El mundo se acabó ayer.
Los pedazos flotan bajo tierra.
No hay más opción que devorarlos. Los cuerpos humanos. Los demás animales. Hongos. Plantas. Bacterias. Virus. El viento. Lo vivo y lo no vivo.
Comer gente de siluetas extrañas y sentidos imposibles.
El mundo se acabó hace un mes, hace una década, el 23 de agosto de 1856, cuando Eunice Newton Foote, artista, inventora, científica, sufragista, llenó un cilindro de gas con aire normal y otro con dióxido de carbono, y registró sus temperaturas luego de exponerlos al sol.
Pero sobreviven los muertos. Y es a ellos a los que debemos adorar.
Solo me interesa lo que no es mío, como dice Oswald de Andrade con su sombrero de barco. Ley del humano. Ley del antropófago.
Debemos servir fría su revolución Caraiba. Atragantarnos con las gentes de los ríos Marañón, Orinoco, Negro, Caquetá, Magdalena, Mississippi, Yangtzé, Nilo, San Lorenzo, Amazonas.
Digerirlas lentamente, en la ficción y en la no ficción, hasta convertirnos en personas, porque nuestro planeta se jodió el día en que los animales, las plantas y los hongos dejaron de ser humanos.
El mundo se acabó ese día. Y en 1960, cuando Keeling calculó los cambios en la atmósfera, y en 1965, cuando le informaron al presidente Johnson de lo que ocurría, y en 1979, cuando Exxon y las demás petroleras se reunieron en la primera World Climate Conference y genuinamente se preocuparon por lo que les dijeron los científicos.
Desde entonces algunos cadáveres se dejaron perder: tortugas gigantes, ranas arlequín, aves, murciélagos, mejillones, salamandras, un bagre, incontables insectos y al menos una flor.
Solo me interesa lo que no soy yo, para ponerlo de otra manera. Ley del humano. Ley del antropófago.
Celebrar las gentes. Transformarme en jaguar, matamata, Ophiocordyceps, colibrí, pájaro carpintero, polilla, humano, artrópodo, almanegra y viento. Ver con ojos de libélula, saborear con las piernas de un mosquito, olfatear almizcle con una lengua serpentina, tocar una estampida a kilómetros de distancia con mis piernas y escuchar el paso acelerado del tiempo con el cuerpo de un lobo. «Yaguareté-Avá: la metamorfosis», como escribe Gabriela Cabezón Cámara, pensando en Viveiros de Castro. Un genuino desorden de los sentidos.
Quiero, hoy y siempre, recordar lo que se perderá. Porque la niebla es sólida y se hizo tarde para regresar. Al menos a este mundo.
Elijamos platos. «Siempre buscamos una manera de ver el mundo como si nunca lo hubiéramos visto antes», dijo Martin Amis. «Como si en realidad no nos hubiéramos acostumbrado a vivir en este planeta». Porque no lo vimos. Porque ya se acabó.
Necesitamos ficciones antropofágicas y también un periodismo ultrahumano.
Para asombrar, conmover, enamorar, asustar, cambiar.
Que sea un rezo, que no es más que otra forma de decir un mito, que no es más que otra manera de decir la verdad.
Pues cada vez entendemos mejor lo que ya sabíamos, y cada vez hay más premura de describir lo invisible.
Convertir los sustantivos en verbos.
Hacer que los deliberadamente indolentes se retuerzan en las fauces de sus familiares. Que los voluntariamente aislados colmen la Tierra con su ausencia.
Ser esos otros.
Antes de que el mundo se siga acabando.
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