1. El bombo
El 6 de marzo, las librerías del país se empapelaron de verde. A sus vitrinas llegaron las miles de ceibas que salen en la portada de En agosto nos vemos, la novela póstuma de Gabriel García Márquez, y en pocas horas, según notas de prensa, se desató una especie de modesto frenesí: cientos de personas acudieron a las cajas registradoras para hacerse con un ejemplar. Algunos lectores ya lo habían comprado en preventa, y solo pasaron a recogerlo; otros, y aquí me incluyo, fueron dispuestos a desembolsar los 65.000 pesos que decidió cobrar la editorial. En mi caso, las empleadas de la Librería Nacional del aeropuerto de Cali me entregaron el libro con una chocolatina y en una bolsa diseñada para la ocasión, donde leí con asombro la frase de promoción de la obra: «El acontecimiento literario de la década».
La máquina mediática de En agosto nos vemos empezó a carburar el año pasado, en la Feria del Libro de Frankfurt. Allí, Nuria Caubtí, la CEO de Penguin Random House, confirmó la novedad, reveló la portada, agradeció la labor de la agencia literaria Balcells, les hizo una venia a los hijos de García Márquez, brindó con los editores internacionales y fijó la fecha del lanzamiento para el día en que el premio Nobel hubiera cumplido noventa y siete años: el 6 de marzo de 2024. Desde entonces, la editorial ha ejecutado el plan del libro con precisión milimétrica: a lo largo y ancho del mundo hispanohablante desplegó la módica suma de doscientos cincuenta mil ejemplares y en Bogotá anunció su llegada alumbrando el gran estandarte publicitario de la ciudad, la Torre Colpatria. ¿Se había visto, en el país y en la región, una estrategia de difusión tan ambiciosa para una novela póstuma de un escritor latinoamericano?
En el mercado editorial colombiano, las obras de ficción no suelen trepar alto en las listas de los libros más vendidos del año. En líneas generales, una novela colombiana que vende mil ejemplares se considera exitosa, y una que llega a los cinco mil es un pequeño best seller. Pero la fuerza gravitatoria de un nombre como el de García Márquez dobla las reglas hasta romperlas. Salomé Cohen, editora del sello Random House, estima que solo en el país se podrían vender más de cien mil ejemplares de En agosto nos vemos, una cifra a la que pocas novelas han llegado, entre ellas, El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince. La noticia, entonces, no solo es buena para la editorial (y para los herederos), sino para las librerías, que se beneficiarán de la venta de la novela y de otros libros que, salpicados por el fenómeno, llegarán a las mesas de noche de los colombianos.
Entramos en la «Gabomanía», dicen algunos medios. Y no solo en la región. El 6 de marzo también se publicó el libro en Israel, Japón, Bulgaria y otros veintiún países por fuera de América Latina, mientras que a la India y Estados Unidos, entre otros, llegó seis días después. De esta forma, se ha aumentado la probabilidad de que en una misma hora, en Sofía, la isla de Hokkaido y Barrancabermeja, una mano presione el lomo abierto de la novela para que la otra, esfero en mano, subraye la misma frase.
2. El libro
La factura de la edición colombiana de En agosto nos vemos roza la perfección. Es de tapa dura y el papel se siente grueso. El tamaño de la caja tipográfica da aire a las páginas, el interlineado es generoso y el repujado del título y del nombre del autor le añaden una capa de textura inesperada a la portada. La ilustración del artista vasco David de las Heras se extiende con naturalidad hacia la contraportada y hasta se dobla para continuar en las solapas, donde el verde de la ceiba da paso a un rosado arrebolado, dejando el espacio justo para unos textos complementarios.
La elegancia del producto es elevada incluso más por la ausencia de frases promocionales alabando la escritura. Por el contrario, en aparente contravía con la campaña de publicidad, el libro se encarga de atenuar las expectativas del lector desde las primeras páginas. En el breve y templado prólogo, Rodrigo y Gonzalo García Barcha, los hijos del autor, hablan de los problemas de memoria que padeció su padre en sus últimos años y relatan que por eso no pudo terminar la novela. Reconocen que el texto tiene «algunos baches y pequeñas contradicciones» y asumen su publicación como «un acto de traición», pues el autor había sentenciado: «Este libro no sirve. Hay que destruirlo».
La historia de la literatura está llena de traiciones semejantes, y algunas han sido bienvenidas. Basta con citar el ejemplo de Kafka, que le pidió a su amigo Max Brod que quemara su obra tras su muerte; Brod, por fortuna, no le hizo caso. Otros ejemplos son menos claros, como el de El original de Laura, la novela inacabada de Vladimir Nabokov. A pesar de que el escritor dejó instrucciones a su familia de que la destruyeran, su hijo lo ignoró y la publicó en 2009. La crítica pronto se dividió en dos. Algunos celebraron la publicación y alabaron su «desorden». Otros no fueron tan generosos; un crítico alemán la describió como «un jardín laberíntico y descuidado, sin un pabellón en el medio».
En agosto nos vemos tiene más en común con El original de Laura que con los relatos de Kafka en el sentido de que su autor nunca la terminó. El proceso de gestación de la novela, de hecho, lo detalla Cristóbal Pera, su editor, en el epílogo. Allí revela que el texto final nació de amalgamar dos versiones: una de 2004, que García Márquez desempolvaba cada tanto para retocar y agregarle detalles, y una digital que compiló su secretaria, Mónica Alonso, donde se encontraban algunas alternativas que el escritor «había considerado anteriormente».
Así que, llegados a este punto, la novela parece encerrar una paradoja, una especie de gato de Schrödinger literario. Como en el experimento mental del famoso felino, que está vivo y muerto al mismo tiempo, según el mensaje de la editorial, En agosto nos vemos es un libro que vale la pena leer y que no vale la pena leer. Es el «acontecimiento literario de la década» y «un regalo inesperado» de García Márquez a sus lectores, como se lee en la contraportada; pero es, también, «una traición» con «contradicciones» que el autor nunca quiso publicar y que su editor armó recurriendo a dos versiones diferentes.
3. La historia
La protagonista de En agosto nos vemos se llama Ana Magdalena Bach y ronda los cincuenta años. Vive en una ciudad en la costa del mar Caribe con su esposo y dos hijos. Cada 16 de agosto, toma un transbordador hacia una isla donde reposan los huesos de su madre muerta. En el peregrinaje a la tumba, Ana Magdalena tiene una rutina: todos los años toma el mismo taxi, acude al mismo florista y compra las mismas flores, un ramo de gladiolos, para llevarlo al cementerio en lo alto de una colina. Cuando empieza la novela, ella suma una actividad adicional a su rito anual: la de pasar la noche con un amante desconocido.
Durante los seis capítulos de la corta novela, que a veces se siente más como un cuento largo, acompañamos a Ana Magdalena en sus incursiones isleñas. Conocemos a algunos de sus pretendientes y entrevemos las diferentes formas en que se expresa su deseo. La genialidad del título, que hermana a la muerte con lo erótico, pronto se hace evidente: en agosto no solo la espera la familiaridad de la tumba, sino el misterio del encuentro furtivo. Pero no solo pasamos tiempo con ella en la isla. También regresamos con Ana Magdalena a la ciudad, donde se desarrolla un drama familiar que nunca termina de cuajar y que tiene dos focos de tensión: la relación con el esposo y el temperamento fogoso de la hija, que a pesar de andar de parranda con su novio músico quiere volverse monja.
A medida que avanza la lectura de las ciento nueve páginas de la obra, cada vez se hacen más evidentes los «baches» que se mencionan en el prólogo. Por momentos, los amantes se confunden y las emociones desentonan. Las repeticiones se notan. «Se había dormido con las luces encendidas» y «Las luces estaban todavía encendidas» aparecen en un mismo párrafo, con apenas una oración de por medio. En otro, «una noche de lobos» es también «una noche de perros». Además, algunas imágenes —no muchas— se sienten poco trabajadas, como cuando dos personajes sucumben «en un abismo feliz».
La moneda, sin embargo, se puede voltear. Así como hay repeticiones, contradicciones y frases cojas, en la novela también hay ritmo, belleza y cierto letargo que es cálido y abrazador. Las playas son «de harina dorada» y el corazón de uno de los amantes es «bueno y cobarde». Las garzas azules planean «inmóviles en el sopor ardiente de la laguna» y, en un momento, Ana Magdalena comprende «la voluntad de su madre» cuando ve «el esplendor del mundo desde la cumbre del cementerio».
Pero lo mejor que tiene En agosto nos vemos, en mi opinión, no se encuentra en la musculatura de las frases o en la nervadura de la estructura o en las sentencias ingeniosas que sueltan sus personajes, sino en la idea misma del libro. Porque la isla de la novela no es solamente una isla: es un lugar donde se hace posible la invención. Es el espacio adonde Ana Magdalena va para escapar del tedio de su vida y para transformarse en otra persona por una noche. No por nada ella siempre visita la isla con una novela en la mano. No por nada en cada viaje cambia de hotel, de atuendo, de amante. En este sentido, autor y protagonista tienen un rasgo en común: los dos crean historias.
Podemos, incluso, ir un paso más allá y afirmar que el reino que ella visita en el transbordador, el reino de la ficción, solo es posible por la herida que esconde la tumba de la madre. La misma Ana Magdalena sospecha que existe un vínculo hacia el final: «Al menos cinco amigas suyas habían tenido amores furtivos […]. Sin embargo, no se imaginaba en la ciudad ninguna situación tan excitante y propicia como la de la isla, que solo podía entenderse como una argucia póstuma de la madre».
Así las cosas, al terminar En agosto nos vemos, sentí que la novela era un cierre apto para la trayectoria del genio mayor de la literatura colombiana: la de pasar sus últimos años enzarzado en el laberinto de un invento que trata, justamente, sobre la invención. Me acordé de su primera entrevista, que le dio a la HJCK en 1954. El entrevistador, el poeta Arturo Camacho Ramírez, le pregunta cuáles son sus hobbies, y el joven periodista de Aracataca responde que las pesadillas. Enseguida comenta que estuvo a punto «de realizar el más grande experimento que pueda lograr un practicante de la pesadilla como hobby». ¿Cuál?, le pregunta Camacho. García Márquez responde: «El juego consiste en perderse en una infinita galería de sueños iguales a la realidad, hasta que no se sepa cómo despertar de esa confusión de sueños iguales». Y remata: «Es un juego ideal que puede prolongarse hasta la muerte».
CasaMacondo es un medio de comunicación colombiano que narra la diversidad de territorios y personas que conforman este país. Tenemos una oferta de contenidos abierta y gratuita que incluye relatos sobre política, derechos humanos, arte, cultura y riqueza biológica. Para mantener nuestra independencia recurrimos a la generosidad de lectores como tú. Si te gusta el trabajo que hacemos y quieres apoyar un periodismo hecho con cuidado y sin afán, haz clic aquí. ¡Gracias!