una estrategia que se extiende hasta nuestros días y que explica la manipulación de los sectores más pobres y vulnerables en contra de sus propios intereses. La Revolución en Marcha de Alfonso López Pumarejo, presidente entre 1934 y 1938, había impulsado reformas constitucionales, agrarias y educativas. Consagró la función social de la propiedad, limitó el poder de los latifundios y fortaleció los sindicatos y la educación pública.

Sin embargo, la Iglesia católica tachó esas reformas de anticristianas y movilizó a los campesinos para que marcharan en su contra, en una crucifixión auto infligida en nombre del dios de los cielos y de sus hijos más ricos. Obispos y párrocos maldijeron la reforma agraria desde los púlpitos, la acusaron de «peligro socialista» y animaron a los campesinos a resistirse a las medidas, contribuyendo a frenar su aplicación. Esa alianza conservadora entre el clero y los terratenientes mantuvo intacto el orden rural que la Revolución en Marcha intentaba transformar.

La Iglesia católica tachó esas reformas de anticristianas y movilizó a los campesinos para que marcharan en su contra, en una crucifixión auto infligida en nombre del dios de los cielos y de sus hijos más ricos.

Los primeros verdugos en afinar la crueldad como método de escarnio público fueron los chulavitas, ejércitos paramilitares auspiciados por los gobiernos que siguieron al liberal de Alfonso López Pumarejo, el de los conservadores de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez, glorificados con bustos que les rinden tributo. Con la bendición de obispos y curas desataron una persecución de sus contradictores liberales, conocidos como cachiporros o chusmeros. La bipartición es parte de nuestra neurosis y los defensores de la del catolicismo y la raigambre social más rancia y clasista, se autoproclamaron personas buenas, incluso santas, en contra de personas malas, incluso demoníacas.

Pero el estrujamiento de la lengua por la garganta fue apenas una de otras barbaridades. Los patibularios chulavitas reventaban ojos, cortaban orejas, amputaban senos, tronchaban dedos, empalaban anos y vaginas… Son célebres los nombres de sus peores torturas: el corte de franela consistía en cercenar penes y testículos y ponerlos en la boca; bocachiquiar era machetear por la espalda; cortar a lo florero, en meter brazos y piernas dentro de los troncos; tamalear —que también se conocía como picar para llevar—, en machacar.

Reducir los cuerpos a girones, incluso los de niños o los de ancianos, ha sido una práctica recurrente de los actores armados en Colombia, una infamia de los unos en contra de los otros. No hay uno solo, incluidas las fuerzas militares y policiales, que no se haya salpicado con la sangre de gente martirizada. Los números son aproximaciones que permiten imaginar el tamaño de las heridas, el raudal de sangre. Según las cifras de la Comisión de la Verdad, 450.664 personas fueron asesinadas en medio de la barahúnda del conflicto armado colombiano entre 1985 y 2018, un periodo que deja por fuera las cerca de 400.000 víctimas que fueron asesinadas durante La Violencia entre conservadores y liberales. 

No hay uno solo actor del conflicto, incluidas las fuerzas militares y policiales, que no se haya salpicado con la sangre de gente martirizada.

Pero el subregistro es un abismo y puede sumar 800.000 víctimas, dos veces la población de Manizales. Se trata de la mayor catástrofe humanitaria del continente en el pasado medio siglo. En total, según la Comisión de la Verdad, 121.768 personas fueron desaparecidas, decenas de miles de ellas enterradas en fosas comunes o lanzadas al caudal de los ríos; 80.514 fueron secuestradas y 24.600 asesinadas en masacres, uno de los modos más eficientes de instrumentalizar el horror y propagar el miedo. ¿Qué hace a los colombianos tan proclives al ludibrio, la vileza, la crueldad, la violencia extrema?

Numerosos investigadores se han planteado la cuestión sobre las dinámicas particulares y colectivas que, en Colombia, favorecen la participación de ciertos individuos en grupos armados ilegales y su degradación posterior en actos de suma crueldad: violaciones, torturas, martirios prolongados, masacres, desmembramiento de cadáveres. Una de esas investigaciones es la de los neurólogos Hernando Santamaría, investigador del Centro de Memoria y Cognición Intellectus, del Hospital Universitario San Ignacio, de Bogotá; y Agustín Ibáñez, director del Centro de Neurociencias Cognitivas, de la Universidad de San Andrés, en Argentina.

Su investigación incluye los testimonios de 26.000 excombatientes guerrilleros y paramilitares que, para acogerse a los beneficios del programa de desmovilización, debieron confesar los crímenes que cometieron y precisar los detalles de su participación en ellos. Esta es la muestra más grande que se haya analizado en un estudio empírico sobre la violencia en Colombia, algo así como el archivo de las atrocidades de nuestra violencia en la segunda mitad del último siglo, contadas esta vez por los victimarios, no por las víctimas.

Para poder analizar esa enorme cantidad de testimonios, los investigadores recurrieron a procedimientos de la inteligencia artificial conocidos como deep learning, algoritmos matemáticos inspirados en el funcionamiento del cerebro humano que permiten un aprendizaje progresivo y de comprensión de enormes cantidades de información. En resumen, Santamaría e Ibáñez hallaron algo que ya se sabía, pero que hacía falta probar: que la violencia de los grupos armados es el resultado de un conjunto de factores sociales interrelacionados, cosidos como los hilos de una misma madeja.

¿Se puede elegir un dominio cognitivo que prediga la violencia? No. Quienes insisten en que los colombianos son violentos por naturaleza no saben de qué hablan. Lo mismo quienes creen que categorías morales como el resentimiento social, la maldad, o la codicia sirven para explicar por completo la causa del derramamiento de tanta sangre. Los científicos encontraron que cada factor incidente en las prácticas de la violencia solo tiene un valor ínfimo de predicción.

Qué provoca más reclutamiento de jóvenes en los grupos armados, ¿la pobreza, el desempleo, la deserción escolar, la violencia intrafamiliar, los abusos sexuales, la orfandad, el hambre? La respuesta es: ninguno más que todos a la vez. O sea: corregir una sola de esas realidades —lo que por supuesto es urgente— resulta insuficiente. Incluso factores individuales como el trastorno antisocial de la personalidad, la impulsividad o la desinhibición, todos asociados con comportamientos violentos, tienen una incidencia menor a la que, en cambio, sí tienen los contextos sociales.

¿Se puede elegir un dominio cognitivo que prediga la violencia? No. Quienes insisten en que los colombianos son violentos por naturaleza no saben de qué hablan.

Una persona diagnosticada sociópata, es decir con tendencia a hostigar a los demás, manipularlos, tratarlos con crueldad sin sentimientos de culpa o remordimiento, tiene menos posibilidades de integrarse a un grupo armado si cuenta con un entorno de respeto, solidaridad y seguridad emocional. Una persona empática, incluso bondadosa, puede terminar cometiendo actos de suma crueldad, si su contexto es de pobreza extrema y violencia. La posibilidad de que un individuo ejerza la violencia depende, en gran medida, de su contexto social, de que sus padres, hermanos o hijos, hayan sido sometidos a vejámenes o de que él mismo haya sido víctima o haya atestiguado crímenes.

Las variables modeladas por Santamaría e Ibáñez concluyeron que las adversidades sociales tienen mayor incidencia que las patologías individuales. Un testimonio, de entre miles, lo ilustra.

R., un campesino del sur del país, admitió haber participado en la retención de cinco hombres, a quienes él y sus compañeros fusilaron y luego machetearon y enterraron. Antes de hacerse guerrillero, R. se reconocía como una persona tranquila, paciente, buen vecino y compañero honrado, enemigo de las peleas y de los malos tratos. «Nunca me gustaron las injusticias», dice. Él nunca fue capaz de torcerle el cuello a una gallina o de machetear una culebra. De niño, a R. le daban miedo los truenos y los relámpagos, y no se subía a los árboles por temor a caerse. ¿Qué hizo que su carácter cambiara de un modo tan severo?

Él tiene claro el día y las circunstancias de esa muda. Fue un domingo en El pantano, en Garzón, Huila. Seis hombres arrastraron a su hermano mayor y luego lo mataron de dos tiros de fusil en la cabeza. Lo vio todo por el orificio de una pared, en el segundo piso de una casa vecina en donde se escondió. Tenía quince años y después de eso ya no fue el mismo. A los que veía cuando disparaba, cuando descargaba el machete, era a los asesinos de su hermano, fueran jóvenes o viejos. Y no sentía remordimiento, sino más rabia. La suya era una sed que no saciaba.

Las masacres son un festejo para quienes las cometen, tienen que serlo. Sus causantes no se enfrentan a enemigos que puedan matarlos, de manera que los homicidios simultáneos de personas indefensas no se cometen para huir o sobrevivir. Tampoco son el resultado de la casualidad, una reacción instintiva, momentánea, súbita. Son más bien lo contrario: actos discurridos, a veces de modo milimétrico, con premeditación. Y su finalidad, el interés que las impulsa, suele estar más allá de la muerte misma. Las masacres suponen un exceso previsto, voluntarioso. Por eso sus víctimas se dejan apiladas a la vista, para que sean pormenorizadas y memorizadas.

Las masacres suponen un exceso previsto, voluntarioso. Por eso sus víctimas se dejan apiladas a la vista, para que sean pormenorizadas y memorizadas.

Según Indepaz, todo homicidio intencional y simultáneo de tres o más personas en estado de indefensión tipifica una masacre. De acuerdo con esa definición, en la última década, entre 2015 y 2025, se han registrado 580, lo que demuestra que los gobiernos, ni estos ni aquellos, han logrado evitar el derrame de sangre. ¿Qué tienen en común los perpetradores de masacres? Uno de los rasgos más comunes que se leen en los testimonios de quienes las han cometido es la pulsión de odios y rencores heredados, de deseos de venganza.

En algunas de las fotografías de los sucesos del Bogotazo, posteriores al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, se ven hombres entre la turba blandiendo sables de la Guerra de los Mil Días, ocurrida casi cincuenta años antes, entre el 17 de octubre de 1899 y el 21 de noviembre de 1902. Pocas escenas a blanco y negro son más elocuentes. Esos sables antiguos, que uno puede imaginar guardados en zarzos, en baúles, debajo de los colchones, nunca fueron olvidados. Urgidos por el vértigo de un odio de pronto renacido, fueron empuñados otra vez, enarbolados y eventualmente asestados contra otros con total impunidad. Se usaron para matar en el pasado y se usaron para matar en el presente.

La herencia, pues, no es solo el arma. También es, sobre todo, la certeza de su utilidad y el convencimiento de que es lícito usarla en las circunstancias en que el heredero considere válidas. La repetición es un rasgo neurótico de nuestra realidad violenta. Se trata de una dolencia psicógena cuyos síntomas, según la teoría psicoanalítica, cumplen una función simbólica que pretende poner en escena un viejo conflicto infantil. El síntoma neurótico es un retorno del olvido recordado. En los relatos de nuestra neurosis común, ese influjo tiene forma de reincidencia, de redundancia.

Hay casos documentados de desmovilizados que dejaron las armas, primero con grupos guerrilleros y años después con grupos paramilitares, como si fueran otras personas, aunque siguieron siendo, justamente, las mismas. Tienen razón los que dicen —y la ciencia sustenta su argumento sin ninguna duda— que la violencia armada en Colombia guarda una relación de causalidad con las circunstancias de injusticia social que lastra a veintidós millones de personas por debajo de la línea de pobreza. Ahí, más que en los rasgos individuales, yace dormida, en plena gestación, la siguiente descendencia de combatientes armados, fratricidas. Hay señales por todos lados. 

El neurólogo Agustín Ibáñez recuerda que buena parte de los perpetradores de masacres proviene de sectores vulnerables de la sociedad, personas que tienen en común realidades de extrema pobreza, bajos niveles de educación y antecedentes de abuso infantil y violación sexual. Las cifras lo descifran: muchos de ellos han sido víctimas del conflicto armado y su participación en los grupos guerrilleros y paramilitares —que puede ser forzada— a veces es voluntaria. Cuesta creerlo, pero es verdad y está documentado: hay hombres y mujeres en Colombia con vidas tan azarosas y crueles, que la guerra les resulta una tregua, casi un remanso de paz.

Lo siguiente se lee como colofón, pero puede ser apenas el comienzo: en lo alto del escudo nacional, sobre los demás estandartes patrios, despliega las alas un cóndor. En el país con la mayor diversidad de aves del mundo, la escogida como emblema es un buitre majestuoso.

Nota editorial: Una primera versión de este ensayo salió publicada en el medio Vorágine, en abril de 2023.

Foto de José Alejandro Castaño

José Alejandro Castaño

Escritor, periodista y editor. Ha sido finalista del Premio Kurt Schork, de Columbia University, y ganador del Casa de las Américas de Literatura, del Premio de Periodismo Rey de España y tres veces del Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar. Es autor de los libros: La isla de Morgan (U. de Antioquia, 2002), ¿Cuánto cuesta matar a un hombre? (Norma, 2006), Zoológico Colombia: crónicas sorprendentes de nuestro país (Norma, 2008), Cierra los ojos, princesa (Ícono, 2012), Perú, reino de los bosques (Etiqueta Negra, 2012). Es coautor del libro Relato de un milagro. Los cuatro niños que volvieron del Amazonas (El Peregrino Ediciones, 2023). Algunas de sus crónicas están incluidas en antologías y han sido traducidas al inglés, francés, alemán y japonés. Cofundador de CasaMacondo.
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