Yo he llorado la muerte de muchos artistas, pero la que más me afectó y me sigue doliendo es la de Cheo Feliciano. Por eso, cada vez que escucho una de sus canciones, evoco aquella mañana de un día festivo, en la que iba conduciendo y me orillé a llorar su partida después de oír la noticia en medio de un montón de acontecimientos sin importancia que la emisora que tenía sintonizada disparaba frenéticamente.
El locutor, que improvisaba la noticia, hizo una pequeña reseña desde el afán. Se notaba que quería ir a cubrir la información de su agenda, que seguramente no tendría ninguna importancia ni trascendencia para mi vida. El hombre, incómodo, hablaba de Cheo como un muerto más, mientras trataba de mostrarse conmovido. Seguramente no sabía quién era. Por momentos su compañero le aclaraba que no era el cantante ciego que tocaba la guitarra y también se llamaba José Feliciano. Que no, que ese no, que este era un cantante de salsa conocido por una canción llamada El ratón y que, creía él, había sido miembro de la Fania.
Yo, por mi parte, no podía creer la noticia de su muerte. Días atrás lo había visto en un video de Facebook bailando en una presentación al lado de Oscar D’León y otros artistas. En ese momento me pareció que estaba ganando su lucha contra el cáncer: lo vi vital, enérgico y, sobre todo, lúcido.
Llorar a un artista puede sonar exagerado y, quizás para muchos, ridículo, pero con Cheo la ecuación era diferente. Aunque para 2014 yo ya estaba bastante grandecito y entendía que todos nos íbamos a morir algún día, y que, además, esto es lo único seguro que nos va a ocurrir, el peso de sus canciones me cayó encima esa mañana. Su partida me conmovió profundamente porque, mientras oía su música en otra emisora que busqué rápidamente para tener una mirada más amplia de la noticia, entendí que me estaba despidiendo de un pedazo de mi infancia.
Oírlo esa mañana fue regresar a mi casa, sentir el aroma del café mañanero y recordar a mi mamá dándole la vuelta a uno de sus vinilos, rutina musical de mi hogar y ritual para comenzar el día. De hecho, la duración de sus canciones eran una especie de cronómetro en mi cabeza. El cálculo era exacto con Cheo, el álbum de 1971: cuando sonaba la canción «Si por mí llueve», yo tenía que estar saliendo rumbo al colegio. Qué curioso. Esa mañana, como en su canción, llovió.
La trágica noticia hizo parte de la lista de pérdidas de ese fatídico 17 de abril de 2014, que atiborró a las salas de redacción con entrevistas, anécdotas y semblanzas. Porque ese día no solo partió Cheo, que, al mejor estilo del personaje de su canción Juan Albañil, madrugó, pero esta vez para irse a las 4:30 a. m. En horas de la tarde, sobre las 3:00 p. m., otro chubasco nos sacudió el alma: los medios confirmaron la pérdida de nuestro nobel, Gabriel García Márquez, genio indiscutible de la literatura universal y creador de un universo llamado Macondo, una aldea imaginaria construida a partir de las historias de sus abuelos y de la memoria de los juglares que escuchó en su infancia. Qué día triste para el Caribe, la literatura, la música y la vida. Dos de los pilares del amor, las letras y el arte se daban la mano en el cielo como última expresión de su paso por este mundo.
Esa noche, el mismo noticiero que escuchaba en la mañana homenajeaba al político y exministro de Transporte Andrés Uriel Gallego, recordado por el túnel de La Línea, una obra que atraviesa nuestra cordillera central y que entonces se mencionó por la noticia de su muerte, que tuvo lugar el mismo día. No sé si Gallego se haya estrechado la mano con la de Cheo y Gabo; eso, me temo, se los quedo debiendo.
El Jueves Santo es una fecha de peso simbólico para el catolicismo. Ese día se celebra la eucaristía a partir de la última cena, el lavado de los pies y la oración en el huerto de Getsemaní. Relata la Biblia que aquel ágape fue el momento elegido por Jesús para despedirse de sus apóstoles. Pero, para la cultura, ese 17 fue diferente. No solamente no nos permitió asistir a ninguna cena de despedida, sino que nos tomó por sorpresa con la muerte de un hombre que siempre le cantó abiertamente al hecho de morir y que, al menos a mí, nunca me lavó los pies. Por el contrario, me los dejó hinchados de tanto bailar su música.
A propósito de milagros y dones, Cheo tenía uno absoluto: el de ponernos a bailar con canciones como Anacaona o Naborí, y el de partirnos el corazón en dos con boleros como Amada mía o Mi triste problema. Esa capacidad de dominar con soltura dos universos diferentes requiere habilidades a veces opuestas. Por un lado, está lo bailable, en el que la cadencia desborda y la magia de la clave hace lo suyo. Por el otro, lo romántico, en el que lo sentimental está a flor de piel, susurra al oído y las canciones se recitan en clave de amor.
Como dato curioso, García Márquez no era ajeno a lo segundo. En repetidas ocasiones se declaró amante del género y una vez incluso describió El amor en los tiempos del cólera como un bolero. Gabo admiraba al bolerista cubano Bienvenido Granda, miembro estelar de la Sonora Matancera y conocido en el ámbito musical como «el bigote que canta»; por esta razón, algunos de sus amigos bromeaban diciendo que «Gabo era el bigote que escribía». En una oportunidad, cuando la cantante Tania Libertad anunció la grabación de un disco en homenaje a García Márquez, evocó dos de los boleros preferidos del escritor: Usted y Nube viajera.
Pero, para no perdernos en los boleros, y para volver a Cheo a los diez años de su partida, es justo y necesario echar mano de sus discos para analizar su obra. Un dato que llama la atención al detallar sus éxitos, en su mayoría compuestos por el también puertorriqueño Tite Curet Alonso, es que su apertura para referirse a la muerte llevó a que algunas de sus canciones, como Los entierros, Sobre una tumba humilde o Viaje final, se convirtieran en himnos de despedida en diferentes barriadas de Latinoamérica. Incluso Anacaona, una de sus piezas bailables, es el lamento de una indigena nativa que, como dice la canción, «muere llorando, muere pero no perdona…».
Reflexionando sobre Cheo y Gabo, es evidente que el hombre nace y muere, pero que el artista puede burlar la muerte con su obra. Me atrevería incluso a decir que un artista nace solo para vivir y vestirse de inmortalidad, como Cheo y sus canciones, que se resisten a irse después de tantas mañanas lluviosas que han caído en estos años. Como diría el mismo Feliciano: «¡Sentimiento, tú!».
Posdata: esta playlist que recorre la obra de Cheo Feliciano fue seleccionada canción a canción de manera meticulosa para no dejar nada por fuera. La lista se divide en boleros y piezas bailables grabadas en las diferentes épocas del artista con Joe Cuba, la Fania y su etapa posterior de manera independiente. Para recrear el texto, decidí, de manera intencional, ubicar la canción Viaje final en el cierre de la lista.
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