Le preguntaría al Cavernario si lo ve, si no soy el único que lo ve. Al tipo que va cojeando en el humo, ¿lo ves o es cosa mía, mi Cáver? Nos viene persiguiendo desde que te recogí en tu unidad. Se lo preguntaría, pero entonces tendría que aguantarme otro de sus sermones por no ir al Lugar de su Presencia. Andá a que te limpien, me insistiría. Pues cree en el más allá, en que el apóstol John Milton lo va a salvar de sus pecados. Por eso, si le pregunto si lo ve, lo más probable es que me repita: No te están dejando dormir, maní. Y trate de convencerme de que lo mío no es cualquier insomnio, de que el apóstol Jhon Milton también puede salvarme. ¿Salvarme de qué? De tus muertos, de tus muertos, me diría el cagón, que tiembla con las almas, pero que no arruga con los vivos. Y también sería una pérdida de tiempo preguntarle si le ha pasado que le tiemble la mano luego de un cobro. Es que a mí no ha dejado de temblarme la mano desde que hablé con mi hermano. Y empeoró después del incidente, le diría. La zurda, que es una mano bruta, que rara vez me ha servido para algo, y que ahora mismo trata de conducirnos en la humareda roja. Eso te pasa porque te tienen rezado, maní, me insistiría el Cavernario si le comentara de la tembladera. Estás nervioso porque no te han dejado dormir. Tus muertos, tus muertos. Pero yo no creo que el tembleque sea una consecuencia del insomnio, sino de la rabia. El Tigre se despide esta tarde de su gente y no me invitó a su partido de homenaje. Eso terminó de descomponerme. El Tigre podría haber dejado a cualquiera de sus excompañeros por fuera de la nómina e incluirme. Podría haberme hecho un espacio entre la farándula, entre los políticos o entre los suplentes. Me habría bastado con que me invitara al estadio. En cambio, me llamó anoche, horas antes del incidente, y me dijo: Le pusieron precio a tu cara, mi copia. Me dijo: Como están las cosas, mi copia, es mejor que cada quien ande con su cada cual. ¿Te parece justo dejarme por fuera de su partido a mí, que me debe todo?, le preguntaría al Cavernario si no supiera que va a estar de acuerdo con el Tigre. No me sorprendería. Además de ser aficionado a Dios, de llamarse soldado del apóstol Jhon Milton, es aficionado al Barón Rojo. Cada domingo va a la iglesia en la mañana y luego al fútbol en la tarde. En ambos lugares reza, pide milagros, llora, es invadido por la gloria divina y sale libre de pecado. O eso ha dicho: Lo de ser comerciante es un trabajo como cualquier otro, maní, que necesita de un poquito más de ayuda espiritual y de distracciones emocionales como el fútbol. Hoy, en lugar de una camiseta blanca estampada con la cara del apóstol Jhon Milton, tiene una roja estampada con el número del Tigre en su espalda de bestia. Y un gorro de arlequín blanco y rojo, y unas cadenas finas con imágenes de sus santos, que no se podían perder la festividad futbolísticorreligiosa. Con ese neologismo rimbombante ha calificado El Ayer la despedida del Tigre: «El evento más trascendental de los últimos años en Salsipuedes». Todos van para allá. Todos quieren despedir al Tigre y para homenajearlo no han dejado de estallar bombas de humo en las calles desde la madrugada. La ciudad inflamable ha amanecido en una nube roja que se pega en los cristales de la acorazada. Esos, que parecen manchas, van para el estadio. Y esos, y esos. Yo estaba determinado a no ir a la despedida del Tigre por el desplante que me hizo. Lo tenía decidido hasta que el Cavernario me convenció de no perdérmela. Es tu copia, me dijo anoche, justo antes del incidente. No podés faltarle, maní. Es tu copia, es tu copia, me insistió a tal punto que a mí se me ocurrió tener un detalle con mi hermano: llevarlo personalmente a su despedida. Y para no hacernos pasar penas, lo amarré y lo metí a la bodega de la acorazada. Vos no podés hacerle esto a un ídolo, me habría dicho el Cavernario si la indignación lo hubiera dejado. Su reacción al enterarse de que el Tigre estaba encerrado en la bodega fue darle puños a la guantera, a la ventana, desfogarse como el torrente incontenible de un ácido. Hace un rato se cansó del berrinche, pero aún no se cansa de rumiar la furia, de ignorarme mirando por la ventana blindada, oscura, empañada de rojo. Mejor no preguntarle si lo ve. Al tipo de la camiseta amarilla, al que se le asoman los clavos metálicos en la pierna. ¿Lo ves, mi Cáver?, se lo preguntaría, pero lo más probable es que no me responda. Está tan cabreado que ni siquiera puede disimular los pucheros. Ese gesto siempre me ha parecido incongruente en él, una bestia tierna, con cara de bebé Down y con cuerpo de jorobado fisiculturista. ¿Qué más querías que hiciera?, le preguntaría si me hablara. Decime, Cavernario. ¿Qué más querías que hiciera con el malagradecido del Tigre? Acordate de todo lo que yo he hecho por él y por nosotros. ¿Quién fue el que respondió por lo del accidente? Y eso que cuando pasó yo no era lo que soy. Nomás tenía unos patrones con los que tuve que endeudarme para ayudarnos. El Tigre iba completamente borracho manejando una acorazada. Volvía de una rumba con Nalleli, el culito de ese entonces. Se pasó un semáforo en rojo, y tené: no vio venir el taxi que embestiría a más de ciento sesenta y que mandaría al caño de la Cincuenta con Guadalupe. Acordate, le diría al Cavernario, que yo arranqué para el hospital apenas colgamos el teléfono, sin ponerme a pensar si me convenía que nos vieran. En veinte minutos me encontré en la sala de urgencias. Yo mismo me cercioré de que fuera ajena la sangre que tenía coagulada en el pelo, de que aún tuviera mi cara. Estaba sano, intacto. Si algo ha tenido mi hermano es suerte, suerte de tenerme. ¿Podés caminar, mi copia?, pregunté. Él se agarró las orejas como si se las fuera a arrancar y se puso a llorar como un culicagado por Nalleli. Se me fue Nalleli, se me fue Nalleli, dijo. Si yo no hubiera estado ahí, le diría al Cavernario, mi hermano se habría quedado llorando en el hospital y la policía habría aprovechado para hacernos la prueba de alcoholemia o quién sabe qué. Yo nos saqué de ese problema. Es una hembra, le dije al Tigre. Mañana te conseguís otra. No te vas a joder la carrera por una hembrita, que pavos es lo que sobra en Salsipuedes. Lo paré de la silla y me lo llevé ante el estupor de la gente, que miraba al talento del Barón Rojo ensangrentado de pies a cabeza. Escondí al Tigre en el apartamento de un conocido hasta que mis patrones lo pudieron mandar a un equipo del Norte. Lejos de la policía de este país, lejos de cualquier prueba de alcoholemia, lejos de El Ayer. Yo me encargué de que ni siquiera hubiera fotos de los cuerpos reventados del taxi en el periódico. En ese periódico, le diría al Cavernario, en el que más de un conocido ha salido desparramado de página entera. Pero el Cavernario no quiere escuchar razones. Y eso que me conoce desde hace años, que sabe que no soy un tipo injusto. Todo lo contrario. Yo solo cobro lo que me deben y nunca de más. Vos sabés que no soy un tipo injusto, le reclamaría al Cavernario, pero está tan encendido que ni siquiera me dejó prender la radio de la acorazada. Tengo mis razones para hacer lo que hice, le diría, y para hacer lo que voy a hacer en el estadio. Pero es terco el Cavernario. Terco como una bestia y supersticioso. Mejor no justificarse con la criatura. Mejor no preguntarle si lo ve. A ese tipo, se lo señalaría, al que tiene la camiseta del equipo juvenil en el que jugó mi hermano, ¿lo ves o es cosa mía? Nos viene persiguiendo desde que te recogí en tu unidad. Mejor no preguntarle porque de lo cagón seguramente me saldría con alguno de sus miedos. Esos temores son los que lo han convencido de que en Salsipuedes hay peores monstruos que él; monstruos que no pertenecen a este mundo. Hay que limpiarse de pecado en el mundo de los vivos para tener un lugar en el reino del Señor. Si no, corrés el riesgo de quedar en pena, me ha dicho. Todos somos hermanos, hijos del mismo Dios. Me ha dicho: Vos también podés salvarte, maní. Ya llevás mucho tiempo sin sueño. Te están llamando tus muertos, tus muertos. No jodás con tus pendejadas, le diría ahora al Cavernario. No me armés bochinche que si hoy Salsipuedes amaneció en una nube roja es gracias a mí. Que no se te olvide todo lo que yo he hecho por mi hermano, le diría al Cavernario. Yo fui el que nos mostró el camino, el que le dio confianza. Le dije: Nosotros nacimos aprendidos, mi copia. Le dije: Mirá, nos conviene por acá, mi copia. Yo fui el que nos dio un propósito en la vida. De no ser por mí, le diría al Cavernario, no tendría sentido la corriente de fanáticos que se condensa en el estadio. Son lluvia que va a caer cuando la cara del Tigre asome. Yo inventé el ídolo que los congrega como partículas escarlatas. Es que son tantos los hinchas del Tigre que ya no caben en el andén, le comentaría al Cavernario. Son toda la ciudad inflamable, una humareda enrojecida. Rodean al carro que va en frente y luego se juntan en el parabrisas de la acorazada. Muestran la cara del Tigre tatuada encima de sus caras. El Tigre celebra un gol o alza una copa en sus hombros. Se hicieron el escudo del Barón en la barriga. Los barras, manchas en la ceniza roja, piden limosnas, manotean las ventanas. Dicen: Tigre, Tigre, Tigre. O rojo, rojo. Los hinchas tratan de asomarse al interior. Quieren saber quién viene adentro de cada carro lujoso, de cada acorazada que asiste al partido de homenaje. Quieren encontrar al ídolo. Aquí estoy, gritaría él si no tuviera la boca amordazada. Aquí estoy, ayúdenme, les rogaría a sus seguidores. Pero no hay forma de que sus gritos salgan de la acorazada. Eso lo tengo probado. De esta camioneta nunca se me han salido los gritos de los que llevo a Ningunaparte. Si me tomé el tiempo de taparle la boca al Tigre, fue para no tener que escucharlo.
Hoy el que habla soy yo.
Hoy el que recibe los aplausos soy yo.
Le preguntaría al Cavernario si lo ve, si no soy el único que lo ve. Al tipo que camina en el humo, que lleva un balón. ¿Lo ves, mi Cáver, o es cosa mía? Se lo preguntaría, pero el azare no me lo permite. Y antes de que pueda decirle nada, la masa de hinchas cubre al tipo como hormigas excitadas por una melcocha. A pesar de los golpes que los barras les dan a los vidrios y del golpeteo de los tambores, alcanzo a oír el pito de otra acorazada. Alguien me reclama que me mueva y si las cosas no estuvieran como están, yo me bajaría de la acorazada para darle la cara. Porque a mí nadie me pita, porque yo soy el que soy. Pero así están las cosas. Me andan buscando; me esperan en el estadio. Hundo varias veces el embrague de la acorazada, giro la llave. Engrano la primera velocidad. Les tiro la camioneta a los barras para que se quiten, para que entiendan que aquí adentro viene alguien alguien. Atravieso el humo en el que se refleja el ardor de las bengalas. Toda esta gente ha venido por vos, mi copia, le diría a mi hermano si me hubiera compartido un poco de la gloria. Podríamos haber celebrado juntos, como antes, si el Tigre no nos hubiera separado. Eso habría sido lo más justo, le diría a mi hermano, aunque el Cavernario se mostraría en desacuerdo. Ya me ha dicho que no debo compararme con mi hermano y menos para hablar de justicia. Los que han compartido útero están unidos por un destino contrario. Aceptá el tuyo, maní, me ha dicho tirándoselas de iluminado. Aceptá tu camino y completalo antes de que se te acabe el tiempo y te quedés andando en pena con tus muertos, tus muertos. Eso hago, le respondería al Cavernario en este momento en el que cruzamos la oscuridad roja. Yo no discuto con el destino. Voy al estadio a recibir la ovación, mi Cáver. Porque yo he sido la suerte de mi hermano, le diría. A mí me debe todo lo que somos. Si no, decime, ¿quién fue el que escondió el hierro con el que se nos ocurrió ahuecar a un tipo en plena Feria de Salsipuedes? Decime, le diría al Cavernario, ¿quién era el que nos recogía a las peladitas de los barrios? Es que yo he sido, por años, el que nos ha levantado el ánimo del piso, el que nos ha limpiado la nariz y el vómito. Yo he sido el que nos ha llevado borracho a los entrenamientos del Barón. Yo he sido el que nos ha puesto los guayos. Es que si mi hermano hubiera querido, le diría al Cavernario, podría haberse convertido en el mejor del mundo. De no ser por mí se habría perdido lo poco que quedó de su talento, no habría hecho lo que hizo y que en esta ciudad de mediocres parece tan épico. Es que decime, le diría al Cavernario si no fuera tan necio, ¿quién le consiguió a mi hermano un puesto en el Mundial del 92? Ese Mundial lo convirtió en un símbolo de carne y hueso, en el héroe. Al técnico de la selección no le gustaba mi hermano y por eso me tocó sacarle cita. Le dije que el Mundial duraba un mes y que seguramente, si mucho, pasaríamos la fase de grupos. Mejor dicho, que no hiciera una apuesta tan grande, profe. Que en la ciudad inflamable le íbamos a celebrar cualquier triunfo. De hecho, que si se lo pensaba, ya con ir al Mundial se había asegurado los aplausos y el camión de bomberos por la quinta. Asegúrese la pensión, profe. Tampoco es que tenga que poner a jugar al Tigre. Llévelo de paseo, si quiere, y va viendo. Hágame ese favor y yo me encargo de que no solo reciba una medalla de plástico en el palacio presidencial. Luego de pensarlo un rato, el profe estiró la mano por debajo de la mesa. Va de paseo, dijo, y se paró con esa dignidad que adquieren los pobres después de encontrar riqueza. En eso nos parecemos a los futbolistas. Aunque en el caso de los comerciantes es distinto el orgullo. Parecido, pero distinto, le diría al Cavernario. O le preguntaría si lo ve, si no soy el único que lo ve. Al tipo que va cojeando en el humo, que ha venido a jugar a pesar de tener la pierna rota. Nos viene persiguiendo desde que te recogí en tu unidad. ¿Lo ves o es cosa mía, mi Cáver? Se lo preguntaría si a cambio no tuviera que aguantarme otro de sus reproches por no ir al Lugar de su Presencia, por meternos en esta calle sin salida. Es que ya no quedan calles que no estén plagadas de hinchas del Barón, le explicaría al Cavernario. De eso sí podés acusarme. La gente, manchas, ha salido gracias a mí, está en la calle para despedirme. Porque yo fui, le diría al Cavernario, el que creó al mito. Yo fui el que nos consiguió el primer balón, que era mi balón, que me había comprado trabajando en una vulcanizadora. Pero nos lo terminé regalando porque mi hermano andaba por ahí pateando cualquier cosa cual potro encabritado. Y un día yo llego con un balón a la casa. Con un balón de papel, le diría al Cavernario, pero balón al fin y al cabo. Mi hermano me vio y le brillaron mis ojos. Y a mí no me quedó de otra que regalarnos el balón. Lo traje para vos, para nosotros, le dije. Para que juguemos, mi copia. Y esa no ha sido la única vez que al Tigre le brillan mis ojos para pedirme algo. El día que me llamó del Norte, ni más ni menos, le diría al Cavernario, estoy seguro de que mi hermano tenía el gesto de regalamelbalón con el que me pide las cosas. Yo no podía verle la cara, obviamente, pero con escucharle la voz me podía imaginar ese gesto irrefutable con el que siempre me ha sacado algo. Mi hermano me convenció de que le había perdido el sentido al fútbol. Me dijo que después de dos años por fuera, ya extrañaba Salsipuedes. Que prefería ser ídolo en su tierra a un desconocido en el extranjero. Un jugador más, eso fue lo que dijo. Y que necesitaba volver, jugar para su gente. Pero vos estás en la mitad de tu carrera en el fútbol, le dije. Ya vas a tener tiempo de volver. Yo no sé si quiera seguir jugando, dijo. ¿Entonces qué vas a hacer, mi copia? Ese es tu camino, naciste para eso. Para vos no hay más nada en este mundo. Quiero jugar para mi gente, me dijo, arreglá las cosas para que pueda volver, mi copia. Y apenas me comunicó su deseo, yo arreglé todo para que viniera a ganarse la idolatría del pueblo. Yo nunca le he pedido justificaciones a mi hermano. Que me desmienta, le diría al Cavernario. Que me desmienta el malagradecido ese. Abrámosle la bodega de la acorazada para que diga si en algún momento le pregunté si había pasado algo en el Norte. No, yo confiaba en nosotros, en que nuestra cara y sangre era la misma. Toda la vida nos he corrido. Así que le aboné el terreno, me encargué de los titulares en El Ayer. No te olvidés de mis esfuerzos, le diría al Cavernario si me escuchara. O le preguntaría si lo ve, si no soy el único que lo ve. Al tipo que anda con el balón, ¿lo ves o es cosa mía, mi Cáver? Yo creo saber lo que anda buscando, le diría. Me achaca las culpas de mi hermano, como todos. Quiere revancha. Si pudiera dar la cara por fuera del estadio, me bajaría de la acorazada y le explicaría al que nos viene persiguiendo que le debe esa pierna astillada al Tigre. Yo le debo esta cicatriz. Nunca me has preguntado por ella, aunque te he visto mirándola, le diría al Cavernario. Esta cicatriz en la mano bruta que tiembla. Esto nos pasó en la escuela del barrio. Un diciembre. Mi hermano y yo todavía éramos lo mismo. Los dos en contra del que se nos malparara. Y un día el de química nos citó en el laboratorio de la escuela. Mi hermano le había robado la billetera, y el tipo suponía que habíamos sido nosotros porque desde hacía rato lo teníamos encendido. Tendríamos quince años, le contaría al Cavernario. El de química le pidió a mi hermano que estirara los brazos. Yo pensaba que nos iba a dar con la regla, que era lo que hacían los profesores en ese entonces para hacerse respetar. Un golpe de mierda al que te terminabas acostumbrando. El de química, en cambio, se sacó un tarrito de vidrio de la bata de laboratorio. Lo abrió y le fue echando unas gotas a mi hermano en la zurda. Naciste para ser una rata, dijo. Acordate de mí. Acordate de mí cada vez que te veás la mano, dijo. Yo podía reconocer el olor de lo que nos estaban haciendo. Carne chamuscada, enrojecida como la del gamín que por esa época habían limpiado en el barrio con gasolina. Carne abriéndose como el caucho ardiente de una llanta. De pelado, le explicaría al Cavernario, yo no tenía la sombra que tengo ahora. Andaba por la calle sin nadie que me anduviera buscando la caída. De pelado lo único que me importaba era no dejar de parecerme a mi hermano. Nosotros habíamos nacido iguales y nos habíamos prometido serlo de por vida, que nada nos distanciara. Esa promesa era lo único que teníamos en aquel entonces. Éramos nadie, nada, pero éramos el otro. Así que no esperé a que el de química me pidiera el brazo, sino que se lo puse. Y le pedí que me marcara como rata, que me dejara igual a mi hermano. Le dije que había sido yo el que se había robado la billetera. Fui yo, solo yo. Te equivocaste. Me gasté tu plata en pólvora. La quemé toda en volcanes, en chispitas, en totes. El de química no supo qué hacer al verme así de parado. ¿Se suponía que teníamos que reconocer su autoridad?, ¿rogar? Y sin embargo yo estaba ahí sin doblarme. Firme, maní, como un guayabo. Yo fui el que se robó tu billetera, le dije. Quemame, arreglá lo que nos hiciste. Arreglá lo que nos hiciste, le dije. Esa actitud desarmó al tipo, que de pronto entendió que se había dejado llevar por un arrebato. Y yo te juro, le diría al Cavernario, que si no se hubiera cagado yo lo habría dejado sano, me hubiera llevado el ácido y ya. Si el de química se hubiera mantenido en su revancha, me habría concentrado en nosotros, en mi hermano que lloraba, que gritaba. Pero es que nunca me he aguantado a los que se rajan y menos si se meten conmigo. Apenas le olí el miedo al de química le perdí el respeto por completo. Me sentí humillado. Una cosa es que alguien demuestre que es alguien haciéndose respetar, y otra cosa muy distinta es que un bobohijueputa te quiera joder. Le dije al de química: Pasame el tarro. Le dije: Pasame el tarro y nos vamos, profe. Todo bien. Nos vamos como si nada hubiera pasado. Dame el tarro y nos vamos de acá sin rencores. Ya aprendimos, no hay que robar. Quedamos a mano, le dije. Pasame el tarro y ya fue, profe. ¿Qué otra opción tenía el tipo? Entendió que se le había ido la mano por culpa de la rabia, que había sobrepasado su límite. El de química no era como vos, le diría al Cavernario, o como yo. Muy pocos tienen esa facilidad que vos y yo tenemos para el cobro. Vos y yo somos candela, mi Cáver. Tu piel queloide me da la razón. El de química juró que luego de haber hecho lo que había hecho, las cosas se arreglaban con una mirada contrita. Y pues no, maní. Las cosas estaban como estaban. Después de un golpe de dados como ese, no cabía el arrepentimiento. ¿Qué hacés?, recuerdo que preguntó. Estamos a mano, dijo. ¿Qué hacés?, y trató de cubrirse. Con el tiempo yo aprendería la utilidad de su sufrimiento, le diría al Cavernario. Con el tiempo, luego de agarrar cancha en la correccional, de que me volviera lo que soy, yo aprendería a ponerles cara a los que trataran de verme la cara. Una cara de verdad. A darle personalidad a una cara sin cara, que antes no habrías notado en la calle. Una cara después de conocerme, chorreada. Una cara incongruente. Una cara blanqueada, le diría al Cavernario, y por eso mismo escandalosa. Agarré a mi hermano, que se quejaba de su herida abierta, que decía: Arde, mi copia. Arde como aceite caliente, como aceite caliente. Salimos del colegio por la reja de atrás, atravesamos el barrio en dirección a los cañaduzales. Nos metimos entre las matas altas, delgadas. Seguimos el surco y así llegamos a un claro en el que había un palo de mango. Nos sentamos a la sombra de ese árbol. Jadeábamos como par caballos. La agitación no me dejaba explicarle a mi hermano que yo iba a arreglar las cosas, que íbamos a seguir siendo lo mismo, mi copia. Es que hacíamos todo juntos, mi Cáver, le diría al Cavernario. Tendríamos quince años, y yo le seguía quitando el jabón con la manguera del patio, y él me restregaba el pelo, la espalda, los tobillos percudidos. Éramos lo mismo. Yo quería que siguiéramos siendo lo mismo, que tuviéramos los mismos pensamientos sin necesidad de decirlos en voz alta. Así que me eché ácido en la mano bruta, en el mismo lugar en donde habían marcado a mi hermano. Me hice esta cicatriz, le diría al Cavernario. Esta cicatriz se la mostraría para que entendiera por qué voy a hacer lo que voy a hacer en el estadio. Un simulacro de dedo que se parece a la marca que le dejaron a mi hermano y que yo convertí en lunar de nacimiento. Esa ha sido la única vez que he padecido el roce de un ácido, le diría al Cavernario, esa mordida que no dejaría de apretar sino hasta que nos echaran algo en una droguería del barrio. Esa ha sido la única vez que he sentido lo que han sentido los que han tratado de joderme. Eso me da algo en común con ellos. Yo les entiendo los gritos. Y como te dije, le diría el Cavernario, yo les he dado una cara de verdad, con carácter. Y pensé que abrasándome como le habían hecho a mi copia, yo nunca dejaría de ser mi hermano. Pero ayer me llamó el Tigre y luego de que yo le reclamara por no haberme invitado al partido de despedida, me dijo: Vos me obligaste a ser algo que yo no quería. Como si nosotros hubiéramos tenido la opción de ser lo que quisiéramos, le diría al Cavernario. O le preguntaría si lo ve. Al que anda con mochos negros, al único que se ve como nítido. Es el que nos viene persiguiendo desde que te recogí en tu unidad, ¿lo ves, mi Cáver, o es cosa mía? Se lo preguntaría si los golpes de los hinchas no hicieran tanto ruido, si nos dejaran hablar. Manotazos como balas que se aplastan en el metal blindado. Ellos quieren verme. Sus caras aplanadas por el vidrio, atraídas por la oscuridad del polarizado. Ellos entonan los cánticos que alaban al héroe de Salsipuedes, que lo buscan, que lo invocan. Comparto tu rabia, le diría al que nos viene persiguiendo. Yo no soy el Tigre. Tengo su cara, pero no soy él. Yo era mi hermano. Y por mi hermano, le diría, voy a hacer el saque de honor para que vos y yo juguemos. Yo me voy a llevar los aplausos que eran para mi hermano. Yo voy a recuperar lo que nos quitó el Tigre. ¿Vas a subir conmigo cuando llegue el momento?, le preguntaría al Cavernario si en verdad existiera la posibilidad de que acepte. Porque el Cavernario se lo merece, ha estado firme. Debe estar emocionado de ir al estadio, a pesar de todo, aunque quiera amedrentarme con su rabia. Lo sé. Lo conozco. Le diría: Te quiero. Te estoy cumpliendo un sueño que no te cumplió el Tigre, mi Cáver. Vas a entrar al estadio como si fueras un jugador del Barón. Vas a descender al parqueadero subterráneo por un túnel que es alumbrado con neones rojos, en el que los cánticos de la superficie se amplifican. Vas a escuchar un coro helado, le diría para emocionarlo, un coro tan ruidoso como los puntos grises de un televisor sin señal. El Tigre, a pesar del humo, ya percibe el olor de la grama y arremete contra las paredes de su jaula. Quiere salir, rugir en la libertad del campo de juego. Quieta, bestia, le diría, pero el Cavernario no me permitiría esa humillación. Y eso que prefiere no meterse entre hermanos. Pero me diría: El Tigre no es uno de tus caballos. No le hablés como si fuera un animal. El Tigre es el orgullo de Salsipuedes, maní. Me diría: Ya es suficiente humillación con que lo tengás ahí encerrado. ¿Y acaso vos cuándo has tenido clemencia?, le preguntaría al Cavernario si no se hubiera encerrado en el silencio. Yo toda la vida se la tuve a mi hermano, le diría. Pero el Tigre era un depredador. El Tigre se lo tragó a él y luego vino por mí. El Tigre ha sido insaciable porque nos aprendió el hambre a mi hermano y a mí. El Tigre se siente con las manos vacías, aunque la ciudad inflamable lo celebre. Y anoche me dijo: Te andan buscando. Como están las cosas es mejor que no nos vean juntos. Dicen que los zurdos son gemelos espejo, le diría al Cavernario, fantasmas de otro que se desvaneció en la madre. Pero mi hermano no trató de desaparecerme en el útero, sino luego de que se convirtiera en el Tigre y se entregara al hambre. En el Norte, le diría al Cavernario, se puso a hacer lo que no sabía. Usó mi cara. Negoció, firmó, arregló cosas con mi cara. Esto es culpa de mi hermano. Él tenía su camino y yo el mío. Yo le había dicho: Vos dedícate a lo tuyo y yo me dedico a lo mío, mi copia. Estoy orgulloso de lo que has logrado, mi copia. Pero el Tigre quería más, todo lo que se pudiera tener. Antes del incidente de anoche, le recordaría al Cavernario, me dijiste: Es tu copia, no podés faltarle al homenaje. Es tu copia, es tu copia, me dijiste, y nos llovió fuego. No habríamos llegado hasta acá, si vos no fueras como sos y yo no fuera como soy, mi Cáver precioso. Candela que escupe candela y que se alimenta de candela. Y en un rato voy a dar la cara, mi Cáver, porque estoy cansado de cargar con las culpas ajenas. Ya me veo caminando hacia el ascensor, le diría al Cavernario, con el ardor en la sangre que debe haber sentido mi hermano en todos sus años de carrera. Ya escucho el taconeo de mis guayos. Repica en las paredes, en los vidrios polarizados de los carros lujosos y de las acorazadas. El eco de las voces me reconforta. No necesito a nadie que me salve de mis pecados, de mis muertos. No me arrepiento de nada. Las cosas fueron como tenían que ser. Daré la cara en el círculo central de la cancha para que el pueblo despida a mi hermano, para que nos despida como lo que somos.
Saludo.
Aplaudo.
Me golpeo el pecho.
Beso al diablo en la camiseta.
Los barras, le diría al Cavernario, me van a responder haciendo estallar más bombas de humo, más bengalas, más totes. No los veré, pero ellos, manchas, me van a hacer sentir su presencia, su amor. Han ido a ver al Tigre y ahí estaré para mostrárselo. Así que echame la bendición, le diría al Cavernario. Echame la bendición antes de que entre a la cancha. Vos, mi otro hermano. Mi otro riñón. Y decime que todos somos hijos de Dios, si es que eso te reconforta en la oscuridad. Dale, repetime lo que te han enseñado. Decime que hay salvación. O le preguntaría si lo ve, si no soy el único que lo ve: Al que cojea en el humo. ¿Lo ves o es cosa mía, mi Cáver? Se lo preguntaría si a cambio no tuviera que aguantarme otro de sus reproches por no haber ido al Lugar de su Presencia. Si no me culpara de todo esto.

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Este relato apareció por primera vez en Salsipuedes (TusQuets, 2022), el libro de cuentos de Harold Muñoz. El escritor caleño también es autor de la novela Nadie grita tu nombre, publicada en Emecé en 2018 y reeditada en TusQuets en 2023.

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