Reducida por la edad, la fractura de cadera y la demencia senil que empezaba a asomar, Bertha Pacheco se obsesionó con reencontrar los lugares habitados y la gente que la marcó. Mi abuela quería desandar su historia, ir a su lugar de origen para tener los últimos recuerdos donde tuvo los primeros. Era el año 2012 y ella vivía al occidente de Bucaramanga, en una casa de la que poco salía. Necesitaba de ayuda para bajarse de la cama y para bañarse. Solo se podía mover en silla de ruedas y, después de un par de peleas con sus hijos, había desistido de usarla por sí sola. Hasta para ir a la tienda, que quedaba a unos pocos metros, en la entrada del conjunto, tenía que ir con alguien. Por eso nadie la tomó en serio cuando se le metió esa idea en la cabeza. Pero ella siguió insistiendo y tuvieron que hacerle caso.

Clemencia, su hija menor, organizó el viaje. Revolvió agendas y directorios buscando los teléfonos de tíos lejanos y olvidados. Habló del proyecto con sus hermanos y convenció a cuatro de ellos para que la acompañaran y le ayudaran con la plata. Preparó el terreno a punta de llamadas. Preguntó por la ruta, encontró un conocido en Aguachica y averiguó si salían lanchas desde Gamarra. Cuando ya todo estaba listo, Clemencia hizo una última llamada para decir que nos esperaran a la hora del almuerzo. 

La ida a Bodega terminó siendo un evento de toda la familia, algo que no solo celebraba la menguada memoria de Bertha, sino que buscaba otra cosa. La parte de sus hijos que vivían en Bogotá y Bucaramanga aprovecharon la oportunidad para que sus parejas e hijos conocieran de dónde venían. Así, el viaje a la semilla de la abuela terminó siendo un viaje a mis raíces. 

Días antes de salir, me senté con mi mamá frente al computador para estudiar la ruta a seguir y ver fotos del lugar al que íbamos. El camino hacia Bodega salía de Bucaramanga y pasaba por Aguachica y Gamarra. Para llegar al río se baja de la montaña y se pasa los valles de la provincia de Yariguíes. Pero el pueblo era tan pequeño que no aparecía en los mapas que mirábamos en internet. Seguimos con el mouse el camino hasta Gamarra y ahí nos tocó especular: ¿Bodega queda río abajo o río arriba? 

Mi mamá no lo sabía bien porque, a diferencia de la mayoría de sus hermanos, no nació allí. Durante su infancia estuvo yendo a visitar a su abuela. Pero el recuerdo de esos viajes estaba tan borroso que el ejercicio de buscar a Bodega en el mapa era tan confuso para ella como para mí.

Encontramos al pueblo en la esquina que une a Santander con Bolívar y el Cesar. Mi mamá me contó que no siempre fue así de pequeño, que Bodega tuvo su momento de esplendor cuando el río Magdalena era una de las arterias comerciales del país. Por esos tiempos, los barcos de carga se detenían en el caserío para reabastecerse de combustible y dejar víveres que debían transportarse por carretera a otros corregimientos. Por eso el lugar se llama así, me dijo.

Frente al mapa, mi mamá se fue emocionando por lo que íbamos a hacer. A mí me costó seguirle la pista. Poco había salido de Bogotá y no sabía que tenía tantos familiares ni que existían sitios tan lejanos. Me emocionaba cada nombre que ella decía, pero uno nuevo borraba el anterior. Era como si se multiplicaran y en mi cabeza se confundieran. Eso, y que hubiera sido difícil encontrar el pueblo en el mapa, me hacía creer que estaba por comenzar una aventura. 

Llegamos a Bodega en un bote Johnson repleto de gente, la abuela en medio, rodeada de sus hijos con sus parejas y sus siete nietos. El puerto se sostenía en el agua por una serie de tanques plásticos. Mis tíos acomodaron a la abuela en su silla de ruedas. Más allá del embarcadero se alzaba una montañita que protegía al pueblo contra las crecidas del río. Subir a la abuela por ahí era riesgoso y a alguien se le ocurrió sentarla en una silla plástica y elevarla por los aires. Así entramos al pueblo, con la abuela en lo alto, envuelta en una pañoleta de seda azul y gafas anchas de carey. 

Bodega era un pueblo con calles de tierra, una iglesia con estructura de madera, negocios con letreros pintados a mano, perros flacos y botellas de Coca-Cola antiguas. Bajo el dintel de las puertas se asomaban ancianos que nos miraban con desconfianza y cortaban el entusiasmo de los niños que querían correr a saludarnos. Pero esa sensación de extrañeza duró poco. Bastó con entrar a la casa de Julio Emiro, el hermano de la abuela, para que me encontrara en un entorno conocido. En la sala había un parlante poderoso y un televisor pequeño. Ambos viejos se reconocieron en silencio. Julio Emiro era mayor que mi abuela, andaba encorvado, llevaba un sombrero de caña calado hasta los ojos y la camisa y el pantalón le quedaban grandes, como si el hombre debajo estuviera desapareciéndose. En su casa estaban haciendo sancocho de pescado y tuvieron que echarle más agua a la sopa y comprar más bocachicos para atendernos. El caldo resultó abundante y sabroso, pero hubo que tomarlo por turnos porque no había suficientes platos. 

La casa se fue llenando de curiosos. Cuando se enteraron quién era esa señora que había desembarcado de manera tan pomposa, empezó a llegar más gente. Querían ver lo que quedaba de Bertha Pacheco y sumarse a la fiesta que se fue formando. Del parlante emergió con fuerza Escalona, los hermanos Zuleta, Jorge Oñate, Alejo Durán y Diomedes. 

La fiesta se trasladó a la calle y yo sentí que el pueblo orbitaba alrededor de nosotros y nosotros alrededor de la abuela. El círculo de sillas estaba orientado en tres figuras principales: Bertha Pacheco y el tío Julio Emiro en silencio, y el parlante a todo volumen. Recuerdo a Julio Emiro bailando cumbia en la calle, usando el poco de fuerza que le quedaba para mover los pies y alzar el sombrero. Los adultos bebían Old Parr y los niños Costeñita. Era la primera vez que tomaba. Creo que no me gustó, pero estaba fría y refrescaba. Me hacía sentir grande. Los mayores se quedaron ahí durante un rato largo. Parecía que el trago y la parranda los protegía contra el sol de las doce. Mis primos y yo no aguantamos tanto, y al poco tiempo nos fuimos a buscar un árbol para echarnos debajo.

***

Hoy Bodega ya aparece en los mapas de internet. Entro a Google y veo techos y siluetas de calles. Pincho la personita amarilla y la arrojo en el plano urbano para dar con esta simulación de caminar por ahí, pero no está habilitada esa función. El acceso al pueblo es parcial, aparece desde lejos y sin detalles. Encuentro en internet algunas de esas fotos que la gente sube para mostrar los sitios de interés o sus negocios. Lo retratado en Bodega es siempre lo mismo: el río, la iglesia, las calles de tierra, la escuela y los estaderos. Ando por el plano urbano y miro las fotos, paso de cerca por las calles y me detengo en las imágenes para observarlas. Espero encontrar algo familiar, una casa o una cara. Hago zoom, me acerco lo que el mapa permite y pretendo dar con la casa de Julio Emiro y los lugares por los que anduve. No encuentro nada. 

Cuando estoy en la mitad de esta crónica, Facebook le recuerda a un primo que hace doce años andaba por Bodega. Esta evocación llega en forma de veintiséis fotos tomadas por él. Está el río, el puerto, algunos Johnson, las calles de tierra vacías, la iglesia por fuera, la familia caminando, nuestro círculo de sillas en la calle y un retrato de la abuela. Hay algo en las fotos de familia que no tienen las del resto del mundo. Ante ellas parece que se revelará un secreto, un hallazgo, la respuesta a una pregunta olvidada. En las fotos de mi primo Juan, el pueblo se me hace más cercano. Siento que estas fotos viejas de Bodega son más vigentes que las que aparecen en Google. Viendo el retrato de la abuela con los labios pintados, la pañoleta azul y la mirada perdida detrás de las gafas, vuelvo a darme cuenta de la importancia que ella le dio a ese viaje. 

***

—¿Qué hace ahí en la sombra, niño?
—Es que está haciendo un calor que no me aguanto. 
—Échese menticol en el cuerpo, papi. Vea, tome. ¿Usted es uno de los nietos de la Bertha, cierto?
—Sí, el hijo de Clemencia.
—Su abuelo fue una persona muy importante para este pueblo.
—¿Por qué? Yo nunca he oído hablar de él. No ve que ni mi mamá alcanzó a conocerlo. 
—Porque él nos dio mucho trabajo y, cuando se fue, nos dejó el Sagrado Corazón. 
—¿Su corazón?
—No, el Sagrado Corazón de la iglesia. El que todavía sigue ahí. ¿Quiere ir a verlo? Termine eso y vamos. 

***

De la infancia de mi abuela se sabe muy poco. Siempre que alguien cuenta su historia empieza cuando ella tenía quince años y conoció a Lucho, su esposo. Se sabe que nació en una familia campesina que vivía del río y de la tierra, hasta que Domingo, su papá, abrió El Centavo Legal, una tienda de abarrotes en el centro de Bodega. El centavo era un asunto familiar y todos sus hijos se dedicaban a cuidarlo y atenderlo. Bertha pasó los años de juventud barriendo el polvo de la entrada, contando latas de conservas y recibiendo mercancía. 

Cada mes llegaba un comerciante de Norte de Santander. Iba todo de negro, llevaba saco, zapatos y un maletín que no soltaba. Parecía que el calor no le importaba y que prefería andar bien vestido que estar cómodo. En la tienda hablaba un rato con Domingo, después cobraba y descargaba cigarrillos y víveres. Se despedía entre risas y seguía aguas abajo. Ese era Lucho, mi abuelo. Tenía un planchón que usaba para mover gente y bienes entre los municipios de La Paila, El Contento, El Dique y Puerto Mosquito. Cuentan que era alegre y parrandero. No andaba con mucho afán: si le ofrecían un trago se lo tomaba y si le pasaban una guitarra se ponía a cantar. Dicen que tenía buena voz y que era amplio y caritativo.

Lucho se acercó a mi abuela para conquistarla. Domingo estaba contento de que su hija tuviera tan buen pretendiente y Bertha se sintió atraída por ese hombre generoso y guapo que venía de un sitio lejano, aguas arriba. Cada vez que mi abuela contaba esa historia recordaba el maletín negro, como un énfasis del atractivo de Lucho. No sé a él qué le gustó de Bertha, nunca nadie tuvo la oportunidad de preguntarle. Ella fue una de las tantas mujeres que conoció en su vida de comerciante por el río, pero la única con la que tuvo muchos hijos, nueve en total. Se casaron cuando ella estaba esperando al último de ellos, mi mamá. 

Se fueron del pueblo a La Muzanda, una finca inmensa que el abuelo compró con lo del transporte por el río y el premio mayor de la lotería de Cúcuta. Así lo recuerdan: trabajador, guapo y suertudo. Murió cuatro años después de ese golpe de suerte, en 1970. Unos dicen que lo mataron, otros que se suicidó. La familia se fue desintegrando cuando los hijos mayores crecieron y pidieron su herencia. De ahí en adelante, Bertha dedicó su vida a evitar el derrumbe total de su familia.  

***

Una de las primas lejanas se acercó a preguntar si queríamos conocer el Sagrado Corazón. Era una escultura que mi abuelo le regaló al pueblo en agradecimiento por la fortuna, el amor y el legado que recibió allí.  

Ahora que escribo, me doy cuenta de que no tengo muchos recuerdos de la estatua y no la encuentro en las fotos de la familia. Creo que ni siquiera pudimos entrar a la iglesia. Nos quedamos en la puerta, parados en puntillas para ver hacia adentro desde alguna rendija. 

Jairo, un tío, consiguió una foto reciente de la estatua y me la hizo llegar. Es una escultura de madera de tamaño natural. Parece que le hacen mantenimiento porque la pintura está brillante, sin decoloraciones ni grietas. Mi tío tuvo que dar indicaciones precisas para asegurarse de que su enviado fotografiara la estatua correcta. En ninguna parte hay una placa que mencione al donante. Supongo que es normal. Esas cosas se hacen sin esperar reconocimiento. Pero en la historia que me habían contado, y en los recuerdos que tengo, todos en el pueblo sabían el origen de esa imagen. De tanto que me habían hablado de ella, me la imaginaba más grande, más bonita, más imponente. 

***

El paso siguiente fue de La Muzanda a Ocaña y tomó varios años. Algunos de mis tíos se habían ido a Bucaramanga, Barranquilla y Bogotá, pero completaron el colegio en ese pueblo. Ahí los recibieron en la casa de Chela Aussant, la viuda de un hermano de Lucho. El resto de la familia se mudó cuando mi abuelo aún estaba con vida. No era fácil criar tantos niños en el campo y los pequeños iban creciendo y necesitaban educación. También se fueron a Ocaña porque allí era donde comercializaban la leche que sacaban de la finca. 

Los primeros años que vivieron en el pueblo, la familia estuvo separada. Los tres hijos mayores vivían con Chela, los otros seis vivían con Bertha y Lucho. Durante ese tiempo, él se dedicó a trabajar el campo y ella a cuidar de sus hijos y adaptarse a ese nuevo lugar. Fue solo en 1968 cuando Lucho y Bertha compraron su casa en Ocaña. Era una casona grande y vieja, ubicada en la décima con décima. Sus hijos mayores la habitaron pocos meses y se fueron a perseguir su propia vida. El mayor estaba en las vísperas de su matrimonio y el que le seguía se fue para Medellín a estudiar medicina. 

Cuando Lucho murió, Bertha quedó con seis hijos pequeños y un terreno que atender. Jairo, el que había ido a Medellín, se devolvió para ayudarla en el campo, pero sus días de estudiante ya lo habían suavizado. Mi abuela solo lo aguantó seis meses. Te devuelves, así tengamos que vender el último centímetro de esto, tú vas y terminas lo empezado, le dijo con más severidad que cariño. Ella empezó a dividir su tiempo entre Ocaña y la finca, a aprender a domar la tierra y a moverse en el negocio de la leche. Así se consolidó la amistad con Chela. Ambas compartían la pena de ser viudas jóvenes y tener una familia numerosa. 

El pueblo se demoró en acogerlas y hasta su suegra las miraba con desdén por venir de lugares desconocidos. Solo se tenían a ellas mismas para acompañarse. Entre las dos se hacían favores como cuidarse a los hijos y ayudarse con tareas domésticas. Pero no siempre estaban disponibles, entonces Bertha atendía el campo, la casa y a sus seis hijos pequeños. Los cargaba a todos de la finca al pueblo, como un trabajo más al que tocaba ponerle cuidado. 

Poco hablan mis tíos de la soledad de Bertha. Cuando la recuerdan, la piensan en movimiento: cargando los bidones, desvarando la camioneta, negociando la leche, sacando a sus hijos de problemas. Todo en un mismo momento, como una mujer sin tiempo. Incapaz de distinguir los negocios de la crianza. Toman por dado la suspensión de sus deseos. No hablan de sus silencios y olvidan que Ocaña nunca la terminó de recibir y que su suegra la despreciaba por ser morena y venir de un rincón olvidado, a orillas del Magdalena. 

***

Mi tía Diva, la tercera hija de Lucho y Bertha, hace un croquis de la casa de Ocaña. Hay seis habitaciones, un patio interior, una huerta al aire libre y un solo baño. Es una casa grande, donde caben los once y hay espacio para invitados. Como todo mapa, el plano es una fijación del movimiento, una fotografía de un momento cambiante. Cuentan que la gran afición de mi abuela era remodelar la casa, tanto así que mi mamá recuerda al maestro de obras como una figura importante en su infancia. Cuando la compraron, la casona colonial estaba algo abandonada, necesitaba arreglos estructurales y adecuaciones para acercarla a la época. Se cambiaron las paredes y se acomodó una sala para ver televisión, taparon un pozo de agua que estaba en la mitad de una habitación y convirtieron el potrero del fondo en un jardín.  

Bertha continuó remodelando la casa aun cuando lo necesario ya estaba arreglado. De allí sacó un apartamento para alquilar, puso y quitó cuartos para acomodar a sus hijos y sobrinos, cambió la fachada para poner un local comercial y construyó un segundo piso para que las hijas menores estuvieran separadas del resto. Ahí puso un baño aparte para sus niñas y pintó el mural de una playa. Las obras no se detuvieron durante los catorce años que vivieron allí. Parecía que Bertha hubiera decidido no terminar de instalarse.

Ella supo muy temprano que quién se va nunca termina de despedirse, vive invertido, como marchándose en cada llegada. Por eso tanto arreglo en la casa, para luchar con la incomodidad de adaptarse y ser siempre otra. Bertha viajaba con cierta frecuencia a Bodega para ver a sus hermanos, pero no por mucho tiempo. La casa a medio remodelar la llamaba de regreso.

***

A media tarde empezamos a recoger para devolvernos a Gamarra. De ahí unos saldrían hacia Bucaramanga, otros hacia su finca y otros hacia Bogotá. Mientras el resto organizaba las sillas, Bertha se despidió de su hermano. Mis tíos cargaron otra vez a la abuela en la silla y nos dirigimos al puerto con medio pueblo detrás, como en una procesión de semana santa. Ahí vimos a unos niños nadando, jugaban a meterse debajo del agua para dejarse llevar por la corriente y pasar el embarcadero, luego remontaban ese pedazo de río y volvían a dejarse llevar. Hacían eso hasta el cansancio. Mis hermanos y yo corrimos a lanzarnos al agua para jugar con ellos, pero la abuela nos gritó que no podíamos. Si quieren, mójense las piernas, pero se quedan en la orilla, dijo. Bertha seguía en las alturas, mis tíos la cargaban con esfuerzo, pues el trago y el cansancio la hacían más pesada. Fue engorroso llevarla hasta el embarcadero y montarla en la lancha. Cuando por fin pudieron embarcarla, el resto la siguió. 

***

Bertha murió en un hospital de Bucaramanga en febrero del 2020. Los últimos años, sus músculos y su memoria estaban muy debilitados. Pasó ese tiempo recogida en una casa que también estaba remodelada, adaptada a su medida. Claro que no fue ella quien hizo las adecuaciones, fueron sus hijos. Y en este caso no estaban pensando en sus caprichos estéticos, sino en las necesidades de su cuerpo. Nivelaron el primer piso y quitaron la sala para meter allí un cuarto grande con baño. Una vez construida, mi abuela solo salía de esa habitación para ir a visitas médicas. Se acercó a su final echada en la cama, pero sin poder descansar. 

Llamo a mi mamá y le pregunto por la muerte de Bertha. Sentí tristeza y alivio, dice. Los últimos años, tu abuela estaba tan reducida que daba pesar, no se podía ver por ningún lado la mujer fuerte que fue. Cuando se murió, todos descansamos. Vuelvo a preguntar por la tristeza y ella responde que no fue exactamente eso, que fue más como sentirse sola. Mi mamá describe el duelo como acostumbrarse a la pérdida de un núcleo y del lugar de encuentro de su familia. Menciona la palabra orfandad y se queda dándole vueltas a esa imagen. Huérfana y sin centro a los cincuenta y tres. 

Al funeral de Bertha asistieron sus nueve hijos. Esa fue la última vez que estuvieron reunidos.

***

El niño que fui vivió ese día en Bodega como una gran aventura. Sentía que estaba descubriendo algo que me acercaba más a mí mismo y al lugar del origen. Ahora me pregunto qué tanto pude aprender de la historia familiar esa tarde de turismo. Porque eso fui y sigo siendo: un turista. Bodega, Bertha y Lucho son para mí regiones inaccesibles, que solo alcanzo a ver en fotos. Esta crónica está armada con retazos. La información sobre mi abuelo es poca y contradictoria. Para terminar de escribir quise ir al pueblo, pero no pude porque la situación de seguridad está delicada y ya no me espera allá un plato de sancocho ni hay conocidos que me reciban. Y aunque vaya, esa Bodega no es la de las historias de mis tíos, ni la que vi cuando niño. A la gente no le importa quién llevó los íconos de la iglesia y mucho menos se acuerda de Lucho Criado y su familia. 

El recuerdo de mis abuelos solo queda en la memoria de quienes los amaron y, como todo recuerdo, está modificado por los afectos. Mis tíos ven a sus padres como les gustaría que ellos hubieran sido. Les pregunto por ellos y en sus respuestas veo la sombra de mi abuelo y la soledad de mi abuela. 

Suelto palabras como perros y les pido que me traigan a Bertha, Lucho y Bodega, pero regresan hambrientas, con imágenes incompletas. En los mapas, los dibujos, las historias y las fotos, encuentro solo lo que ya sabía.

***

—¡Clemencia, que no se boten tus niños!
—Pero si ellos saben nadar, mamá. 
—Sí, pero aprendieron en piscina. 

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