A Lee Gardner le encontraron un tenedor en el estómago. Fue en agosto de 2012, en Sheffield, un famoso distrito siderúrgico de Londres donde, justo un siglo antes, en una de sus fábricas de hierro, descubrieron la fórmula para producir acero inoxidable. Pero el cubierto que Gardner tuvo incrustado durante unos diez años era de plástico. Él mismo lo sostuvo para una foto que salió en periódicos de todo el mundo. Se ve al hombre demacrado tras la operación en la que le abrieron el vientre y que tardó lo mismo que una extracción de muela. Tuvo suerte. Que sobreviviera a un tenedor de once centímetros alojado en su estómago por tanto tiempo marcó un nuevo récord en las urgencias médicas insólitas. En esa fotografía de Gardner en el hospital el utensilio tiene la apariencia de una baratija de naufragio, carcomido por los ácidos gástricos y las sales biliares.
De entre todos, el tenedor fue el último cubierto sobre la mesa, siglos después del cuchillo y la cuchara, incluso de la servilleta que ya usaban los comensales en la Edad Media, esa época majestuosa, pero tan desprovista de modales y de higienes. Aunque se desconoce su origen exacto, parece cierto que fue la princesa de Constantinopla, Teodora Anna Doukaina, quien llevó los primeros tenedores a Europa cuando se casó con el duque de Venecia, hace mil doscientos años. Habrá sido una sutil imposición femenina. No solo te casas con una mujer, también lo haces con sus costumbres. Y las costumbres de la princesa, al menos sus maneras en la mesa, fueron entendidas como herejía. Si Dios Todopoderoso moldeó los dedos en la mano del hombre, ¿por qué pinchar con un instrumento lo que podía agarrarse con ellos? La princesa Doukaina murió dos años después por una enfermedad que consideraron un castigo del cielo por exaltar el uso del tenedor. Si el filo del cuchillo simboliza la muerte y el vientre de la cuchara la vida, ¿qué suponen los dientes de ese utensilio?
Pedro Damián, un cardenal benedictino del siglo XI elevado a la ambigua categoría de santo, veía en ellos la sonrisa del mal. Él fue el primero en proscribir su uso porque permitía escoger la comida del plato sin ensuciarse, como haría el mismísimo diablo, sofisticado y vanidoso. «Dios partió el pan con las manos», recordaba Damián en la Europa más cristiana, y al Lucifer con cuernos y cola le dieron lo único que quizás le faltaba: el tridente, un tenedor de su tamaño. Seis siglos más tarde, en la Francia del siglo XVI, Michel de Montaigne, inventor del ensayo como género literario, reconoció que no comía con tenedor porque era maléfico, un instrumento execrable. Pero ni siquiera el artefacto con el que el diablo terminó arreando sus almas al infierno se libró de los prejuicios más frívolos. Fue el rey francés Carlos V (1338-1380) el primero en ordenarlo sobre la mesa de su corte, luego de descubrirlo en un viaje a Venecia, donde usaban el tenedor para comer los espaguetis y coger los trozos de carne sin ensuciarse los dedos. Sin embargo, como a Carlos V lo acusaban de afeminado, a sus súbditos les pareció que ese cubierto lo ponía al descubierto, y se negaron a meterlo en sus bocas.
Varios siglos después, Antanas Mockus, matemático y filósofo, intentó tomar la maldad del diablo por los cuernos. Cuando fue alcalde de Bogotá propuso fundir cientos de pistolas, revólveres y ametralladoras entregadas por las bandas criminales de forma voluntaria y fabricar cucharas con todo ese metal inútil. Después las repartió en los comedores de las guarderías y escuelas públicas de la ciudad. «Es la única forma en que las armas alimentarán a los niños», sentenció bajo la mirada incrédula de militares y policías. Y no se hicieron más que cucharas. Solo cucharas, como si en efecto la bondad fuera una sopa imposible de tomar con tenedor.
Un comercial de la famosa fábrica de muebles Ikea presenta a una rubia apuñalada accidentalmente por su novio, un hombre desordenado y sin el mobiliario correcto en su casa. Ella muere después de que él la recuesta sobre un tenedor oculto en el sillón de otra marca. Pero el recurso publicitario más original de Ikea es una receta de cocina que no se come con cuchara. Se llama köttbullar y son albóndigas de carne acompañadas con papas hervidas y salsa dulce de arándanos rojos. El plato se ofrece en las tiendas Ikea alrededor del mundo como premio adicional por preferir los muebles de su fábrica. De manera que un lema publicitario podría ser este: si vas a convencer a un cliente, no uses una cuchara.
Eso mismo parecen predicar los directores de la agencia creativa Noble & Associates, de Springfield, Estados Unidos, que compraron un tenedor de once metros en las sobras de un restaurante italiano en bancarrota y luego lo clavaron en la acera de su sede, un edificio de tres pisos afuera del cual la gente posa mientras se toma fotos, como si lo hiciera delante de un personaje de fábula. Según la numerología, el número tres representa la ambición, el poder y la superficialidad, un uno que se repite dos veces sin ser otro que él mismo, como una paradoja diabólica. Una escena hilarante ocurre en el cine, en la película Piratas del Caribe: a falta de otro pertrecho, los piratas rellenan un cañón con los cubiertos del barco, entonces se ven volar los tenedores como salivazos del diablo. Pero el tenedor también puede ser símbolo de lo más amado, no solo una metáfora del linchamiento.
María José Tenedor es una nutricionista de Lanzarote, una de las islas del archipiélago de Las Canarias, a tres horas en avión desde Madrid. «Me vine tan lejos para encontrarme a mí misma», escribía ella, y a continuación relata el destino que su nombre terminó por señalarle. «En el colegio cruzaba los dedos mientras pasaban lista para que no me nombraran, me sentía avergonzada». Tenedor era su segundo apellido y ella lo convirtió en el primero cuando se matriculó en la escuela de nutrición. «Lo que te hace sufrir también puede ser una oportunidad», dice la fundadora del método de vida FASS, así en mayúsculas según los ingredientes de su receta: Fácil, Alegre, Sabroso y Saludable. «Cada quien escoge qué se come de la vida». Con tenedor, en efecto, se puede ser más escrupuloso que con cuchara.
Mi abuela, que cocía sus frases sin aderezo, decía que en la casa del rico se come tan rico que faltan cubiertos, y en la del pobre tan pobre que sobran. Vivíamos en uno de los barrios más violentos de Medellín, en 1991, la ciudad más violenta del mundo, con diecinueve asesinatos en promedio cada día. A veces, terminábamos debajo de la mesa esperando a que se silenciara alguna balacera. Un refrán de cocineros dice que cada quien pone los cubiertos sobre el plato según cómo le pareció la comida. Yo, que intento no olvidar las lecciones de mi niñez, uso un tenedor de madera para rascarme la espalda. Lo llevo a donde voy y es el mismo desde hace años. Lo fabricaron en su tiempo libre los presos de una cárcel colombiana de máxima seguridad. Tiempo libre. Así llaman ellos a esas horas de trabajo con las que pueden reducir sus condenas. ¿Que alivie mi picazón con el artefacto que cortó y barnizó un asesino supone algo?
Lee Gardner nunca supo explicar cómo se tragó el tenedor de plástico. Dijo que había sido un accidente del que terminó por olvidarse y que solo fue al hospital de urgencia diez años después, cuando comenzó a sangrar sin ninguna explicación. La rareza de su caso permite cualquier conjetura. Yo imagino esta, una feliz: que aquello ocurrió en una cita amorosa, al final de un truco de magia cuya gratificación compensó hasta tal punto la temeridad del gesto, que el ilusionista, ilusionado, terminó por creer que los dolores en el estómago eran mariposas.
Nota: Una primera versión de este texto fue publicada en la edición impresa de la revista Etiqueta Negra, en septiembre de 2015.
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